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El velo pintado

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A veces tienes el amor de tu vida delante de los morros y no lo ves. Y lo dejas escapar. Es como vivir justo al lado de un repetidor de televisión, que no coges bien la señal, de lo próximo que estás, y te quedas sin ver el partido del siglo. A veces la persona ideal es tan obvia, y está tan a mano, a sólo una pregunta decisiva, a sólo un bostezo de la voluntad, que nuestro instinto desconfía, se inventa defectos ocultos, y prefiere torturarse de nuevo en amores imposibles, o en amores de tercera, que nunca nos harán felices.

A mí me pasó una vez, y todavía hoy, cuando repiten los highlights por la tele, me pregunto si la gilipollez supina tiene un suelo sólido, del que es imposible caer más bajo, o si, como me temo, es posible seguir excavando hacia niveles de estupidez más profundos. En fin... Me consuelo pensando que el mal de muchos es el consuelo de los tontos, y que hay más gente como yo en la vida real, porque de estas historias que se quedaron en el limbo de una duda, en la encrucijada de una ceguera, yo podría contar al menos otras dos, y muy cercanas además.

Y luego está el cine, claro, donde estos desamores son la trama fundamental de algunas películas muy notables. Lo que le pasa, por ejemplo, a Naomi Watts en El velo pintado es un despiste de manual. Un daltonismo erótico que viene descrito en algunos manuales de psicología: dejar de lado a ese marido que bebe los vientos por ella y liarse a polvos con el tío más bueno de Shanghái, cuando es obvio que ella no es la primera inquilina de su cama, y que tampoco, ni de coña, va a ser la última.

Es aquello que escribía Pessoa en el “Libro del desasosiego”, que las mujeres se pasan la vida esperando a hombres como nosotros, grises pero nobles, feúchos pero monógamos, quizá pasmados, pero por eso seguros, y luego, cuando nos encuentran, es como si fuéramos transparentes, y a través de nosotros vuelven a buscar al guaperas que tarde o temprano las dejará por otra mujer. Ellas quizá lo saben igual que nosotros, pero lo olvidan en el subidón de los orgasmos: que los tipos como Liev Schreiber en la película son tiburones del amor que si se detienen se ahogan, y se precipitan -y te precipitan con ellos- a los fondos abisales.





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Día de lluvia en Nueva York

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“La vida real está bien para los que no dan para más”. Lo dice el personaje de Selena Gómez en la película, bajo la lluvia fingida de Nueva York -que mira que está crecida, y guapetona, y sexy que te enamoras, doña Selena, ahora que la reencuentro años después de Los magos de Waverly Place, que era una serie que yo veía con mi hijo en el Disney Channel pensando en mis cosas, ajeno a las tramas que allí se cocían, mientras él se enamoraba en secreto de sus primeras actrices inalcanzables. Lo dice Selena Gómez, sí, en Día de lluvia en Nueva York: que hay gente tan corta, o tan conformista, o tan enfrascada transitoriamente en alguna ilusión, que se conforma con las migajas que ofrece la vida real. Pero es obvio que Woody Allen habla a través de su personaje. En una entrevista promocional que concedió hace unos meses en la prensa, Allen dijo:
    “Lamentablemente, uno no puede vivir en la ficción, o se volvería loco. Hay que vivir en la vida real, que es trágica. Si yo pudiera, viviría en un musical de Fred Astaire. Todo el mundo es guapo y divertido, todos beben champán, nadie tiene cáncer, todos bailan, es fantástico”.



    Y yo, que soy otro escapista de la realidad, otro Houdini que llega a las horas nocturnas agotado de vivir tanta verdad irrefutable, firmo debajo de esta declaración. Que es de amor al cine, y de denuncia de las true stories. El mundo al revés, sí, quizá… Pero qué le voy a hacer: las películas son mi válvula de escape, mi psicoanálisis, mi meditación tibetana. Mi recreo de las asignaturas obligatorias. Mi momento de despiste, de ensoñación, de absoluto abandono de la responsabilidad. Mi viaje astral, mi sesión suspendida, mi porro encendido con un mando a distancia. Tal vez soy un cobarde, o un tontorrón, o un inmaduro de tomo y lomo. Es posible. Pero hace ya muchos años que vivo resignado a mí mismo. Me he aceptado. Si a Charles Bukowski “le limpiaba de mierda” la música clásica que escuchaba cada noche mientras escribía, a mí me limpian de mierda las películas, y las series de televisión, que son como lavativas que entran por mis dos ojos superiores.



    Pero yo, a diferencia de Woody Allen, no viviría en un musical de Fred Astaire. Bailo como un ganso, los ricos me dan grima, y Ginger Rogers, la verdad, nunca fue mi tipo. Yo preferiría vivir en Innisfree, con Mauren O’Hara, o en Seattle, con los hermanos Crane, tan divertidos y locos, y tan bonachones. Quedarme de plantilla fija en cualquier guion de Aaron Sorkin donde todo el mundo dice cosas inteligentes a la velocidad del rayo, y donde la gilipollez y la banalidad son enfermedades verbales erradicadas. Cuestión de gustos...

    También me gustaría vivir -por qué no- en Día de lluvia en Nueva York, porque es Nueva York, jolín, y llueve, y cuando llueve la gente se queda en casa, y no da por el culo, y uno puede pasear con su sonrisa de idiota por las aceras, o refugiarse en casa, con la lluvia tras el cristal, siempre tan romántica, mientras otra película en la tele vuelve a abducirme como un ovni llegado de otro planeta…



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Spotlight

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Un recuerdo personal:
En Invernalia, en el patio del colegio, cuando te raspabas las rodillas o el codo, el encargado del recreo te enviaba al dispensario, un garito con cuatro tiritas y un bote de alcohol que gestionaba, vamos a llamarle así, el hermano Jesús. El hermano Jesús era un docente retirado al que colocaban allí para darle una distracción matinal. Aquel hombre vivía en el colegio, en comunidad religiosoa, seguramente desempeñando mil tareas productivas. Pero nosotros, los alumnos externos, sólo le conocíamos en aquel dispensario por el que pasábamos dos o tres veces al año, cuando nos dábamos un tortazo en el baloncesto o en el futbito.
    Al hermano Jesús le daba igual la superficie lastimada que le presentases. Su primera instrucción, invariable, era que te bajaras los pantalones.

    - "Pero, hermano... me he raspado el antebrazo"
    - Ya lo sé, hijo, tú bájate los pantalones.

    Como éramos timoratos y merluzos, y desconocíamos los intrincados caminos de la anatomía, que tal vez requería mercromina en las rodillas para curar los rasguños del codo, nos bajábamos dubitativos los pantalones, sólo un poquitín, hasta la altura del medio muslo. El hermano Jesús echaba un vistazo furtivo a los asuntos esenciales, siempre cubiertos por el calzoncillo o por el faldón de la camisa, y rápidamente te ordenaba que restablecieras el vestido decoroso. Al instante, como liberado del trance, te limpiaba la herida diligentemente, sin un roce de más.

    - Tened más cuidado para la próxima vez, perillanes- nos decía.

    Aquella situación, más que vergüenza, nos producía mucha risa cuando regresábamos al patio. Los amigos se partían la caja con la anécdota de siempre, pero renovada. Incluso montábamos un teatrillo, imitando la escena, si el encargado del recreo andaba despistado. En realidad nadie le daba la menor importancia al asunto. Comparado con estos curas de Boston abusadores gruesos y delictivos, el hermano Jesús era una hermanita de la caridad. Con nosotros, digo. Los internos del colegio seguro que podrían contar historias más truculentas.
    Hacía más treinta años que no me acordaba del hermano Jesús. De ese tipo asqueroso. De ese hombre indeseable.




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