Mostrando entradas con la etiqueta Mélanie Laurent. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mélanie Laurent. Mostrar todas las entradas

Beginners

🌟🌟🌟🌟🌟


La teoría dice que de los matrimonios fracasados salen hijos con miedo al fracaso. Con miedo a enamorarse, digo. Pero esta es otra gilipollez que dicen los psicólogos para cobrar sus pastizales o justificar sus titulaciones. Cháchara indemostrable. Y muy falsa. Nosotros, los de mi generación, los nacidos en el estertor del asesino, damos fe de que no tenemos miedo a fracasar. Nosotros seguimos ahí, en la lucha, soñando con el trébol de cuatro hojas, con la alineación de los planetas. Con el premio de la lotería. Y sin embargo, para contradecir a esos vendedores de humo, a esos estomagantes de  la palabra, casi todos venimos de unos padres que tuvieron matrimonios desgraciados, constreñidos por la pobreza o por el catolicismo. O por ambas desgracias a la vez. Por la dureza de las circunstancias. Contrayentes amargados por el miedo y la represión; acojonados por la violencia verbal y la violencia de las hostias. Y por las hostias de los curas...

Si Oliver, en “Beginners”, recuerda con amargura el matrimonio de sus padres -que lo más que hacían era tratarse con exquisita frialdad, él un gay reprimido y ella un mujer infravalorada- qué no tendríamos que recordar nosotros de nuestros padres, que fueron en su mayoría un campo de desencuentro, y una cárcel de convivencia. Oliver ha visto demasiadas películas: ése es su mal. Se ha tragado la cháchara de los psicólogos -que además en Norteamérica gozan de gran prestigio- y cuando conoce a Anna en la fiesta de disfraces se enamora como un lelo (y quién no), pero desconfía como un tonto. “Sé que voy a fracasar porque mis padres fracasaron y tal...” Qué soberana gilipollez. Qué discurso más ofensivo cuando caminas al lado de Anna. Pues mira, majo: si no la quieres para ti, deja que corra la cola.

Menos mal que Oliver tiene un perro muy sabio que le aconseja. Y que Anna -la dulce Anna, la frágil Anna, la hermosa Anna- le va a conceder una segunda oportunidad. Ella es tan hermosa como paciente; tan guapa como comprensiva. No te la mereces, so memo.



Leer más...

Enemy

🌟🌟🌟

Hace un par de días, en la radio, Antoni Daimiel aventuraba que si un día se conociera a sí mismo, un doble exacto de su cuerpo y de su personalidad, seguramente se caería muy mal y pensaría que el otro tipo -o sea él mismo- es un poco gilipollas.

    La cosa de Daimiel iba un poco de guasa, ensartada en un programa de espíritu cachondo y deportivo. Pero cuando lo puse en el Caralibro para echar unas risas, hubo gente que se rio y otra que no. Y hubo quien, incluso, llegó a llamarme por teléfono para preocuparse por el estado de mi autoestima. Yo respondí que no problem, que sólo era una coña marinera, pero en realidad pienso algo parecido a lo de Daimiel: que sería algo aterrador descubrirme un día en el colegio, verme desde fuera interactuando con la gente, sonriendo a unos y esquivando a otros, caminando por el pasillo con ese gesto encorvado que es marca de la casa, como si se me cayeran las monedas al suelo, todo el rato, y me pasara la vida siguiéndoles la pista. 

Siempre en Babia, y con cara de sueño, hasta que no atraco la máquina del café a cartera armada antes de que lleguen las barcazas de desembarco con los alumnos. Qué haría yo, en el colegio, cuando mi otro yo se cruzara conmigo y saludara con esa prisa tan mía, tan de pasar de puntillas, “buenassss…”, como derrapando en la curva, sin mucha intención de hacer un “parar y charlar”, y yo allí, con el saludo en la boca, quizá con un discurso preparado para romper el hielo, tragándome las palabras y certificando, efectivamente, que qué tío más gilipollas, el nuevo, o sea el viejo, o sea yo…

    Y será el subconsciente, o el duende que elige las películas por mí, pero esta tarde, embarcado en un miniciclo sobre Denis Villeneuve, me he topado en los caladeros de internet con Enemy, que es exactamente la atribulada historia de un tipo que se topa consigo mismo por las calles de Toronto. No con un clon, no con un gemelo,  no con un experimento del gobierno. No con una dimensión paralela del tiempo. No: con él mismo. La situación es aberrante, flipante, pero después de asumir la sorpresa de conocerse, y de compararse un poco las pollas para certificar el milagro duplicatorio, los dos hombres, rijosos y aprovechateguis, tardan muy poco en decidir acostarse con la mujer del otro, que están las dos de muy buen ver, y en principio no van a darse cuenta del cambiazo…


Leer más...

Operation Finale

🌟🌟🌟

Dicen que mi abuela, en el año 64, en la televisión del vecino rico, cuando vio saltar a los futbolistas soviéticos al césped del Santiago Bernabéu para jugar la final de la Eurocopa, exclamó, sorprendida: “¡Pero estos hombres... no tienen rabo ni cuernos!” Ella, aunque nacida en una meseta esteparia, no había visto un ruso en su vida, y los imaginaba como de otra raza, amoral y perversa, con apéndices de Belcebú y llamaradas saliendo por el cogote, como los describía en la radio la propaganda oficial.

    Tres años antes, en Jerusalén, los asistentes al juicio de Adolf Eichmann debieron de pensar algo parecido a lo de mi abuela, cuando apareció aquel tipo bajito custodiado por los guardias. “¿Y este es el nazi peligrosísimo que el Mossad fue a buscar a Buenos Aires en una odisea casi propia de James Bond...?” Cuando vieron a aquel hombre calvorota, apocado, con gafas de lente gruesa, tan poco ario y tan poco feroz, que encima hablaba con parsimonia, sin rencor, explicando su papel en la guerra como si estuviera declarando ante un tribunal de oposiciones, los israelíes debieron de sufrir una disonancia cognitiva que tal vez les perturbó en las primeras sesiones, pero que rápidamente apartaron de sus mentes. Aquel hijo de puta podía disimular todo lo que quisiera pero en realidad era un monstruo sanguinario que había gestionado los asuntos más escabrosos del Holocausto con una eficacia prusiana que helaba la sangre de cualquiera.

    Pero Hannah Arendt, que estaba allí presente como reportera para la revista The New Yorker, prefirió ahondar en la disonancia. Y poco después del proceso, en el libro que la hizo famosa, formuló el principio de la banalidad del mal que tanto ha dado que hablar en los simposios de las universidades. Eichmann no era un monstruo, ni un psicópata, ni un renglón torcido de Dios... Eichmann ni siquiera odiaba a los judíos. Él sólo era un funcionario que obedecía órdenes, sumiso y cumplidor. Los jerarcas nazis sí eran una pandilla de sociópatas chalados, pero Eichmann, para frustración del periodismo sensacionalista, sólo era un chupatintas intachable que coordinó el tráfico de los trenes de la muerte. 

    A Hannah Arendt, por supuesto, le cayeron palos por todos los lados, como si estuviera relativizando de algún modo las atrocidades cometidas por Eichmann. Mientras tanto, en la Universidad de Yale, Stanley Milgram demostraba en su histórico experimento que todos llevamos a un Adolf Eichmann en nuestro interior...




Leer más...

De latir, mi corazón se ha parado

🌟🌟🌟🌟

Los mafiosos de las películas -que imagino inspirados en los mafiosos de verdad- suelen ser tipos sin  ningún talento artístico. Para partirle las piernas al personal no necesitan saber escribir novelas o componer quintetos para piano. Basta con no tener escrúpulos, y con obedecer las órdenes del superior. 

    Lo más parecido a una obra de arte que puede salir de ahí es el gotelé de sesos en la pared, que a veces deja unas composiciones muy abstractas e impactantes, como de pintor alucinado llevado por sus demonios. El último gángster que yo recordaba con un talento que no fuera manejar la Thompson o la navaja de afeitar es Cheech, el matón de Balas sobre Broadway, que recompuso el texto teatral de John Cusack para convertirlo en una obra aclamada por la crítica. Cheech, que ya no soportaba asistir a los ensayos ejerciendo de mero guardaespaldas, reescribió las escenas más conflictivas y ajustó el casting problemático para dejarlo niquelado. Cheech es a los gángsters como los ilustrados a los futbolistas: materia de asombro y de comedia, y con ese mimbre genial hizo Woody Allen una de sus obras maestras.

    Tuvieron que pasar once años cinematográficos para encontrar, en otra época, y en otro país, a un nuevo matón con talento para las artes. Él es Thomas, vive en París, y se dedica a dar palizas a los inmigrantes que ocupan pisos abandonados o medio construidos para que no pierdan valor en el mercado. El trabajo es sencillo y bien remunerado: los okupas, asustados, nunca se oponen al desalojo, y las mafias pagan muchos euros por cada hueso que se rompe. Thomas vive a todo tren, con putas de lujo, fiestas privadas, amigos poderosos... 

    Pero Thomas no está satisfecho. En su interior, como un alien que quisiera joderle la alegría, vive un pianista que pugna por salir al exterior. Por tomar el mando de sus dedos y convertirlos en ejecutores de belleza, y no en ejecutores de los cuerpos. Son los genes de la madre, ya fallecida, los que han creado un Thomas alternativo que prefiere ganarse la vida en los escenarios y no en los callejones. Thomas es Mr. Hyde en el trabajo, Dr. Jekyll en sus clases de piano y Picha Brava en sus escasos ratos de ocio. Tres tipos en uno, como el aceite lubricante. El pianista, el matón, su padre y su amante. Parece un título de Peter Greenaway, pero es una película de Jacques Audiard, dura y sombría, como todas las suyas.





Leer más...

Malditos Bastardos

🌟🌟🌟🌟

Hay que reconocer que el mal nos fascina, y que las malas personas nos resultan más interesantes que las personas decentes. Aunque las maldigamos, y las repudiemos, y tratemos de no coincidir con ellas ni por casualidad.

       En esta contradicción entre la estética y la moral, entre el sentido de la rectitud y la cosa de la curiosidad, los nazis se llevan la palma de nuestra sugestión. No los nazis de ahora, que parecen orcos rapados si te los encuentras en el fútbol, sino los nazis fetén, los del Tercer Reich, esos que conocemos de pe a pa gracias a los documentales del canal Historia y a las películas que nos acompañan desde que nacimos. La estética de los nazis tiene un poder hipnótico sobre el mismo espectador que los odia. Sabemos de su locura, de sus fechorías, de sus crímenes sin parangón, pero mezclada con el asco hay una curiosidad malsana, una atracción culpable por esa estética imperial que al final, tras tanto sueño de grandeza, fue su único legado y el más longevo.

          En Malditos Bastardos, Christoph Waltz crea un personaje inolvidable que mereció los premios más golosos del mundillo. El coronel Hans Landa es un rastreador implacable y un ejecutor eficiente. Un hijo de puta sin entrañas. Un hombre sin moral al que la guerra, por circunstancias de nacimiento, colocó en el lado de Adolf Hitler y su pandilla de trastornados. El no odia a los judíos, pero le pagan muy bien por sacarlos de sus escondites. Hans Landa es un personaje despreciable, execrable, pero el espectador de Malditos Bastardos, engañado por la magia del cine, enredado por las artes comediantes, acaba sintiendo por él algo muy parecido a la… simpatía. Y que los dioses nos perdonen. Landa es un hijoputa ocurrente, chisposo, de inteligencia pronta y acerada. Con este personaje, el dúo Tarantino-Waltz es capaz de sacarnos todas las vergüenzas al aire, y de ponernos en un brete moral de no contar a los amigos. Debemos, como seres humanos, como personas instruidas, odiar a Hans Landa, pero nuestras neuronas, más atávicas que nuestra cultura, quedan embelesadas ante su encanto. Menos mal que sabemos que todo es ilusión, artificio, mangoneo de nuestras emociones, y que cuando termine la película y nos metamos en la cama, volveremos a saber que los nazis no hacían – ni siguen haciendo- ni puta la gracia.




Leer más...