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No me gusta conducir

🌟🌟🌟🌟🌟


No tengo carnet de conducir. Nunca lo necesité para sobrevivir. Siempre me las apañé para tener el trabajo a tiro de piedra o a pedal de bicicleta. Supongo que hice de la necesidad virtud y así me fui conformando. Si por algún revés tuviera que sacarme ahora el carnet -¡vade retro!- aún tendría cinco años más que el personaje de Juan Diego Botto, que ya se presenta en la autoescuela con el arroz pasado y hasta casi socarrado. Lo mío no sería hacer el ridículo, sino lo que venga después en la escala Fahrenheit.

Ahora mismo, por ejemplo, en La Pedanía, tengo el colegio a 400 metros, dos supermercados a otros tantos y la farmacia solo un poquito más allá. Suficiente para ir tirando. Ni los bares necesito, aunque aquí los haya a decenas. Para eso pago religiosamente el Movistar +. Luego, si tengo que bajar a Ciudad Capital para ir a los médicos, o para rellenar las burocracias, tengo un autobús cada quince minutos que me deja allí en otros tantos. Y si no, tiro de la bicicleta, jugándome el pellejo en estas tierras bárbaras tan distintas de Ámsterdam o de Copenhague.  

Cuento todo esto a título informativo, nada más. No para presumir de ecológico o de listillo. Que se lo digan, si no, a mis pobres parejas, que todas llegaron con coche y todas hicieron de chófer para este comodón de la pradera. Sin carnet he ganado calidad de vida por un lado pero la he perdido por el otro. Soy muy consciente de ello. Supongo que son las gasolinas que entran por las que salen. 

Solo quería explicar que desde el primer momento me quedé enganchado a esta serie. Mis padecimientos en la autoescuela serían exactamente los mismos que estos de Juan Diego Botto: sus torpezas, sus cabreos, sus comeduras de tarro... Y sobre todo, ese irritante complejo de inferioridad: cómo podemos ser tan listos para unas cosas y luego tan incapaces de llevar un coche como hacen los garrulos de los pueblos y los analfabetos de la ciudad. Es como si ya no pudieras reírte de ellos o mirarles por encima del hombro. Ante el desafío de un volante se tambalearía mi escala de valores. Casi darían ganas de replanteárselo todo. Sería una prueba demasiado exigente.



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Justi&Cia

🌟🌟🌟

Uno -que lleva dentro a un Che Guevara que jamás encontró el valor ni la oportunidad de tirarse al monte- agradece la mala hostia vengativa que van dejando Justi y su compinche Cia por la geografía española, como unos modernos Don Quijote y Sancho Panza a lomos de la Carboneta. Y además son de León, coño, o al menos trabajaban en las minas de León, antes de que la política energética y el latrocinio empresarial cerrara los negocios. Y uno, que es del terruño, y que simpatiza con su causa, lo pone todo de su parte desde el primer fotograma, que es una panorámica de la ciudad con la Pulchra Leonina recortada sobre el cielo. Que uno será ateo, coño, pero la Catedral es muy bonica, y de algo hay que presumir cuando se conversa con otros provincianos de la península.


       Justi&Cia es una película necesaria porque alguien tenía que poner en celuloide, o en digital, esta fantasía delictiva que otros sólo soñamos en lo más crudo de los telediarios, o en lo más encarnizado de las tertulias. Esto sí que es hacer justicia verdadera, y no paripé carcelario, con los corruptos que siempre escapan de rositas. Justi y Cia, con sus mordazas, sus cintas aislantes, sus pollas de goma, se encargan de sublimar nuestra agresividad durante un ratico después de comer, y eso sirve de terapia para nuestra buena salud de ciudadanos. 

    Pero Justi&Cia, con ser necesaria, no es suficiente. Como divertimento revolucionario te hace levantar el puño casi sin querer, como hacía a la inversa el doctor Strangelove, pero como película deja de interesar a la media hora. Demasiadas arritmias, demasiadas lagunas, demasiadas preguntas en el aire. Con otra película uno hubiera desistido del empeño, y se hubiera puesto a zapear por los canales deportivos, o a juguetear con el teléfono móvil. Pero Justi y Cia, que ya son los Batman y Robin de León, se merecían el apoyo moral de nuestra mirada. Y Álex Angulo, el homenaje.


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Todas las mujeres

🌟🌟🌟🌟

Hace cuatro años, en el canal de pago TNT, Mariano Barroso estrenó una serie titulada Todas las mujeres que solo vimos el Tato y yo. La serie era cojonuda, extraña, muy alejada de cualquier culebrón de los que copan el prime time. Un experimento ideal  para los paladares exquisitos de quienes apoquinamos un servicio. Pero la audiencia, al constatar que no había ni tiros ni persecuciones, ni psicópatas ni tías en bolas, decidió pasar del asunto. La serie pasó por TNT con más pena que gloria. Creo que luego la echaron por los canales convencionales, a altas horas de la madrugada, para hacerle la competencia a los adivinos tronados y a los anuncios del Whisper XL. El año pasado, en un intento de reflotar el invento, Mariano Barroso refundió los seis episodios en una película de estreno en salas comerciales. Le salió un largometraje de hora y media que ganó por fin varios premios y alabanzas, pero que se dejó en la sala de montaje otra hora y media de espectáculo actoral, y de diálogos impagables.


             Todas las mujeres cuenta las desventuras laborales y sexuales de Nacho, un veterinario que decide robarle cinco novillos a su suegro para venderlos de extranjis, y sacarse una pasta gansa para los vicios. Descubierto en el empeño, y antes de enfrentarse a la justicia de los picoletos, Nacho, que es un tipo solitario y sin amigos, tira de agenda para solicitar ayuda a las mujeres de su vida. Por su cabaña en el campo desfilarán esposa y amantes, madre y abogadas. Eduard Fernández se come las escenas a bocados, en una representación patética del cuarentón venido a menos, del macho hispánico que se descubre derrotado por la vida. Fernández es un actor bestial, brutal, de los que se vacía en cada película. De los que te crees a pies juntillas en cada gesto y en cada palabra. Yo he fundado un club de admiradores heterosexuales en este pueblo y de momento, conmigo, ya somos uno. 

    Las actrices que acompañan a Fernández en Todas las mujeres también le dan una réplica contundente. Hay entre ellas, además, para satisfacción del antropoide que ve conmigo la televisión, unos cuantos bellezones que alegran mucho la función. Aquí descubrí a Michelle Jenner teñida de morena antes de que las marujas interesadas en la Historia la conocieran teñida de rubia. Ahí conocí a esta actriz llamada Marta Larralde que siempre anda en series que no veo, y en películas que no descargo, como si los dioses de la cinefilia hubiesen decidido mantenernos en la distancia y en la incomprensión. Max, mi antropoide, al que muchos recordarán de otros romances anteriores, se lo ha pasado pipa con el espectáculo de Todas las mujeres. Al final de la función hemos aplaudido al unísono, pero creo que no hemos valorado las mismas cosas en la película de Barroso.




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