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Insidious. No tengas miedo a la oscuridad.

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Insidious y No tengas miedo a la oscuridad son dos películas del género “casa encantada”. O sea: pasillos oscuros que se doblan, puertas chirriantes que se abren y fantasmas que aparecen de sopetón al mismo tiempo que suena un bocinazo en la banda sonora. Las hemos visto mil veces... Sólo cambian las casas en sí, y las caras desencajadas de los panolis desventurados.  No sé para qué las siguen haciendo, y peor aún: no sé  por qué las sigo viendo yo. Me asustan, y nada más. Pego tres o cuatro respingos en el sofá y luego paso el resto de la película maldiciendo mis bostezos. Son esas cosas mías que no tienen explicación, después de cuarenta años de introspecciones baldías. De psicoterapia autoaplicada, casera y gratuita. Las películas de susto o muerte son una infección que se ha venido conmigo en todas las maletas, adonde quiera que he trabajado, adonde quiera que he vivido, viajando de polizonte no deseado. Como si fueran un fantasma, precisamente.

Habría que redefinir, de todos modos, los términos. ¿Por qué a estas películas las llaman de terror cuando en realidad quieren decir susto? La existencia de fantasmas debería, más bien, alegrarnos el alma, pues más allá del miedo que causan sus apariciones, ellos serían la prueba irrefutable del más allá. La certeza ectoplásmica de que vamos a seguir rondando por aquí, incorpóreos, celebrando los goles, asustando a los enemigos, echando una mano transparente a los amiguetes. Son celebraciones encubiertas de la alegría, las películas de susto. Las de terror son otras muy distintas, terrenales y pedestres. Margin Call, por ejemplo, o Inside Job. Con éstas sí que te cagas en los pantalones. En ella, homínidos avariciosos y muy bien trajeados planean cómo arruinarte la vida en sus clubs de golf, en sus despachos sobre Manhattan, en sus restaurantes de cinco tenedores paladeando vinos muy caros. Estos tipos sí que dan miedo. Los psicópatas del billete... Los que te joden de verdad el sueño y la salud. El futuro de tus retoños, atrapados en el proletariado sin esperanzas. Y no los fantasmas de estas películas tontas, escondidos en los armarios, o en los desvanes de las casonas, que sólo son muertos que vienen a traernos el evangelio de una nueva vida. Aunque sean unos pelmazos sin el don de la sutileza. 




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Margin Call

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Veo, en dos tandas de cuarenta y cinco minutos cada una, porque el sueño de la siesta es poderoso y tiránico, y no conoce aplazamientos ni concesiones, Margin Call, esta película que aborda las horas previas al hundimiento de un banco inversor que recuerda mucho, pero mucho, joder qué casualidad, a la estética y a la moral de Lehman Brothers.

        A Margin Call se le agradece que no trate de explicarnos, a los espectadores que no leemos las páginas salmón de los periódicos, cuáles son los mecanismos financieros que dieron al traste con el negocio de las hipotecas y los castillos en el aire. Uno ya escarmentó en su día con Inside Job, que era un documental que prometía explicarlo todo y nos dejó igual que estábamos, porque no conocemos la germanía, ni entendemos las matemáticas, ni nos aclaramos con los conceptos. Y porque sospechamos, además, que nadie nos contará jamás la verdad última del asunto, la arquitectura oculta del desaguisado, por muy didácticos y radicales que se pongan los documentalistas y los cineastas. Pues la cruda verdad, la simple y siniestra, es la que financia sus proyectos profesionales, y paga sus hipotecas, y al final siempre hay un alto ejecutivo en el despacho que grita: "¡Hasta aquí hemos llegado!"




        Se le agradece también, a Margin Call que ponga frente a frente, en duelos diálecticos de primera categoría, con mucha filosofía del egoísmo y mucha reflexión sobre la avaricia, a dos tipos como Jeremy Irons y Kevin Spacey, que en los amplios salones que dominan Manhattan se visten para la esgrima con trajes de ejecutivos sin alma, y toman sus floretes muy afilados para brindarnos una lucha épica de estocadas finísimas, de fintas elegantes, de una agresividad animal enmascarada con formas exquisitas. Qué fulanos. Impagables. En Margin Call, y en todas las demás.


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