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Divorcio a la italiana


🌟🌟🌟

Nos reímos mucho, de los italianos, cuando los vemos en las viejas comedias de blanco y negro, porque siempre van como acelerados, gesticulando, hablando ese idioma que lo mismo sirve para el desamor de las óperas que para el humor de los vodeviles. Fueron tiempos duros, los del neorrealismo, porque las ciudades estaban en ruinas, y la gente pasaba hambre, y algunos robaban bicicletas para ir a trabajar. Pero pasado el trago, y reconstruido el mapa, los italianos se encontraron de nuevo con el jolgorio de vivir, y retomaron las comedias donde el enemigo común ya era el mismo de siempre, el de toda la vida bélica o no bélica, fascista o no fascista: la Iglesia sempiterna, fundada por San Pedro en el mismo centro de su geografía, vigilando el mundo moral con el ojo triangular que flota justo en la vertical del Vaticano. El mismo ojo que a muchos kilómetros de distancia, nos acojonó de niños, y nos acomplejó en la adolescencia, pero que luego extirpamos de una patada voladora al descubrir que tras sexo no se abrían los infiernos, ni nos pinchaban el culo desnudo con un tridente…



    Yo tuve un amigo en León que vivía justo debajo de la colina donde estaban los repetidores de televisión, y era, de toda nuestra pandilla, el que peor señal tenía: la Primera le entraba según los días, y la Segunda, que entonces era el UHF, según las ventoleras, porque el efecto de las ondas hertzianas empezaba un poco más allá. Algo así les pasaba a los transalpinos con la Iglesia,  en los tiempos de Divorcio a la italiana, que de vivir tan cerca de sus homilías ya ni las escuchaban, o les llegaban distorsionadas, y podían burlarse de ellas como un feligrés haciendo pedorretas justo debajo del púlpito, donde el cura no le ve. Obsesionados con el sexo como cualquier católico reprimido, los Mastroiannis de la vida se lanzaron a la comedia bufa sobre el matrimonio y el adulterio, y como en la vida real todo era más bien triste y carcelario, en la ficción se les volvía la mente calenturienta, y el humor muy negro. Negrísimo...



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Rufufú

🌟🌟🌟🌟

Habrá sido la casualidad, o el subconsciente, que trabaja de videotecario en mis cloacas, pero el mismo día que veía los nuevos episodios de La casa de papel -con ese atraco a lo grande, a lo Hollywood de Madrid- horas después, por la noche, en la fresca que decían nuestros mayores, apareció en mi televisor Rufufú, que es como La casa de papel pero en un cómic de Mortadelo y Filemón, Mortadellini y Filemoncello. 

    Rufufú es como un remake de Ocean’s Eleven protagonizado no por George Clooney y Brad Pitt, sino por Pepe Gotera y Otilio, que eran los personajes más merluzos del universo Bruguera, que ya es mucho decir, tanto que se han quedado en el habla popular para referirnos a la chapuza nacional: un concepto eterno, transversal, tan nuestro ya como el chorizo o como el político corrupto.

     En Rufufú hay un Giuseppe Gotera que recibe el soplo de un trabajo sencillo -el robo con butrón de una caja fuerte que no está, por supuesto, en La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre- y un Otiliani que lidera a la banda de incapaces que intentarán perpetrar el robo, nefastos, bobalicones, unos gualdrapas que se prestarían a cualquier chanchullo con tal de no trabajar, porque entre la clase alta de Roma y la clase proletaria todavía quedan ellos, honorables, ni siervos ni amos, con las manos limpias de hollín y de yeso, descendientes de los hidalgos caballeros que se ganaban el pan duro sin encallecerse las manos.

    Rufufú es una película de posguerra italiana casi contemporánea de La dolce vita. Está ambientada en los mismos barrios de Roma que Marcello Rubini jamás pisaba, tan lejos todo de la Via Veneto, y de las mansiones en las colinas, de los putiferios de alto standing donde le hacían las pajas con guante de terciopelo. Hay, sin embargo, un hermano gemelo de Rubini que figura en la banda de maleantes, uno que fue separado al nacer y criado en otro ambiente menos lustroso y edificante. Por ahí anda, en efecto, Marcello Mastroianni, haciendo de mentecato ejemplar, sirviendo de estudio para los genetistas de la conducta, que buscan en los gemelos separados al nacer el Santo Grial que nos explique.






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La dolce vita

🌟🌟🌟🌟

En las películas del neorrealismo italiano, los trabajadores se ganaban el pan entre las ruinas de los bombardeos. Pero al fondo de los planos ya aparecían las primeras grúas de la reconstrucción, que es el negocio más lucrativo de cualquier posguerra civil o mundial. Federico Fellini, quizá cansado de ver tantas películas de ladrones de bicicletas y de mujeres obligadas a prostituirse, contó en La dolce vita cómo vivían los aristócratas que se forraban con la recalificación de los terrenos, y los burgueses que construían los bloques de pisos en los arrabales. 

    En el neorrealismo se follaba poco, y mal, porque la prioridad de la vida era conseguir un empleo, alquilar una covacha, y dar de comer a los hijos hambrientos. Los polvos eran tristones, casi protocolarios del sábado por la noche. Pero aquí, en La dolce vita, las clases pudientes se pasan las jornadas laborales y festivas -porque ellos no conocen esa distinción- jodiendo alegremente, en guateques que comienzan nada más terminar el reposo del anterior. En los pisos más caros de Roma, y en las mansiones más exclusivas de las colinas, los ricos de toda la vida, y los ricos que se van sumando a la fiesta, montan orgías a la antigua usanza de sus gloriosos antepasados: los romanos de la copa de vino y del racimo de uvas suspendido sobre la boca.

    Y allí en medio, ejerciendo como cronista de sociedad, pero metiendo cebolleta cuando puede, está Marcello Rubini, que se lo pasa en grande acostándose con las baronesas borrachas, con las ricachonas infieles, con las estrellas de cine deprimidas… Marcello apenas tiene tiempo de escribir sus artículos porque los saraos se suceden día y noche, ora en el Aventino ora en el Quirinal. Marcello, tan guapo, tan simpático cuando se baja las gafas de sol hasta la punta de la nariz, siempre tiene una mujer pendiente de sus favores sexuales. Sin embargo, para sorpresa de muchos espectadores,  Marcello no es feliz. En cada resaca de alcohol y sexo, él sueña con una vida distinta, doméstica, en la que hace feliz a su novia decente y escribe la novela del siglo que ahora no tiene tiempo para estructurar. Esa vida que nunca llega transcurre como un río subterráneo que él jamás explora porque en la superficie hay manantiales de sobra. De vivir desgarrado entre dos vidas incompatibles, prefiere, de momento, quedarse en el lado orgiástico de la verbena. Nos ha jodido.




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Ocho y medio


🌟🌟🌟🌟

Cuando la película del día no deja un pensamiento decente que traer a este blog -un aprendizaje, un chascarrillo, un hilo del que tirar- me pongo a escribir sobre la incapacidad de la escritura, y salvo los muebles como puedo. Si no puedo decir nada enjundioso, explico, al menos, las razones de mi incapacidad. Como un cantante con la voz tomada que sale al escenario no para cantar, sino para explicar a su grey que anda cascado porque pilló un resfriado, o porque tiene un chiquillo que no le deja dormir. Es otro tipo de intimidad, y de comunión, con los seguidores. Con los  cuatro gatos del callejój, que me leen a escondidas.

    Como hace Fellini en Ocho y medio, salvando las distancias, que para salir de un atasco creativo hizo una película sobre la incapacidad de hacer una película. Sólo que a él, paradójicamente, le salió una obra maestra sobre el alter ego que fracasaba, mientras que el cantante que no canta, o el bloguero que no aporta, en realidad son dos farsantes que dan gato por liebre, y que harían mucho mejor guardándose las energías para otra ocasión.

    En realidad tengo varios Ochos y medios entre estos mil y medio escritos que versan sobre mi cinefilia, y sobre mi vida disfrazada en ella. Mucha metablogueridad, si se me permite la palabra. Muchas mañanas a lo Marcello Mastroianni, o a lo Guido Anselmi, en el balneario de mi casa, o en el set de mi oficina, incapaz de saber por dónde tirar, de pronto desgastado, repetido, aburrido de mí mismo. Absorto en un lejano recuerdo, ahora que me voy haciendo mayor, y que estas memorias salen de sus escondrijos como conejos en primavera. Abrumado por las preocupaciones de la salud, o del amor, o de los fichajes fracasados del Real Madrid. Avergonzado de mí mismo, de mi impostura pseudoliteraria, de mi criterio tan poco profundo. De mi magisterio tan poco edificante. Haciendo exégesis de los sueños nocturnos, siempre embarullados y con mensajes ocultos. Reencontrado, de súbito, con un fantasma, con un miedo, con una esperanza... Zarandajas que me apartan de la labor de escribir la entrada diaria. O más bien: de emborronar el blanco virginal de un Nuevo Documento…





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La gran comilona

🌟🌟

Me senté muy animado a ver La gran comilona porque de Ferreri y de Azcona trabajando juntos yo tenía la grata experiencia de El pisito, y de El cochecito, tan celebradas en este mismo blog. El argumento de La gran comilona, además, parecía un anzuelo muy jugoso para los glotones que aún no hemos sufrido la pitopausia: cuatro hombres maduros, en pleno uso de sus facultades físicas y mentales, se reúnen en una vieja mansión a comer hasta reventar, o a follar hasta desaguarse, lo primero que llegue.

    Si el cielo de los hombres -que ha de ser, por fuerza, muy distinto al de las mujeres- es un banquete perpetuo con féminas complacientes, estos cuatro amigos han decidido que no hay mejor modo de suicidarse que anticipando el cielo en la tierra. Para qué seguir penando en este valle de lágrimas y de bostezos si uno cree a pies juntillas en el paraíso de los laicos, que es un complejo turístico en las nubes de Bespin con bufé libre, mujeres en pelotas y fútbol ininterrumpido. Un paraíso dirigido por Lando Calrissian que dista muchos pársecs del cielo prometido a los católicos y a los meapilas, que pasarán la eternidad contemplando a Dios y escuchando recitales de María Ostiz. Y viendo partidos de pádel en Teledeporte, que es el único deporte homologado por la derecha cristiana.

    Si Comer, beber, amar era una película china de "sentimientos y emociones", La gran comilona es una película francesa de homínidos que mastican con la boca abierta y se tiran pedos en cualquier rincón de la caverna. Una película escatológica, excesiva, que se va sobrellevando por las curiosidades del menú, y por las tetas que salpican la fiesta, sin que en ningún momento llegue la moraleja ni la sabiduría. Los personajes pasan dos horas en un hastío existencial que es paralelo al hastío de los espectadores. La gran comilona - de la que he pasado los últimos tres cuartos de hora con la tecla de avance- es un experimento, una provocación, una gansada. Una gamberrada, quizá, a la que tratamos de sacar enjundia metafísica mientras Azcona y Ferreri, junto al bueno de Lando Calrissian, se descojonan de nosotros en la Ciudad de las Nubes. 



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