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Quiz

 🌟🌟🌟🌟

Hace años, cuando Carlos Sobera levantaba la ceja en “¿Quién quiere ser millonario?”, las amistades me decían que por qué no me presentaba. Decían, equivocadamente, que yo era un tipo “inteligente”, y que podía ganar una pasta a poco que sonriera la fortuna. Ellos -como casi todo el mundo- confundían la inteligencia con la cultura, que es una cosa muy diferente. Se puede ser inteligente y nada culto, como las gentes del campo, y se puede ser culto y nada inteligente, como yo, que doy ejemplo viviente todos los días.  Y ni siquiera culto: cultureta, como mucho, y de tres temas obsesivos, nada más. Como casi todo quisqui por otro lado. Porque ay, además, si yo fuera inteligente de verdad… Iba a estar yo aquí, por los cojones, instalado en esta vida, en esta rutina, en este rincón. Con dos dedos de frente habría elegido mucho mejor los amores, las compañías, las vocaciones. De haber sido inteligente no me habría equivocado en cada encrucijada de la vida, o me habría equivocado lo justito, en cosas secundarias, de regresar pronto al carril, o de sufrir sólo un leve contratiempo.



    Nunca fui al concurso de hacerse uno millonario, por supuesto. Ni se me pasó por la cabeza. Enfrentado a Carlos Sobera, los nervios me habrían atenazado y no hubiera respondido ni a mi nombre, en la primera pregunta de calentamiento. “Por 50 euros, ¿cómo se llama usted? Opción A, Pedro, opción B, Lautaro, opción C, Álvaro; y opción D, Alberto”, y ahí me habría quedado, mudo, incapaz de pedir los comodines porque ni me hubiera acordado de ellos, y al final, enredada la lengua, hubiera respondido que Alberto, fijo, y ante la mirada atónita de Carlos Sobera me habría reafirmado en la tontería: Alberto, seguro, por los puros nervios, por el puro cague de estar ahí, ante millones de espectadores, y al ponerse en verde la opción C, la correcta, Álvaro, de toda la vida, me habría desmayado del soponcio, y del ridículo.

(La serie, por cierto, es muy buena. Quiz sólo dura tres episodios. Suficientes. Cuenta todo lo que tiene que contar y punto. Además lo hace muy bien. No pretende secuestrarnos en el sofá. No estira el chicle. No se apoya en secundarios insufribles. Quiz nos respeta como ciudadanos atareados que somos, siempre con muchas cosas que hacer. Se agradece).

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Medianoche en Paris

🌟🌟🌟🌟

Medianoche en París es una película desconcertante, que al principio cuesta mucho digerir. Y no porque tenga viajes en el tiempo, que eso ya es un recurso familiar, sino porque cuenta la historia de un tipo que está a punto de casarse con Rachel McAdams, y de entroncar con su familia forrada de millones, y sin embargo, por un desvarío que no tiene antecedentes en la psiquiatría, reniega amargamente de su destino. Cualquier otro hombre hubiera dicho: “Hasta aquí hemos llegado. Esto es el finis terrae: el matrimonio con Rachel, y la riqueza de por vida.  La suerte ya no puede depararme nada mejor…”. Los hay que darían un ojo o una pierna -si eso no menoscabara el amor de Rachel - por resignarse a semejante derrotero. Pero este individuo de la nariz aplastada y los ojuelos de soñador es un inconformista, o un gilipollas, o las dos cosas a la vez, y aunque él está en París con su noviaza, de pre-luna de miel, y ella es bellísima, y encantadora, y le anima a perseverar en la escritura gracias a la solvencia de papá, él sueña con vivir en el París de los años 20, sin Rachel, y pobretón, a la bohemia, codeándose con Hemingway y Picasso, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein. Una sinrazón, desde luego, esto de preferir la cultura al sexo, la enfermedad a la penicilina, el dolor de muelas a la anestesia con el Dr. Howard. Es muy probable que Gil, el protagonista, no se llame así por casualidad...



    La primera media hora de la película es maravillosa, de gran cine, con postales de París y diálogos acerados. Puro Woody Allen. Pero la confusión en el espectador sigue ahí, como un gusanillo en el estómago, incomodando y royendo, hasta que Gil, en uno de sus viajes al pasado, conoce a Marion Cotillard, que también anda huida de su tiempo y de su realidad, ligando con Picasso y con muchos más.. Entonces la cosa cambia, porque la Cotillard es tan guapa o más que Rachel McAdams, y le ofrece a Gil la posibilidad ilusionante de quedarse allí para siempre, en el tiempo soñado, desdeñando el riesgo de morirse de una simple gripe o de una simple infección. Porque los años 20 de París fueron muy cultos, y muy excitantes, pero también muy peligrosos.


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The Damned United

🌟🌟🌟🌟

Brian Clough, el puto Brian Clough, fue, para entendernos, el José Mourinho de su época. Un entrenador de lengua larga, éxitos notables y orgullo desmedido. Un tipo en apariencia insufrible, de autoalabanza continua, pero en el fondo un pedazo de pan. Porque el orgullo, como todos sabemos, sólo es el disfraz de la duda. Los soberbios de verdad, los que jamás titubean, ni en público ni en privado, sólo van haciendo el ridículo por la vida. Tarde o temprano se estrellan contra uan misión imposible, y terminan refugiados en una mediocridad muy plasta de la que presumen por los bares. Son los imbéciles clásicos que todos conocemos y rehuimos. El mundo del fútbol, desde la Premier League en Inglaterra hasta el torneo Pre-Benjamín en Ponferrada, está lleno de personajes así: gente que habla de su oficio como si hubiera emprendido una misión divina, envueltos en un aura de infalibilidad papal Por cada éxito que les concede el azar, cosechan diez cagadas lamentables que nunca figuran en los anales. Son los entrenadores como Brian Clough -los que de puertas afuera se venden como nadie, pero de puertas adentro se exigen como ninguno- los que terminan por lograr hazañas que luego refleja la Wikipedia. Personajes ambivalentes, duales, tan insoportables como adorables, tan vehementes como paralizados. Tipos capaces de lo mejor, y de lo peor, pero que en lo mejor saben relativizarse, y en lo peor hacen propósito de enmienda.


   Así era Brian Clogh, the fucking Brian Clough, carne de tragedia y de conflicto. De vehemencias y alcoholismos. Humilde y sobrado a partes iguales. Carne de novela, y de película. La mejor novela que he leído en los últimos tiempos, en realidad, Maldito United. El relato de los 44 días en los que Brian Clough se estrelló contra el muro de su soberbia y se partió la crisma. Los 44 días que entrenó al equipo que nunca debió entrenar, el Leeds United, llevado por el rencor, por el mal cálculo, por los aires de grandeza. Un don Quijote temporalmente alucinado, embarcado en una aventura condenada al fracaso. Un don Quijote, además, que cabalgaba sin su Sancho Panza particular, Peter Taylor, el ayudante, el ojeador, el interlocutor de las dudas. El amigo. El vidente que supo ver que el Leeds United no era un equipo para ellos, y que decidió refugiarse en las divisiones inferiores hasta que su amigo recobrara la cordura. The Damned United, en realidad, no es una película sobre Brian Clough, ni sobre el mundo del fútbol, sino una historia sobre la amistad interrumpida. La que se rompe soltando maldades y se recobra hincando las rodillas, y pidiendo perdón.



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¿Qué fue de Brad?

🌟🌟🌟🌟

No es la primera vez que la ficción se solapa con mi realidad. Que una experiencia propia se ve reflejada al día siguiente, o a veces el mismo día, en una película de la que a priori desconozco la trama. Puede ser la casualidad, obviamente, de tantas películas como veo al cabo del año. Pero puede ser, también, y ése es mi sospechoso principal, el inconsciente traidor, que guía mis búsquedas con referencias que yo mismo desconozco. Esto sería muy freudiano, y yo soy muy seguidor del abuelo Sigmund. Así que es posible que haya dos cinéfilos conviviendo dentro de mí: el que elige las películas para escapar de la realidad -del que soy consciente y brazo ejecutor- y el que busca en ellas una explicación a mis inquietudes sin que yo haya concedido tal prerrogativa.


   Ayer mismo, en León, como Brad Sloan en Massachusetts, me encontré con un viejo amigo del bachillerato al que veo cada año para contrastar nuestros respectivos avatares, que ya no son los hijos, ni los trabajos, ni los proyectos vitales, pues la suerte está más o menos echada. Ultimamente nos centramos en las canas que nos van saliendo en la barba, y poco a poco en el alma, yo muchas más que él, claro, que le saco unos cuantos meses, y unos cuantos reveses. En la terraza de la cafetería, mientras él hablaba de los viejos compañeros a los que hace treinta años que no veo, yo era un poco como el Brad Sloan de la película: un hombre de 46 años que escucha el relato de cómo sus compañeros de aula fueron triunfando en la vida, obteniendo puestos muy codiciados en la empresa privada, o sillones muy confortables en la función pública, mientras que uno, que era mejor estudiante que ellos, que estaba llamado a ser un don Alguien de la vida, que leía de todo y sabía de todo y era el pasmo de sus profesores y tutores, se ha quedado relegado en su rincón del noroeste, con sus extraños alumnos, con sus chavalicos del fútbol, con su blog de cine que nadie lee. Perdido en un laberinto muy peculiar de proyectos locos y depresiones de fosa Mariana.

    Sin embargo, al contrario que Brad Sloan -que es un poco panoli de la vida, el papel de toda la vida de Ben Stiller- uno sabe que la felicidad no reside en el estatus, ni en la comparativa, ni en el sentimiento de superioridad del macho que escala la pirámide. Que la sensación de estar a buenas con el mundo se siente o no se siente, se tiene o no se tiene, y que tiene muy poco que ver con la cuenta bancaria o con la envidia de los demás. En eso soy muy poco Sloan, muy poco Stiller. 





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El desafío: Frost contra Nixon

🌟🌟🌟🌟

¿Se imaginan a Carlos Sobera, en horario de máxima audiencia, preguntándole a José María Aznar por qué mintió sobre las armas de destrucción masiva, o sobre la autoría de ETA en los atentados del 11-M? Pues algo así, aunque parezca ciencia-ficción, fue lo que sucedió en 1977 cuando el periodista David Frost, previo pago de una cantidad indecente, logro que Richard Nixon accediera a ser entrevistado en su retiro de California. Frost era un showman que presentaba programas de variedades en la televisión británica, o en la australiana, según donde surgiera el contrato, y cuando le entró el afán de entrevistar a Richard Nixon nadie se lo tomó demasiado en serio. Tuvo que rascarse hasta la pelusilla de su propio bolsillo para que el dimitido presidente, que al parecer vivía obnubilado por el dinero, accediera a ser interrogado por los asuntos espinosos del Watergate o de la guerra del Vietnam.


    Lo que luego sucedió en "La Casa Pacífica" ya es asunto de dominio público. Y si no lo es, es un spoiler como una casa, así que no voy contar nada de las dialécticas que allí se entrecruzaron. Frost contra Nixon es una gran película, de actores soberbios y de diálogos acerados, y además sale Rebecca Hall en un papel que no aporta nada a la trama, pero que nos deja muy contentos y resalados con su belleza. Sin embargo, uno termina de ver la película con una sensación molesta, porque se nota, se siente, que Ron Howard simpatiza con el expresidente. Tan es así, que no sorprende leer en alguna entrevista que él mismo reconoce haber votado a Tricky Dicky en sus tiempos de latrocinio. Y qué quieren que les diga: simpatizar con un sociópata que ordenó bombardeos masivos sobre la población de Camboya, o alargó una guerra innecesaria por motivos puramente electorales, es una cosa que tiene poca excusa, y muy poco perdón, por mucho que Frank Langella, en portentosa exhibición, acaricie a los perretes o ponga caras de contrición.

    - No tiene ni idea, señor Frost, de lo afortunado que es usted por gustarle la gente. Por gustarle usted a ellos, por tener esa facilidad, esa luminosidad, ese encanto. Yo no los tengo, nunca los he tenido. Me pregunto por qué elegí una vida que dependía de gustar a los demás. Quizá usted debió ser el político, y yo el entrevistador riguroso.


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Masters of sex. Temporada 2

🌟🌟🌟

A uno, de Masters of sex, le importa un pimiento que la doctora Johnson se lleve mal con su exmarido, o que el doctor Masters esconda sentimientos reprimidos hacia su madre. Que se vayan al carajo, los guionistas y las guionistas, con estos rellenos melodramáticos de la trama, que deberían ser boceto y se han erigido en columna y fundamento. La serie nos atraía porque en ella se narraba el amanecer sexual de la humanidad, tan importante como el amanecer de la inteligencia que imaginara Kubrick en 2001. Si allí sonaba el Así habló Zaratustra cuando el mono blandía el hueso, aquí, en Masters of sex, quedaría bien un Himno de la alegría que subrayara cada orgasmo de los sujetos experimentales. Qué menos... 

El día que William Masters y Virginia Johnson decidieron adentrarse en el misterio cavernoso de la respuesta sexual, cambiaron el devenir de la vida íntima que deforma los colchones y molesta a los vecinos.  Nada fue igual desde entonces. Liberados de miedos y de prejuicios, los órganos sexuales empezaron a acoplarse con otra diligencia, con otro entusiasmo, porque ya se conocían de antes, de los libros, de los gráficos, de las educaciones sexuales en los colegios. Pocas personas han traído más felicidad y sabiduría a la humanidad que Masters y Johnson. Ellos fueron los Prometeos modernos que nos entregaron el fuego sexual de los dioses. Con él encendieron la primera llama de la revolución en las camas, tan importante para la Historia como aquella revuelta de los franceses, o la invención de las máquinas de vapor. O internet mismo, que me permite escribir estas sandeces... ¿Para qué, pues, en la serie, perder el tiempo en estas bobadas domésticas, con estas tonterías que le suceden a todo hijo de vecino, rutinarias, y consabidas, y redundantes?  Al grano, coño, al grano.






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Masters of sex. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Recuerdo que de chaval, en casa de un amigo, rebuscando entre las revistas pornográficas que su padre escondía encima del armario, apareció un libro que se titulaba La sexualidad humana. Había desnudos parciales, bocetos corporales, párrafos de texto científico que describían los hechos biológicos de la copulación y la masturbación. Los orgasmos y las relajaciones. Lo que en las revistas porno era obviedad e inmediatez, aquí era explicación y circunloquio. Ciencia en marcha. La sexualidad humana tenía la consistencia y el didactismo de un libro de texto, uno que tal vez estudiaban realmente allá en Escandinavia, o en Francia, donde la juventud se entregaba alegremente a la precocidad y al libertinaje, pueblos sin Dios ni vergüenza que nosotros envidiábamos con chorros continuos de baba. Aquí, en la España recién salida del catolicismo oficial, La sexualidad humana figuraba en el Índice de Libros Prohibidos, y se vendía únicamente en catálogos ultrasecretos, y en oscuras trastiendas de kioscos clandestinos. El padre de nuestro amigo era un tunante que se trabajaba el mercado negro de la rijosidad. Un gran tipo, y un gran héroe, a nuestros ojos.


         De haber caído en manos de otra pandilla menos aplicada en los estudios, la obra cumbre de Masters y Johnson se habría quedado encima del armario, cogiendo polvo entre los polvos. Pero nosotros, que alternábamos la testosterona con los sobresalientes, los relatos pornográficos con la poesía de García Lorca, nos disputamos  la posesión de aquel libro con mucha fiereza. Nos interesaba el placer, pero también su explicación científica. La lectura de La sexualidad humana, a medio camino entre la cerdada y la erudición, producía un gran placer por sí misma. A veces, incluso, nos encendía más que el grafismo explícito de las pollas bombeando entre los coños. Éramos lascivos y empollones a partes iguales. Jamás ligábamos con las chicas porque ellas sabían, o intuían, esa doble personalidad de nuestro carácter, tan contradictoria y poco natural. Éramos chavales atípicos, gilipollas por fuera y patéticos por dentro, románticos y muy cochinos.
          


 
            Casi treinta años después, la edad dorada de la televisión se ha acordado de aquella pareja que nos descubrió los misterios cardiorrespiratorios del sexo. Masters of sex es una serie que han medido al milímetro, comedida e inteligente, porque los personajes se pasan todo  el rato hablando de sexo, o practicando el sexo, o diseccionando el sexo, y el espectador -al menos el salidorro que esto escribe- no nota correr la sangre por la entrepierna. Hay una frialdad calculada que recorre los diálogos y las copulaciones. Mientras las prostitutas contratadas se masturban en las camillas, o las parejas voluntarias se entregan a la voluptuosidad tras los biombos, los científicos de bata blanca les van quitando y poniendo las ventosas del electrocardiograma. Luego, en la calma de sus despachos, analizan las crestas y los valles que los gemidos dibujaron sobre el papel pautado, y sacan conclusiones muy revolucionarias para la época. Cosas que ahora -ay que ver cómo cambian los tiempos- ya conoce cualquier chavala del instituto sin haber leído un libro en su puñetera vida. 

       




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