La primera vez que vi La balada de Buster Scruggs me enteré casi por casualidad de que los hermanos Coen habían estrenado nueva película. Lo hice de refilón, casi de canto, gracias a que leí una reseña en el periódico mientras pasaba la página, distraído. Antes, en mi cinefilia comprometida, estas cosas no me pasaban: yo estaba al loro, al tema, siguiendo la filmografía de estos santos americanos que son de mi particular devoción. Porque los hermanos Coen, en mi iglesia, San Joel y San Ethan, aunque ellos sean judíos y yo ateo perdido, tienen una de las capillas más barrocas y más floridas, donde se exponen todas sus obras y milagros en retablos que son los carteles de sus películas. Allí, a ese espacio de recogimiento donde la creatividad y el buen humor se palpan en el aire, y se respiran con el incienso, voy a rezar varias veces al cabo del año, cuando me aburro de la vida y de las películas horrorosas, o sin sustancia.
La balada de Buster Scruggs
La primera vez que vi La balada de Buster Scruggs me enteré casi por casualidad de que los hermanos Coen habían estrenado nueva película. Lo hice de refilón, casi de canto, gracias a que leí una reseña en el periódico mientras pasaba la página, distraído. Antes, en mi cinefilia comprometida, estas cosas no me pasaban: yo estaba al loro, al tema, siguiendo la filmografía de estos santos americanos que son de mi particular devoción. Porque los hermanos Coen, en mi iglesia, San Joel y San Ethan, aunque ellos sean judíos y yo ateo perdido, tienen una de las capillas más barrocas y más floridas, donde se exponen todas sus obras y milagros en retablos que son los carteles de sus películas. Allí, a ese espacio de recogimiento donde la creatividad y el buen humor se palpan en el aire, y se respiran con el incienso, voy a rezar varias veces al cabo del año, cuando me aburro de la vida y de las películas horrorosas, o sin sustancia.
Silencio
🌟🌟🌟
Silencio cuenta la historia de un sacerdote jesuita,
el padre Rodrigues -antepasado mío por la rama portuguesa- que es incapaz de apostatar de su fe ni aunque
lo maten. Ni aunque maten a toda su grey delante de su celda. Cabezón como él
solo; terco como buen Rodrigues, o Rodríguez, que se precie. O quizá sólo un hombre
temeroso de Dios, contable puntilloso de los pros y los contras de sus actos:
porque qué es la vida para un creyente, aunque sea miserable y dolorosa, si se la
compara con la eternidad a la diestra de Dios Padre. Qué es la tortura del
cuerpo al lado del gozo del alma.
Silencio transcurre en Japón, en el siglo XVII, en la
época de las persecuciones religiosas, cuando los shogunes y los samuráis no se
andaban con hostias, valga la expresión. Al cristiano primero le daban la
oportunidad de abjurar, pisando una efigie de Jesucristo, o de la Virgen María,
colocada en el suelo, pero si el hombre se empecinaba, o la mujer no se
atrevía, rápidamente les aplicaban una tortura -no china, sino japonesa, pero
igual de refinada- que desembocaba en una muerte atroz para servir de
escarmiento. Pero al padre Rodrigues, que ha venido a Japón para rescatar al
padre Ferreira, que al parecer se ha casado y vive tan feliz entre los nipones,
todos estos sufrimientos causados por su mera presencia, por su cabestro empeño
en seguir predicando, son como las agujetas en la luna de miel: un pequeño
fastidio, en comparación con el gran placer junto al Amado.
Qué distinta, ay, es la fe de mi antepasado de la que yo tuve
siendo niño, reo de la catequesis, y alumno de los Hermanos Maristas. Mi fe en
los milagros de Jesús, y en la virginidad de María, se esfumó como se vino,
haciendo puf una mañana lluviosa de domingo. Aquel día de mis once años puse la
tele en el salón, vi que empezaba el programa “Tiempo y marca”, y decidí, al
contrario que Enrique IV de Francia, que los deportes minoritarios bien valían
abandonar una misa. De pronto me pareció más importante aprender los entresijos
del voleibol, o del hockey hierba, que asegurarme una plaza en el Cielo, con lo
caras que están ahora en la reventa. Y así sigo.
La lista de Schindler
Hay espectadores que terminan de ver La lista de Schindler con una lágrima en el ojo y un improperio en la boca -qué hijos de puta y tal, los nazis- pero al final suspiran aliviados porque creen que aquellos asesinos jamás volverán. Que fueron una excepción de la moral, una aberración irrepetible de la humanidad. Cuatro psicópatas que coincidieron en una cervecería de Münich para urdir un plan genocida que luego vendieron con malas artes a un pueblo civilizado que leía a Goethe, y a Rilke, y escuchaba cuartetos de Beethoven. Una especie de locura colectiva, de virus mental ya erradicado. Estos espectadores quizá no recuerdan la guerra de Yugoslavia que abría los telediarios hace treinta años, a tres horas de vuelo en Ryanair, con grupos armados que sólo se diferenciaban de las SS en que no hablaban alemán y no llevaban la calavera en el cuello de la guerrera…
La misión
En la capa de lectura más superficial, la gente recuerda “La misión” como una película muy bonita: la música de Morricone, que subraya las escenas, y los paisajes de la selva amazónica, con las cascadas, y la vegetación de ensueño, que aún no conocía la tala intensiva ni los bulldozers de Bolsonaro.
Viudas
(contiene spoilers)
Las viudas son tres señoras que apremiadas por las deudas que dejaron sus exmaridos -unos golfos apandadores que murieron en acto de servicio- deciden dar un golpe con el que satisfacer a los deudores, llenar la cuenta corriente para abrirse camino en la vida, y ya de paso, ya puestas en el papel de atracadoras que heredan el negocio conyugal, recuperar el orgullo de mujeres que una vez fueron desenvueltas e independientes.