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Better Things

🌟🌟

Cuando supe que Louis C.K. y Pamela Adlon habían vuelto a reunirse para crear una serie de televisión, la alegría volvió a esta casa que estaba tan huérfana de buenas comedias. Louis y Pamela son inquilinos muy antiguos de este viejo televisor que nunca me decido a cambiar. Les sigo desde los primeros tiempos de Louie, que fue escuela de muchas sitcoms actuales, y más lejos todavía, desde Lucky Louie, esa serie de culto que fuer creada para los incultos que todavía nos reímos con chistes para adolescentes.

    Había leído, además, que Pamela Adlon no sólo iba a ser la actriz principal, sino la coguionista de muchos episodios, y la directora de otro puñadico igual, y uno ya se relamía de gusto imaginando a esta pareja de amigotes dando forma a sus ideas sobre la crianza de los hijos, el divorcio y la soledad, el sexo a los cuarenta y la depresión en el otoño. Las ganas locas de vivir y el reloj de arena que va soltando sus penúltimos granos. Louis C.K. y Pamela Adlon como en los viejos tiempos de sus comedias: ironías sobre el sexo, sobre el no sexo, sobre pechos que se descuelgan y pitos que ya no remontan el vuelo del deseo. Filosofías muy agudas sobre hijos que crecen a la buena de Dios sin que importen gran cosa nuestros esfuerzos. Cuarentones enfrentados a la última crisis de la juventud. Yo ardía en deseos de ver una serie así.


    Pero Better Things no funciona. Ni haciendo esfuerzos supremos de la voluntad. Hay frases geniales, sí, ideas sueltas, revelaciones dolorosas. Se ve la mano de Louie C.K. en algunas pinceladas, y Pamela Adlon es una actriz soberbia, crecida, que puede con todo. Ella es, además, demasiado sexy para obviarla. Tiene una voz rasposa que me remueve cosas por dentro. Presumo que en la vida real tiene que ser una mujer hipnótica, desarmante. Pero la serie no tiene rumbo. Va de la comedia a la melancolía -o a la astracanada- como un borracho caminando por la acera. Toca demasiados palos y sus episodios duran demasiado poco. Son tres hijas que cuidar, una madre que soportar, mil amigas que aconsejar, varios amantes que satisfacer, y todos ellos entran y salen de la función como en una mala obra escolar, al tuntún, desdibujados y torpes. 

    Lo más triste de todo es que ahora nos vamos a quedar con las ganas de saber si esto sólo ha sido un lapsus o un inicio de su decadencia. El amigo Louis está terminado para la industria. El mismo día que estrené Better Things en mi televisor -con la agenda despejada, dos cervezas en el frigorífico, y unas ganas locas de reírme de mi mismo- salió a la luz la curiosa afición de Louis por masturbarse delante de sus compañeras de trabajo. El tipo que nos había hecho reír de lo lindo con sus costumbres masturbatorias,  al final no resultó ser un hermano en el desconsuelo, ni un cofrade de la soledad. Sólo un pajillero indecente y descontrolado.



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El fin de la comedia

🌟🌟🌟🌟🌟

Ignatius Farray es ese cómico con acento canario, gafas de culo de vaso y barbas de profesor Bacterio que en sus monólogos cuenta historias tremendas y surrealistas, muchas veces incomprensibles, porque brotan de meninges muy retorcidas de su mente. Él mismo, en su afán por explicarse, enreda todavía más los argumentos, y cuando el público ya no sabe a qué atenerse, se arranca con charlotadas de humor colegial y lo mismo se pone a gruñir que se quita la camisa para lucir lorzas mientras se marca unos pasos de baile. Farray es un ciclón que barre el escenario y no deja a nadie indiferente. Los tíos nos descojonarnos con sus ocurrencias porque intuimos que sus problemas, en el fondo, son los mismos que nos aquejan a nosotros: el alejamiento de las mujeres, la decadencia de los músculos, la crisis de la edad que nos convierte en seres desvalidos y muy pelmazos. Los tíos somos seres simples que entendemos fácilmente la simplicidad de nuestros congéneres. Las mujeres, en cambio, las que aguantan las gracias de Farray a pie de micrófono, o  las que lo ven por casualidad, en la televisión, sienten por nuestro querido cómico una repugnancia instintiva, y se cubren los ojos, y se tapan los oídos, y se ríen por no llorar, o por no soltarle un guantazo al novio que las enredó en la aventura, porque a ellas no les van los chistes de pollas, de coños, de muertas que los celadores se follaban en una morgue, y mucho menos si quien los cuenta es un tipo como Farray, con esos pelos de loco, con esa mirada de orate, con esa pinta de haber salido de la cueva para contar las gracias y luego cazar el mamut con los amigos.





    Pero todo esto, como ya suponíamos, es una farsa. Un recurso disparatado que Ignatius Farray utiliza para ganarse la vida en la dura competencia de los cómicos. En El fin de la comedia, que es una miniserie inspirada en las andanzas de Louis C. K. en Louie, Farray, al igual que el humorista neoyorquino, se baja del escenario tras soltar sus barbaridades y se transforma en un tipo como cualquiera de nosotros, un hombre educado, afable, enamorado de sus libros y de sus películas, que busca contratos en los garitos de la noche y en las productoras de televisión para llenar el frigorífico de viandas, y pagar las pensiones alimenticias de su divorcio. El Mr. Hyde que en el escenario se comporta como un orangután y no conoce el filtro de las ocurrencias, luego, en las tiendas del barrio, en las entrevistas laborales, en las charlas con los amigos, es un Dr. Jekyll generoso y bonachón, muy grande y peludo, tan suave y tan blando por fuera que se diría todo de algodón.


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