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El incidente

🌟🌟🌟

En realidad los seres humanos ya lo estamos haciendo: suicidándonos. No es necesario que una toxina altere nuestros neurotransmisores para quitarnos la vida con lo primero que pillemos. Ya nos estamos suicidando de a poquitos, paso a paso, como bebés que aprendieran una técnica sostenida. 

Después de ver una película de catástrofes ecológicas siempre pienso que nuestro fin no será tan espectacular como estos de las películas. Iremos menguando en número, desapareciendo poco a poco de los ecosistemas, hasta que ya todo sea un lodazal desértico o improductivo. Dentro de unos cuantos siglos habrá un último hombre -o una última mujer- que ya no encontrará a nadie con quien aparearse y pondrá fin a esta historia tragicómica de paraísos y basureros que comenzó con Adán y su costilla. 

Mis vecinos de al lado -yo los observo sin querer- cogen el coche a todas las putas horas para hacer recorridos ínfimos por La Pedanía. 400 metros para llevar a los hijos al colegio y luego regresar, por ejemplo. Podrían enviarlos solos, caminando, que ya son mayorcitos, o en caso de padecer el síndrome de Madeleine, acompañarles en un corto paseo hasta allí. Pero no: para esa mierda de desplazamiento cogen el buga, que además es un buga de la hostia, a tope de humos por el tubo. Es el mismo buga con el que luego el padre hace la ronda de los bares, que están a la misma distancia del colegio, y con el que luego la madre se presenta en la peluquería o en el centro cívico a salvar lo poco que le queda de belleza, entre secadoras de pelo y ejercicios de Eva Nasarre. Todo eso, por supuesto, también está al lado de los colegios. 

Estos dos indeseables ecológicos tendrían que ser los primeros en suicidarse si las plantas de La Pedanía se comportaran como las plantas de Shyamalan, inteligentes y vengativas. La próxima vez que pasaran por delante de ellas, zas, una buena andanada de toxinas, para que ya no llegaran vivos al hogar. El problema es que las toxinas no distinguen entre los que conducen y los que van en bicicleta. Por dentro, todos somos los mismos monos sin pelaje. Apenas un 0’0001% de genes marcan la diferencia.




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Infiltrados

🌟🌟🌟🌟


Siempre he pensado que en nuestro colegio también hay un infiltrado, o una infiltrada, tomando nota de nuestros desaciertos y nuestros descarriles. Alguien que trabaja en la sombra para la Dirección Provincial, o para la Consejería de Educación, o quizá, directamente, para el Ministerio de Madrid, apuntando en un documento secretísimo los permisos excesivos, los desatinos didácticos, las cosas que se dicen en la sala de profesores cuando uno se desata la corbata, o una se suelta la sandalia, y entre el café y las pastas Cuétara se da rienda suelta al hartazgo o a la desilusión.

Según mi teoría, en todos los centros existe un maestro -o maestra, o maestre, joder con la neolengua- que pertenece a un cuerpo secreto de soplones que serían nuestros Asuntos Internos de las películas americanas. Diplomados en Magisterio que un día fueron citados en el despacho de un mandamás y seducidos por el lado oscuro del chivatismo, y del sobresueldo. O quizá, simplemente, como Leonardo DiCaprio en la película, funcionarios entusiasmados con servir al sector público denunciando sus grietas, sus telarañas, sus aspectos mejorables, y sus pecadores de la pradera.

Lo sospecho, pero nunca he conseguido desenmascarar a nadie. Por el colegio -y ya llevo 22 años entre sus pasillos- ha pasado gente que estaba obviamente sobrecualificada para estas labores, y que nadie entendía muy bien qué pintaba allí, pudiendo ganarse la vida en otros escalones más elevados de la pedagogía; y también, claro, gente obviamente subcualificada, inútiles de llevarse uno las manos a la cabeza, e inútilas de pensar uno mismo qué pinto en este barco. Gente desubicada, fuera de contexto, que sin embargo, por ser tan evidente su extravagancia, no tienen pinta de ser los topos que yo busco. Creo, más bien, que el infiltrado, o la infiltrada, es alguien del montón, funcionario de carrera, establecido, acomodaticio y cumplidor, sin muchas luces ni demasiadas sombras, el docente gris  de toda la vida. Alguien que no destaca, pero que tampoco hace el ridículo, ni avergüenza a la profesión. Alguien, no sé, como yo.





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Ted

🌟🌟🌟

Si a Ted le quitas la sorpresa del planteamiento, la canción de los compitruenos -que mi hijo y yo canturreamos cuando arrecian las tormentas en La Pedanía- y cuatro chistes que todavía conquistan a los que no hemos superado el "caca, culo, pedo, pis" de la película de Enrique y Ana, lo demás, la película des-tedizada, es una comedía romántica de lo más tontorrón y previsible. Una TV movie de las que pasan por el Disney Channel a las cuatro de la tarde, con el sello sanitario para los jovenzuelos alegres de Kentucky.

    Pero da la casualidad, como diría Ignatius Farray, de que en Ted sale Ted, el osito que es como un huracán peludo, como un tipo salido de las comedias de Kevin Smith: el amigo perdido de Jay y Bob el silencioso. Y yo, la verdad, que ya digo que tengo cuarenta y seis tacos y es como si tuviera dieciséis, o diecisiete, me parto el culo con el jodido muñeco, con su lenguaje soez, con sus chistes de doble filo. Con sus jodiendas carnales y verbales. Y es como si volviera a estar de risas con un amigo cualquiera de la adolescencia, sentados en el banco donde "junábamos a las jais" y nos entreteníamos contado chistes de ojetes y lefas, de pollas y culos, esperando como unos tontos del ídem que alguna de ellas se detuviera a nuestro lado reclamada por las risotadas.

    Treinta años más tarde, sentado con mi hijo en el sofá, no se sabe muy bien quién es el hombre adulto y quién el vástago que se despliega. Uno debería guardar las formas, el recato, mantener una pose como de hombre que ya va enfilando los cincuenta años, con sus gafas de arcipreste, sus canas de político, su vesícula ya incinerada en el quemador del recinto hospitalario. Pero no me sale, tal teatralidad. En otro contexto disimularía y me haría el hombre ya hecho mayor y templado. Pero aquí, en mi casa, en mi sofá, hay confianza, y mientras Ted suelta sus paridas yo sonrío con dentadura de babuino, y puedo aporrearme el pecho y enseñar las encías como el chimpancé que resiste vivo bajo la piel.





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Todo el dinero del mundo


🌟🌟🌟

De niño leí muchas aventuras del tío Gilito en la revista Don Miki, siempre acompañado de su sobrino el pato Donald y de sus sobrinos-nietos Jorgito, Jaimito y Juanito. Pero a pesar de ser un millonetis con extensa y palmípeda parentela, no recuerdo que alguna vez tuviera que pagar unos cuantos millones de dólares por el rescate de algún familiar. Presumo que se quejaría amargamente, que pasaría una noche en vela abrazado a sus monedas relucientes en el silo, y que luego, a la mañana siguiente -porque al final el tío Gilito tenía su pequeño corazoncito- daría su autorización para que unos cuantos camiones salieran cargados en dirección al punto indicado por los Golfos Apandadores, que solían ser los malos de la función.

    En Todo el dinero del mundo, J. Paul Getty  -el hombre más rico del mundo por aquellos días gracias a la crisis del petróleo- también clama al cielo cuando se entera del secuestro de su nieto en Italia: J. Paul Getty III, Getty de su Getty, sangre de su sangre, aunque ya un poco desleída por la molicie vital y por el apellido de la madre. Pero a diferencia del tío Gilito, J. Paul Getty apenas guarda dinero en efectivo en su mansión británica un poco a lo Xanadú, un poco al palacete del señor Burns en Los Simpson -con el que Christopher Plummer guarda un curioso e inquietante parecido físico. Así que decide abrazarse a sus numerosas obras de arte en las que ha invertido gran parte de sus legales e ilegales latrocinios.

    Si el magnate hubiera tenido el corazón del tío Gilito, nos habríamos quedado sin película, y sin hecho real en el que basarla, y yo no estaría aquí intentando salir del atolladero de mi escasa imaginación. El secuestro de J. Paul Getty III se hubiera resuelto como tantos otros nada peliculeros: un pago y una entrega. Y punto pelota. Pero Paul Getty, ensimismado en la belleza de sus posesiones, temeroso de que sus nietos fueran secuestrados uno a uno hasta desangrarle, prefirió quedarse allí, abrazado a sus cuadros y a sus esculturas, impertérrito al sufrimiento y a las exigencias. Un corazón de pedernal, el del abuelete, con el que Ridley Scott ha cincelado una película correcta, entretenida, sin mucho fu y tampoco demasiado fa. Solo para engrosar la filmografía, y para que nosotros pasemos un rato muy entretenido en internet, buscando la true story de esta familia tan rica y tan retorcida. El oxímoron.


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Boogie Nights

🌟🌟🌟🌟

Se ha puesto de moda, en las revistas de cine, preguntar al entrevistado por el alias que habría elegido en caso de haber trabajado en una película porno. Algunos improvisan cualquier chorrada para salir del paso, y disparan nombres sin gracia ni salero. Otros, en cambio, que tal vez han leído el cuestionario con anterioridad, y saben a lo que vienen, traen a la entrevista respuestas muy cachondas y muy bien pensadas. Yo también le dedico unos cuantos segundos a la pregunta, cada vez que me la topo, como si fuera el entrevistado molón haciendo promoción de mi película, pero nunca se me ha ocurrido una gracieta que dejara sonrientes a los lectores y seducidas a las lectoras. 

    Aunque Max -que es el antropoide que vive dentro de mí- desearía que yo me hubiese dedicado al noble oficio del bombeo seminal, uno, que es el homúnculo encargado de poner cordura en este gallinero de mis instintos, nunca se vio en semejante papel. Nunca hubo oportunidad, ni intención, ni centímetros suficientes en caso de haberse presentado al cásting en Madrid, que me imagino, que son allí. He de confesar, para los que leen mis escritos y piensan que soy un réprobo al estilo del Marqués de Sade, encerrado en este manicomio autoimpuesto de mi habitación, que ni siquiera he protagonizado uno de esos vídeos amateur que pueblan las páginas gratuitas en internet, una de esas cutreces con polvos llenos de pelos y lorzas disimuladas por las sombras. Para qué, digo yo, si no hay cuerpo que enseñar, ni gimnasias de las que presumir, ni técnicas novedosas que legar a las próximas generaciones de pornógrafos. 




Con estas consideraciones he ido rellenando las escasas distracciones que permite el ritmo endiablado de Boogie Nights, la película de Paul Thomas Anderson. Es imposible no verla sin que uno se pierda en estos enredos mentales, porque las neuronas espejo no descansan mientras la película está en marcha, y contemplar las tribulaciones de un actor porno e imaginarse uno de la misma guisa, puesto en acción, forman parte de la misma experiencia, de la misma conciencia, como sales indisolubles en el magma del pensamiento. Si Eddie Adams, el chico de los treinta centímetros de Boogie Nights, encontró su apodo sonoro en "Dirk Diggler", yo sigo sin encontrar el alias que hubiese hecho justicia a mis artes amatorias. Algo de un oso en invierno, quizá, por las grasas y por los pelos, pero no acabo de acertar con la sonoridad.
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