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Futurama. Temporada 11

🌟🌟🌟🌟 


1 En el año 3023 ya podrán verse todas las series de la tele habidas y por haber. La tecnología del futuro, indistinguible de la magia, nos las chutará directamente en las neuronas aun a riesgo de volvernos locos. O tan tontos como Fry... Pero da igual: las habremos visto, y ya podremos participar en todas las tertulias sin miedo a sentirnos marginados.

2. En el futuro, los bitcoins seguirán siendo una estafa financiera, pero la gente ya estará más prevenida y nadie le hará caso al tatatatataranieto de Matt Damon cuando salga en un anuncio tratando de engatusarnos. Hay que tener mucho morro, Matt, jolín.

3. Amazon ya no se llamará así, sino Mamazon, pero para el caso patatas. En el año 3023, el almacén central se expandirá sin control gracias a la nanotecnología de su propia estructura arquitectónica, y se hará más grande que el propio planeta, y que el Sistema Solar, y ya finalmente que el Universo entero, conteniéndolo bajo su infinita esfera de reparto a domicilio. Mamazon será una empresa tan inmensa, tan inabordable, que se convertirá en el mismísimo Dios Todopoderoso y ya nunca más volveremos a saber de ella.

4. Papa Noel será sustituido por una recreación robótica, regida por la Inteligencia Artificial. El 24 de diciembre del año 3023, Papa Noel 2.0 se chalará como se chaló HAL 9000 a bordo de la Discovery 1, y en vez de repartir regalos hará matanzas entre los niños buenos que dormían en sus camitas, esperando su llegada. Ho, ho, ho!!!

5. Las pandemias serán una noticia habitual en el telediario, sin tanta trascendencia como ahora. Entre que viviremos en un basurero global y que ya habremos entrado en contacto con seres de otros planetas, aviados estamos. Los extraterrestres serán seres macroscópicos que traerán sus propios virus o generarán zoonosis sin cuento. Nosotros mismos inundaremos los planetas cercanos con nuestras enfermedades, como hizo Cristóbal Colón en América. 

6. En el año 3023, gracias la nanotecnología y a la mecánica cuántica, recrearemos universos en miniatura idénticos al nuestro. Habrá un miniyó viviendo dentro de una cabeza de alfiler. Nos sentiremos dioses creadores, pero poco después descubriremos que somos el miniyó de otro superyó que nos observa.





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Futurama: Hacia la verde inmensidad

🌟🌟🌟🌟

La última aventura de Futurama es la más triste de todas. Y no porque la serie se termine después de tantas guasas enriquecedoras, porque ahí están, los DVD, y las plataformas como setas, y hasta las descargas ilegales, para volver a disfrutarla cuando queramos. La nave de Planet Express, además, termina adentrándose en un agujero de gusano, y un agujero de gusano no es la muerte, ni la desintegración, sino un túnel que conduce a otro lugar del espacio y del tiempo, como cuando cruzas de un país civilizado a otro que no lo es, atravesando las montañas.




    No. La última aventura de Futurama es la más triste porque es la menos complaciente con el futuro que nos espera. Y mira que la serie es pesimista, y cínica, con el destino de la humanidad, que a uno se le han quitado las ganas de pedirle a Doc que me lleve en el DeLorean a conocer el año 3000, por donde no hacen falta carreteras.... Total, para ver más o menos lo mismo que ahora vemos cuando encendemos la tele, o pisamos las aceras, es casi más interesante viajar al año 3000 de antes de Cristo, a conocer el tiempo de las pirámides, y quizá, con un poco de suerte, encontrarse con Rodríguez el íbero, que labraba los pedregales de León con un quejido en los riñones muy parecido al mío, su retataranieto, cuando me levanto del sofá después de un maratón de ficciones.

    La humanidad del año 2020 se consuela pensando que cuando la Tierra se convierta en un vertedero insoportable, daremos el salto a Marte, o a Titán, con unas naves espaciales superchulas, que nos llevaran a todos, o a casi todos, cantando que buenos son los hermanos Agustinos, que nos llevan de excursión. Pero eso, tal como se cuenta en Futurama, sólo es ponerle parches a nuestra condena. Retrasar el tiempo de nuestra extinción. Marte, y Titán, y cualquier planeta que pisen los retataranietos de Neil Armstrong, sólo será el próximo basurero, el próximo desierto de nuestra avaricia. Dejaremos de ser una plaga planetaria para convertirnos en una plaga galáctica. Y algún día nos encontraremos con la horma de nuestro zapato colonizador.



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El juego de Bender

🌟🌟🌟

El año 3000 de la humanidad es casi idéntico al año 2020. La única diferencia es que dentro de mil años, gracias a la tecnología, todo llegará más rápido y más lejos. Las buenas noticias, los paquetes de Amazon, y las decisiones absurdas de los gobernantes. Habrá extraterrestres caminando por nuestras calles, pacíficos y variopintos, pero será como cuando llegaron los chinos a León hace cuarenta años, a abrir el primer restaurante, o el primer bazar de Todo a 100, que girábamos el cuello al cruzarlos y luego ya los integramos en el ecosistema como vecinos de toda la vida. Y un chino, en León,  hace cuarenta años, era como un venusiano de Futurama, o como un bicho verde procedente de Alfa Centauri.



    Pero Futurama, sin Bender, sería menos Futurama. La serie, por sí sola, es cojonuda, traviesa, desborda imaginación y mala leche. Pero con Bender es una serie superior. Bender es su salto cualitativo, su icono pop. Su banderín de enganche para el público más adulto, que se reconoce en su cinismo. Donde asoma el fantasma del to er mundo e güeno, Bender pone la cordura y la reflexión oportuna. Este robot uniantenal, unicórnico, es el digno sucesor de Diógenes de Sinope, que vivía en un tonel y caminaba desnudo por la calle, del mismo modo que Bender vive en el cuarto de las escobas, y camina con lo puesto en la fábrica de Tijuana.

    Pero hasta ahí, llegan las similitudes. Porque Diógenes creía realmente en la frugalidad, en el desprecio de lo material, y vivía acorde a sus enseñanzas, mientras que Bender es pobre porque no tiene otro remedio. Cada vez que su ansia desmedida le colma de riquezas- en alguna aventura loca por los sistemas extrasolares-, se le rompe el saco de la avaricia. Bender en el fondo es un patán, un bobolón, y tampoco le ayuda mucho que su líquido conservante, imprescindible para seguir funcionando, sea el alcohol de las cervezas.

    La humanidad del siglo XXX, para prevenir las guerras anunciadas en Terminator, hizo que todos los robots se dieran a la bebida. Eso los vuelve impredecibles, pero también egoístas y descoordinados, incapaces de sostener una rebelión contra sus creadores. Un recurso de manual, en los viejos libros de los capitalistas, y de los esclavistas.



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La bestia con un millón de espaldas

🌟🌟🌟🌟

La bestia con un millón de espaldas del título es Dios, Dios mismo, que en la fantasía de Futurama es un pulpo gigante que habita en un rasguño del tejido espacio-temporal. Este Dios de la ficción no es Creador, sino Contemplador, porque tiene la modestia de no atribuirse la obra del mundo, y sólo se encarga de llevar el Cielo a cuestas, por el espacio, cuidándolo con todo detalle para que los muertos sonrían cuando vengan a ocupar su parcela.



    Este Dios tan particular no se llama Yahvé, sino Yivo, en un arriesgado juego de palabras que podría atraer muchedumbres armadas con antorchas -aunque no creo, sinceramente, que haya muchos lectores del Antiguo Testamento siguiendo estas locuras animadas de la humanidad. Yivo, lejos del espíritu violento y vengativo que impregna las Escrituras, es un ser romántico, lleno de amor, pero frustrado porque no puede regalárselo a nadie. Yivo vive en otra dimensión, indetectable para los telescopios y para los profetas, y su aspecto es eso, de octópodo  repulsivo, de monstruo de Julio Verne, sólo aceptable si te lo imaginas cortado a trocitos, y cociéndose en un caldero de cobre en la feria del pueblo.

    Yivo es un pedazo de pulpo, y también un pedazo de pan, pero cuando se hace carne en la dimensión de los humanos, su afán de amar se vuelve atosigante, pegajoso, con esa manía que tiene de coger a los amigos por el cuello, clavarles el tentáculo y usarlos como muñecos de José Luis Moreno en un espectáculo de ventriloquía. Pero Yivo es un dios humilde, que reconoce sus culpas. Uno que no dicta palabras reveladas, sino corregibles al hilo de la experiencia, y de la respuesta de los amados.

    Yivo es un dios tan benevolente, tan de puta madre, que los humanos terminarán desconfiando de su bondad. De su compromiso tallado en un diamante de electromateria indestructible. Los humanos de Futurama se creen muy distintos de Bender, el robot borracho y tocapelotas que se atribuye los discursos más cínicos de la serie, pero en realidad todos piensan lo mismo que él:

    “… el amor no se comparte con todo el mundo. Amar es desconfiar. Amar es temer. Amar es exigir. Amar es codiciar. Amigos míos: no existen los grandes amores sin que haya grandes celos”.



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El gran golpe de Bender

🌟🌟🌟🌟

Cada vez que el tontolaba de Stephen J. Fry tiene la posibilidad de viajar al pasado -cosa que en las tramas de Futurama es tan habitual como pasear por la alameda-, siempre reaparece en la noche que cambió su vida: la Nochevieja del año 1999, pocos minutos antes de la llegada del nuevo milenio a Nueva York. Fry fue a entregar unas pizzas al centro de criogenización, hizo el tonto con una silla y terminó cayendo en una cápsula que sólo se descongelaría 1000 años después, en el futuro ultratecnológico pero ultramerluzo de la humanidad.




    Da igual la fecha que figure en el condensador de fluzo: Fry, por aquello de las paradojas espacio-temporales, siempre termina en esa habitación secreta de Applied Gryogencis, encontrándose consigo mismo a punto de cometer el tropezón fatal. Es como si un dios benévolo le concediera la posibilidad de enmendar su pasado, una y otra vez. En algunos episodios, Fry tiene la determinación de deshacer el entuerto, y así regresar a la vida normal de un terrícola perteneciente al siglo XXI. Otras veces, Fry, con el propósito opuesto, viaja al pasado para asegurarse de tropezar, porque está enamorado de Leela, la cíclope del cuerpo escultural, y prefiere quedarse en el año 3000 a intentar ser correspondido en el amor (Futurama, a pesar de la apariencia loca de dibujos animados y ciencias disparatadas, es en el fondo una historia de amor. Como casi todo…).

    Pero da igual lo que haga Fry en sus viajes al pasado. Al final, los dioses y los guionistas siempre se confabulan para que nada cambie, y él permanezca atrapado en el año 3000 junto a Bender, y el resto de la tropa. Muy gatopardiano, todo… No es sólo que así la serie se prolongue; es que, además, no hay otra. Lo que tomamos por momentos decisivos de nuestra vida, de encrucijada determinante, no lo son en realidad. Todo está escrito de antemano. Regresar al pasado para tomar otro camino sólo es una ilusión, un sueño de la voluntad, antes de descubrir que estamos de nuevo en el mismo sendero, sin saber muy bien cómo.



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Futurama. Temporada 4

🌟🌟🌟🌟

Futurama, en realidad, es el relato de una distopía terrible. Orwelliana, como poco. Richard Nixon vuelve a ser el presidente de los Estados Unidos gracias a la criogenización de su cabeza mentirosa y paranoide, y a partir de ahí ya se pueden ustedes imaginar el panorama… Matt Groening es un tipo que prefiere dar estopa haciendo humor, y esconder sus misantropías detrás de las caricaturas, y así, mientras te ríes un huevo y la yema del otro con las tonterías, vas comprobando que la Humanidad del año 3000 se comporta igual que la del año 2020, y que se enfrenta con el mismo descuido a los problemas que ahora nos acucian: el cambio climático, y la desigualdad económica, y el azúcar excesivo en las Coca-Colas.  



    En otras obras de ciencia ficción, cuando el ser humano entra en fase de locura y el mundo se encamina hacia su destrucción irremediable, aparece una civilización extraterrestre portadora de sabiduría que envía una onda de radio, o aterriza con su platillo volante, y nos enseña el sentido común de la supervivencia. A veces, eso sí, para tocarnos un poco las narices, y ponerlo todo muy misterioso, se presentan en forma de monolito impenetrable al que damos vueltas como monos despeinados, buscando la tecla de encendido.

     En Futurama, sin embargo, los extraterrestres son unos bobalicones como nosotros, especies paralelas que en su planeta también han evolucionado lo justo para ir tirando, atrapados en las mismas miserias, y en las mismas avaricias. Dar el salto a las estrellas sólo es cuestión de encontrar un agujero de gusano, o una excepción en la Teoría de la Relatividad. Supone mejoras tecnológicas, pero no éticas, y en eso Matt Groening y David X. Cohen no se permiten el menor autoengaño.

    ¿Y la inteligencia artificial? En Futurama, como en el Génesis, los robots son fabricados a imagen y semejanza de sus creadores. Tan listos o tan bobos como requiera su trabajo especializado, pero no más. Y encima, no se recargan con energía eléctrica, sino con el alcohol de las cervezas. No hay ninguna inteligencia superior que aúne a las máquinas y desencadene la guerra espeluznante de Terminator. En Futurama no hay sitio para Skynet, pero tampoco, ay, para ninguna red computacional que nos sirva de guía espiritual, entresacando conclusiones salvadoras del Big Data.


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Futurama. Temporada 3

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Esta mañana, al levantarme, he recordado que tenía un condensador de Fluzo guardado en el trastero. Los regalaban a la salida del cine, en 1985, cuando salías de ver Regreso al Futuro en pleno flipe, con los colegas, y te disputabas el adjetivo más sonoro, el elogio más malsonante, “qué de puta madre, tío”, mientras mirabas a las chicas de reojo y escuchabas atentamente sus conversaciones, a ver si alguna se había perdido en el tema de las paradojas temporales y tú, con amabilidad, en plan servicio público, no para ligar y esas cosas, podías explicarle lo que decía Albert Einstein sobre la aceleración y la deformación del espacio-tiempo…

    El condensador de Fluzo era de mentira, claro, un trozo de cable en Y metido en una caja de plástico transparente. Tan de mentira que quizá lo soñé, que me lo regalaban, en el vestíbulo del Teatro Emperador, para que lo pusiera en el coche de mi padre -que tampoco tuvimos nunca- y jugar a que si pasábamos de 140 kms/h por la autopista nos íbamos de viaje a las Cruzadas, o al año 10.600 de nuestra era, cuando quizá, por el turno rotatorio, ya les toque a los etíopes o a los somalíes ser los amos del mundo.



    Sea como sea, yo, esta mañana, me he encontrado un condensador de Fluzo donde guardo los juguetes que nunca tiraré. Si ha sobrevivido a las mudanzas del trabajo o del desamor, o si ha aparecido por una intervención divina de san Emmett Brown, patrón del Taxista Interespacial , será cuestión que habrán de aclarar los exégetas del futuro. Los biógrafos de mis singulares andanzas.

    He sacado el condensador de Fluzo de la caja, lo he metido un par de segundos en el microondas -a ver a qué época me llevaba, por azar, cualquier cosa menos el marasmo amenazante de estos días-, y he aparecido justo en el año 3002 de nuestra era, en el mundo de Futurama, quizá porque al otro lado del salón-comedor, en la tele, me había dejado el DVD puesto de ayer por la noche. Otro se hubiera llevado un susto del copón, al ver la Tierra tomada por extraterrestres, tan sucia como siempre, hiperpoblada, más que superpoblada, con gente que no parece haber aprendido nada de toda esta movida, y de las otras que nos habrán golpeado en los mil años que nos quedan. Yo, en cambio, me he sentido tan a gusto, como en casa, en el mundo de Fry y Bender, porque ya son muchos los episodios, y mucha la familiaridad, y el cariño, que tengo con ellos. Y, porque además, no me llevo a engaño. Estos días me han preguntado ya cien veces por las redes sociales: ¿vamos a aprender algo de todo esto? La respuesta, obviamente, es no. El homo sapiens no da para más. El capitalismo y la estupidez no habrán alcanzado el famoso “pico” ni siquiera en el año 3002. Queda mucho por remar. Y las mutaciones del ADN, ay, que podrían transformarnos en otra especie más luminosa, son más lentas que los caballos de los malos.


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Futurama. Temporada 2

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Futurama es una serie animada que me hace reír, y mucho, incluso en estos tiempos de sombras y apagones. Llevo varias semanas sopesando la posibilidad de cambiar mi foto en internet por una imagen de Bender, que es ese robot puñetero, vitriólico, que habla sin filtro para descojonarse de los humanos y de la hoguera de sus vanidades. Bender es ahora mismo mi inspiración poética y mi referencia filósofica. El autor más citado en mis peroratas de barra de bar y de mesa de cafetería.  Me parto el culo orgánico con sus ocurrencias y sus maldades.

    Pero en realidad, como sucede con todas las grandes comedias del cine y de la tele – y también con las comedias más inspiradas de la vida real- por debajo de Futurama fluye un río muy negro de misantropía y de poca esperanza en el futuro. Matt Groening y David Cohen han imaginado un año 3000 en el que la raza humana sigue más o menos como está ahora, estupidizada por los gadgets, comodona e irresponsable. La Tierra del futuro está llena de novedosos inventos, de sorprendentes hallazgos que garantizan el rendimiento energético y la bonanza de los cultivos, y los humanos ya pueden viajar a planetas lejanos como quien ahora coge el coche y se presenta en la playa, o en Móstoles, a arreglar unos papeles. En el año 3000 todo es más rápido y sencillo para los nietos de nuestros tataranietos, que disfrutan de mucho tiempo libre para holgar, para hacer el tonto, para disfrutar de los neodeportes que siguen dando por la tele en horario de máxima audiencia.


 
    Lo más desesperanzador en el año 3000 de Futurama es que la inteligencia artificial, lejos de superar las capacidades del Homo sapiens, se ha quedado a su misma altura intelectual, y los robots, que necesitan ingerir grandes cantidades de alcohol para no oxidarse, caen en las mismas ruindades y extravagancias que los ingenieros que los crean. Ni siquiera los extraterrestres, que en otras películas vienen a iluminarnos el camino del progreso, pintan gran cosa en la sociedad multibiótica de Futurama. La exobiología imaginada por Groening y Cohen no da para tirar grandes cohetes, la verdad. Todas las especies que visitan la Tierra, o que son visitadas por los terrícolas, viven atrapadas en el conflicto irresoluble entre la satisfacción del instinto y la presión de la cultura. La maldición freudiana que al parecer trasciende los ámbitos de nuestro planeta, y del Sistema Solar.

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Futurama. Temporada 1


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“Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, decía un aristócrata en El Gatopardo, temeroso de que Garibaldi y sus camisas rojas acabaran con los privilegios de su clase. Esta frase se ha usado tanto en las facultades de Ciencias Políticas y en las tertulias de los políticos aficionados -allá en los bares donde arreglamos el mundo con cuatro chatos y cuatro tapas de callos con garbanzos-, que ya suena realmente a cliché, a sentencia resobada, y hasta siento un poco de vergüenza al recordarla. Pero lo cierto es que encierra una verdad como una casa de grande. Tan grande como una mansión de la vieja aristocracia siciliana a la que pertenecía el mismo Tomasi de Lampedusa. Una casta detestable de ésas que denuncia Pablo Iglesias en sus alegatos, y que sobrevivió, ciertamente, a todos los avatares de la historia -fascismo y Franco Battiato incluidos- y que seguramente, en el año 3000 de Futurama, todavía seguirá sin dar un palo al agua entre los olivares que trabajarán unos robots que nunca ondearán banderas rojas cada primero de Mayo.



    Matt Groening -que traía la mente preclara- y David X. Cohen -que traía la mente científica- se juntaron en 1999 para crear una serie de animación que en realidad viene a decir lo mismo que decía Lampedusa: que en el año 3000 todo habrá cambiado, pero todo seguirá más o menos igual. Cuando el tontolaba de Fry despierta de su criogenización involuntaria mil años después, no se extraña gran cosa de lo que ve: hay robots parlanchines que se emborrachan bebiendo cervezas, alienígenas multiformes que hacen turismo por las calles, y mujeres guapísimas de un solo ojo que trabajan para empresas intergalácticas de paquetería. Los coches atestan el tráfico aéreo de las ciudades, las anchoas se han extinguido incluso en el mar Cantábrico de Revilla, y el béisbol se juega en estadios cúbicos con la bola atada a una cuerda. Pero por lo demás, ni Philip Fry, ni los espectadores que ya estábamos un poco cansados de Los Simpson y hemos redescubierto en Futurama el descojone padre y la inteligencia madre, nos rascamos mucho el cogote cuando descubrimos las maravillas que conocerán los nietos de nuestros tataranietos.

    Un milenio no es nada en la evolución de las especies que enseñó el abuelo Darwin. El homo sapiens lleva cien mil años siendo más o menos el mismo, y entre el pintor de las cuevas de Altamira y el dibujante jefe de Futurama apenas hay un teléfono móvil de diferencia. Dentro de mil años, nuestro ADN muy poco modificado seguirá jodiéndolo todo, amando a morir, odiando a degüello, refugiándose en el sentido del humor cuando la tarde del domingo se vuelva insoportable, y alguien ponga en el DVD una serie de animación que fantaseará con el año 4000 de nuestra era…



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El fin de la comedia

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Un siglo después de que Friedrich Nietzsche proclamara la llegada del superhombre, Matt Groening dibujó al infrahombre definitivo, Homer Simpson, crisol de todos los defectos y de todas las estupideces, y enterró para siempre el sueño de una humanidad que evolucionaba hacia la cumbre.

   En aquel huevo interestelar que imaginara Arthur C. Clarke no se acercaba el nuevo hombre trascendido, sino un cerdo con poca pelambrera y escasas luces que se rascaba el culo, se emborrachaba con los amigotes y provocaba accidentes nucleares con su tontuna de trabajador sin cualificar. Un retroceso en toda regla. La desevolución que tarde o temprano nos devolverá a los árboles para rascarnos los sobacos. Nadie que haya leído Así habló Zaratustra se reconoce en ese sujeto que Nietzsche profetizó: demasiado listo, demasiado preclaro, demasiado guapo, incluso, si el libro hubiese venido con ilustraciones. En Homer, sin embargo, todos nos vemos reflejados: a veces un poco -en alguna tontería, en algún pecadillo venial- pero casi siempre mucho, y muy gravemente, en escalofríos que recorren la espina dorsal y que disimulamos con una carcajada que asusta a nuestros propios retoños, que sólo estaban allí para descojonarse con las tropelías y los trompazos de este mentecato sin parangón. Homer es todos nosotros, los hombres débiles, volubles, perezosos, desinformados, manipulables, cobardes, insolidarios, calvos incipientes y barrigudos ya consagrados. El reverso oscuro de nuestra tonta presunción, y de nuestro falso orgullo.




    Digo todo esto porque hoy he vuelto a ver El fin de la comedia, que es una sitcom que nada tiene que envidiar a las series americanas de las que bebe, y he descubierto que el personaje de Ignatius Farray es en realidad un Homer Simpson en carne y hueso, impreso en 3D, como aquel Homer que un día se escondió en el armario para huir de sus cuñadas y apareció en nuestro mundo de manos con cinco dedos. El alter ego de Ignatius es un tipo que también produce escalofríos cuando uno le ve penar por la vida, con su humorismo sin gracia, su exmujer que lo maltrata, sus vecinos que lo miran mal, sus ligoteos sin happy end, sus meteduras de pata en cualquier lugar y circunstancia. Un tipo gordo, poco agraciado, con mirada de pánfilo o de chiflado según salga la luna, al que no le sirve de excusa tener un gran corazón y buscar siempre la mejor de las intenciones. Ignatius II es un fulano como cualquiera de nosotros, los espectadores decadentes, que lo vemos, y simpatizamos, y nos descojonamos con sus desventuras. Un bípedo implume que al igual que los patos, cada vez que se para a tomar una decisión, deja una cagada en el suelo. 


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