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Barfly

🌟🌟

La verdad es que no me apetecía mucho ver “Barfly”. Presuponía, no sé por qué, que iba a ser un rollo macabeo. El III Libro de los Macabeos, concretamente, que emigraron a California en el siglo IV para colonizar los bares y las playas.

Suelo equivocarme con las personas y con los libros, pero con las películas casi nunca. Ahí tengo un sentido arácnido que pocas veces me falla. Una especie de precognición jedi que me quedó de mis largos estudios en Coruscant. Y con “Barfly”, esta vez, la Fuerza tampoco se equivocó. La película de Schroeder es cutre, postiza, inverosímil. Mickey Rourke está pasado de rosca y las frases suenan todas rimbombantes, literarias, como jamás serían pronunciadas por unos borrachuzos de neuronas arrasadas. O sí, quién sabe, justamente por eso... 

La película es fallida, y boba, pero tenía que verla porque se la debía al viejo Bukowski, que además de escribir el guion aparece de extra en un par de escenas, sentado en el taburete mientras empina el codo con esa maestría que dan los muchos años en la parroquia. Haber sido eso, un “barfly”, una mosca cojonera que nunca se va del bar porque cuando lo cierran se esconde en el cuarto de baño o en el armario de las escobas.

(Había que verla por eso y por las piernas de Faye Dunaway, claro, que siempre aparecen en algún cruce portentoso porque ella misma -según contaba el mismo Bukowski en “Hollywood”- exigía esa exhibición antes de dar el visto bueno a cualquier proyecto). 

La semana pasada terminé de releer las novelas del viejo provocador -y sus cuentos, y su biografía, y sus poesías escogidas- y pensé que "Barfly" sería un buen colofón para despedirme. El remate ideal de estas III Jornadas Bukowskianas donde yo debato conmigo mismo los pros y las contras de su obra. Su vigencia y su anacronía. Un homenaje a su maltrecha figura, ahora que somos posmodernos y al leerle nos damos cuenta de lo mucho que hemos cambiado. De lo poco que nos reímos ya con la mística del borracho violento que encuentra la verdad en el fondo de un vaso de whisky y todo ese discurso.





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Fuego en el cuerpo

🌟🌟🌟🌟🌟

Los hombres tenemos un cerebro independiente que vive en nuestra polla. Eso es archisabido, y lo recuerdan mucho en 1º de Biología. También enseñan que esa actividad neuronal, cuando se dispara, crea interferencias con nuestro pensamiento. El cerebro y la polla son como dos piedras que caen al agua y provocan ondas que se entrecruzan, a veces sumando esfuerzos y otras veces contrarrestándolos.

Vivir con dos cerebros es una experiencia insufrible que crea estropicios en nuestra biografía. Algo muy difícil de verbalizar cuando las mujeres, intrigadas, incapaces lógicamente de ponerse en nuestro lugar, nos preguntan por nuestra configuración interior. Por nuestro software de machos inquietos que nunca dejan de mariposear. 

Del mismo modo que nosotros no entendemos sus vaivenes emocionales, ellas no entienden nuestro diunvirato neuronal, y se rascan la cabeza incrédulas y pensativas. "No es posible", musitan, y prefieren pensar que con ese rollo solo queremos excusar nuestras contradicciones. Pero se equivocan. It's a true story.

    Nuestra polla, aunque parezca otra cosa, es la casita del bosque donde vive un antropoide que jamás evolucionó. Un primo lejano que se quedó ahí, en nuestros bajos, agazapado, de polizón biológico y tocacojones. Mientras el deseo y la conveniencia van cogidas de la mano, el hombre y el antropoide trabajan en colaboración, y es una maravilla saber que el criterio racional y la polla ensimismada han elegido la misma mujer adecuada y bellísima. Cantan los pájaros, y se estremecen las tripas, y uno piensa que así debe de ser el amor verdadero que cantan los juglares y filman los cineastas

    Pero ay, cuando el hombre dice que sí y el antropoide dice que no, o viceversa. Cuando la polla señala su deseo como una vara de zahorí y nosotros, desde arriba, intentamos convencerla de que se aleje, de que no siga. De que deponga su actitud. De que acecha el peligro en esa mujer de intenciones oscuras y ademanes de vampira. La lucha entre el hombre y su mono siempre es fiera, fratricida, y muchas veces no gana el ser más evolucionado. Sobre todo si hace mucho calor y se nos pega el fuego en el cuerpo.




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El corazón del ángel

🌟🌟🌟

El que esté libre de haber vendido su alma al diablo, que tire la primera piedra. Pero que avise, por favor, porque nos íbamos a descalabrar todos, y antes de empezar habría que buscarse un buen escudo, o un buen refugio bajo tierra. Hasta los niños pequeños -que apenas son conscientes del ser y de la nada- ya le han vendido la suya a cambio de un helado de chocolate, o de un juguete incluido en el Happy Meal. En esos berridos, en esos arranques del capricho que son la causa fundamental y nunca diagnosticada de la baja natalidad -porque quien incurre, no repite, y quien no incurre, queda avisado-va escrito el primer contrato con el demonio. Mi vida eterna a cambio de esa golosina, de ese trozo de plástico. My kingdom for a horse.

    Pero el diablo no es tan malo como lo pintan. Sólo nos concede lo que deseamos, y a los niños pequeños no los tiene en cuenta porque sería demasiado fácil esclavizarlos desde el principio. El diablo les toma el alma en cada berrinche, pero luego se la devuelve en cada satisfacción, a la espera de que lleguen deseos más adultos y más divertidos: el sexo, el dinero, el cargo, el coche, la venganza... El diablo no es tan malo como lo pintan, pero es un cabronazo con pintas en el lomo.

    No sé de qué nos asombramos, los espectadores, cuando termina “El corazón del ángel” y descubrimos lo que descubrimos. “¡Pero cómo puede ser que Fulano haya vendido su alma y ni siquiera se haya enterado!”, exclamamos indignados, y no nos damos cuenta de que nosotros mismos ya tenemos la salvación hipotecada. “Lo daría todo por conseguir a esa mujer”, dijimos una vez. “No sé lo qué daría porque el Madrid volviera a ser campeón de Europa”, o porque mi hijo salga de la enfermedad, o porque se muera ese hijoputa, o porque me toque un pellizquito en la lotería. Que cese ya, el dolor de muelas. Y en cada deseo concedido, el diablo interpreta que el alma va incluida en el precio. Y a partir de una determinada edad, ya nunca perdona.





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Nueve semanas y media

🌟🌟🌟🌟

No sé si Nueve semanas y media ha superado la prueba del tiempo o si ya es motivo de escarnio entre los críticos. Me da igual. Que analicen ellos las incoherencias, los desmanes, los matices equivocados de los actores... Como ya sabéis los cuatro gatos que me leéis (y sé, pillines, que estuvisteis en aquel callejón neoyorquino donde todas las humedades confluyeron en un solo río caudaloso), esto que yo escribo o malescribo es una autobiografía camuflada que desbarra por los cerros de Úbeda, y más concretamente, por los montes de León.

    Nueve semanas y media es seguramente una película superada, ridícula, de un erotismo que ya sólo nos pone palotes a los cuarentones. Pero prefiero no pensarlo, y dejarme llevar por la nostalgia. Ni siquiera (y eso lo reconozco palote y todo) se entiende muy bien el desarrollo de la historia: me sigue emocionando la primera hora, cuando Kim y Mickey se conocen, se tantean, se reconocen bellos y sedientos, y se lanzan al sexo como dos adolescentes juguetones. Pero luego se me escapan los dos; se me pierden cada uno en su laberinto de traumas o psicopatías, y no sé muy bien cómo suceden las cosas, ni por qué, y sospecho que los guionistas sólo querían echar morbo sobre el amor, y mierda sobre la cama, y negrura sobre lo rosa de los pétalos.



    Dentro de mí vive un crítico pedante que no se ha callado en toda la película, repitiéndome que Nueve semanas y media es una nadería, una gilipollez. Una tontería con pretensiones de porno soft que ya sólo puede impresionar a los tipos de mi edad en adelante, que de jóvenes nos masturbábamos mucho con la imagen icónica de Kim Basinger, y a las tipas de mi edad, que hacían lo propio con el sueño mal afeitado de Mickey Rourke. Hombres con canas y mujeres con arrugas que ahora, cuando llega la fiesta esporádica del sexo, siempre recordamos aquellos polvos peliculeros en un acto reflejo de las meninges. Aquellos numeritos circenses que, por supuesto, ya nunca nos atrevemos a pedir ni a escenificar, porque ya no son edades, ni cuerpos gloriosos, y hace mucho frío a las puertas del frigorífico abierto. Se perdería, además, mucho tiempo buscando la canción de Joe Cocker en el Spotify, y a estas alturas del deseo, la libido femenina se enfría con cualquier interrupción del protocolo, y el asunto que nos traemos entre manos languidece derrotado por cualquier despiste antigravitatorio.


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El luchador

🌟🌟🌟🌟🌟

Nadie cambia. Las profecías vienen escritas en los genes como si fueran la palabra de Dios, y al final siempre se llevan a cumplimiento. Está la educación, sí, y la experiencia, y la influencia ambiental... Pero todo eso, que llena libros gordísimos, sólo sirve para retocar cuatro versículos de los menos importantes. Una menudencia estilística que no cambia el drama de fondo. El carácter está escrito en piedra y no hay viento ni lluvia que sea capaz de erosionarlo. El alma profunda de cada hombre es un asunto geológico, granítico, y los que dicen ser capaces de esculpirla, de destrozarla incluso con un martillo neumático, sólo son niños inocuos que pintan dibujitos sobre la superficie. Nadie cambia, y el que diga que ha cambiado miente. O se engaña a sí mismo. Y el que viva de vender esta idea sólo es un traficante de crecepelos. Un charlatán que allá en el parque de los locos, subido a su silla, grita sandeces junto a los que proclaman el nuevo Advenimiento de Jesucristo.

    Que se lo digan a Randy Robinson, "The Ram", la vieja gloria de la lucha libre que se va dejando el aliento, literalmente, en cada nuevo combate. Un perdedor de la vida -pero un campeón de los rings- que con cada nueva hostia verdadera o fingida se va quedando un poco más sordo y un poco más lerdo. Y lo que es peor: un poco más cerca del infarto definitivo, ahora que ya pelea con el costurón del bypass adornándole el pecho, y con el corazón arrítmico pegando botes de mucho preocuparse. 

    Pero qué va a hacer, el pobre Randy, si no nació para otra cosa, si lo único que le reconcilia consigo mismo y con su destino es la tensión previa de la lucha, el olor del linimento, el palpitar en la sienes. El plexo solar que se revuelve inquieto y animal. El aplauso del público cuando la hostia dada o recibida queda perfectamente coreografiada. La complicidad con los colegas, la ducha reparadora, la satisfacción de quien sólo sabe hacer una cosa en la vida, pero la ejecuta con la maestría de un veterano.

    Qué va hacer, el bueno de Randy, más que luchar y dejarse el cuerpo en las galas, en los apaños, en los revivals de lo viejuno, si su carácter puñetero le ha alejado de la hija que tanto amaba, y ahora ya está solo para siempre, muerto de asco en su caravana de mala muerte, tan bien intencionado como preso de sus defectos. Para qué seguir luchando fuera del ring. Para qué fingir ser un hombre que en realidad no se es. No hemos sido enviados a la vida para luchar contra los elementos. Sólo para llevar a término nuestro destino. Y ésa, por sí sola, ya es una tarea hercúlea. Muy jodida. Y muy poco gratificante. 


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Manhattan Sur

🌟🌟

Al tercer o cuarto bostezo de esta tarde canicular, con Manhattan Sur transcurriendo sin pena ni gloria por la pantalla achicharrada, comprendí que los panegíricos habían vuelto a liarme con su adjetivación generosa. Cuando hace unas semanas murió Michael Cimino, los articulistas escribieron encendidas loas al artista: que si fue un genio incomprendido, que si sus películas se adelantaron a su tiempo, que si es de justicia revisar con alegría sus obras menores... Cosas así. El manual del obituario. Uno ya debería saber que estas cosas se escriben por compromiso, y que quien no conoció las películas de Cimino inflama la prosa hasta quedar bien con los aficionados, y que quien sí vio la obra del difunto, y guardaba dudas razonables sobre ella, tal vez ahora, llevado por la nostalgia, y por la pena del cuerpo presente, la ve estimable y hasta recomendable para los lectores.  


    Ya digo que uno, más por experiencia que por astucia, debería estar prevenido contra estas palabrerías, y juzgar por sí mismo si merece la pena regresar a Michael Cimino y su torturada filmografía. La puerta del cielo fue un homenaje casi obligado, pues uno nunca había visto la versión extendida, y cabía el beneficio de la duda, y la expectativa de una maravilla. Pero Manhattan Sur ya era harina de otro costal. Por muy pesados que se pusieran los panegiristas, la imagen de Mickey Rourke repartiendo hostias en los bajos fondos del barrio chino movía más a la renuncia que a la promesa. Mi sexto sentido -ése que vive amordazado por mis complejos de cinéfilo aficionado, de diletante sin criterio ni sensibilidad-, me decía que no, que vade retro, que mejor ver una comedia ochentera de Fernando Colomo o de Pedro Almodóvar. 

Pero no. Cedí a la tentación de Manhattan Sur, y Manhattan Sur, la verdad sea dicha, se ha quedado viejuna, y está mal contada, y tiene una banda sonora intrusiva e insufrible. Curiosamente, Mickey Rourke no es lo peor de la función, y su cólera de policía más chulo del barrio sostiene a duras penas el andamiaje. Los malos vienen, los buenos van, y uno nunca acierta a entender por qué unos mueren y otros no, y por qué no murieron antes, o no murieron después. La lógica brilla por su ausencia, y sólo de vez en cuando, para nuestro solaz, viene la amante china de Mickey Rourke a regalarnos su belleza, que es muy de estimar cuando está vestida, y mucho más cuando comparece desnuda.




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