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Gene Kelly: Anatomía de un bailarín

🌟🌟🌟🌟


“Hizo feliz a la gente”. Es lo que pone en la escultura dedicada a Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool, a la entrada del museo de Anfield. Y no se me ocurre mejor piropo para ningún muerto homenajeado, sea entrenador de fútbol o bailarín de los musicales americanos. 

En internet solo he encontrado una estatua dedicada a Gene Kelly, lo que me parece un síntoma preocupante de la decadencia de Occidente. Incluso de la caída del imperio americano, que lleva 80 años colonizándonos pero que a cambio nos regala el mejor cine del mundo y el espectáculo nocturno de la NBA. La escultura de Gene Kelly -que también hizo feliz a la gente- no tiene ningún texto de alabanza, y para más inri no está en Estados Unidos, sino en Londres, que fue el lugar de su exilio artístico y personal cuando el senador McCarthy se puso muy tonto con él y con su señora, siendo Kelly un demócrata de izquierdas y Betsy Blair más roja que los tomates de New Jersey.  

Este documental titulado “Anatomía de un bailarín” no figura en ninguna guía conocida de internet, así que puede ser que yo lo haya soñado, y que sea un añadido onírico como esos números bizarros que el propio Kelly metía en sus películas. Pero yo juraría que no: que el documental venía en el disco 2 de esta edición de lujo de “Un americano en París”, que una vez me cobraron en El Corte Inglés a tan alto precio que gracias a mi compra salvaron la temporada y pudieron pagar a los trabajadores. Abrazos y todo, me dio aquella guapa señorita al frente de la caja registradora, aunque luego, ay, se olvidara de pedirme el número de teléfono.

El documental es de esos que se agradecen por su honestidad. El genio y el plasta, el creador y el tirano.. También es verdad que los invitados riñen al fantasma con una sonrisa de añoranza. Kelly era un ególatra y un perfeccionista, y gracias a eso construyó una década de musicales prodigiosos. Entre ellos “Cantando bajo la lluvia”, que es la película que me llevaré a la isla desierta cuando me deporten. Una obra maestra a pesar de que Kelly, sobrado de sí mismo y exigente al máximo en los rodajes, pusiera a todo el mundo al borde de un ataque de nervios. 




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Un americano en París

🌟🌟🌟🌟


Dentro de unas pocas horas, si el avión no sufre ningún percance mortal, seré un leonés en París. “A leonesian in Paris”, pero sin música de George Gershwin y sin tener ni puta idea de bailar.

Y ya era hora, jolín. Una serie de catastróficas desdichas vitales -unidas a mi proverbial pereza para abandonar el sofá de mi salón- siempre impidieron que yo viajara a París para comprobar que la torre Eiffel existe de verdad, enhiesta de puro hierro, tan alta casi como las nubes, y que no es un atrezo que colocan en las películas que transcurren junto al Sena y que luego desmontan por algún tipo de normativa municipal. Yo, como santo Tomás, hasta que no toque el hierro pudelado (me he informado en internet) del señor Eiffel y me queme la mano con él -porque hará, según dicen, un calor posapocalíptico-, no creeré que París es una ciudad real que estaba más allá de los Pirineos, y no una ciudad mítica que imaginaban los guionistas y bailaban los bailarines.

Vengo a París a muchas cosas. Algunas son confesables y otras no tanto. Traigo, incluso, inquietudes culturales. Pero a decir verdad, vengo, sobre todo, a satisfacer un sueño incumplido. Pero un sueño de los de verdad, de los nocturnos, no de los poéticos. Tengo una fijación freudiana que asoma por mi inconsciente cada dos por tres, aprovechando que cierro los ojos y floto astralmente sobre cualquier lugar de la Tierra. En mi sueño -que es más bien una pesadilla- yo camino por las calles de París, solo o en compañía, y veo la silueta de la torre Eiffel por encima de los tejados. Pero sucede que o es el primer día de visita y todos me dicen que es mejor esperar, o ya es el último y tengo que marcharme a toda leche al aeropuerto, y la torre queda de pronto difuminada en la lejanía. 

En todo esto intuyo que hay un simbolismo fálico de los que hablaba el abuelo Sigmund; una impotencia que no es la de mi currucuca -gracias a Dios-, pero sí como una impotencia del gozo de vivir. Vengo a París, entre otras cosas, a someterme a una cura terapéutica. Porque el viaje, aunque sea caro de cojones, vale menos que un tratamiento con el psiquiatra. 





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Operación Whisky

🌟🌟🌟

Busco el olvido cinéfilo a otro partido horrible del Real Madrid, con sus chupones, sus mercenarios, sus quejismos arbitrales sin fundamento. La Copa de Europa, que se resiste, tras una nueva maldición de Majaelrayo... El mal humor tras la batalla me pide una película ligera, de entendimiento simple y sonrisa bobalicona. Y, como por arte de magia entre el pandemónium de l gigas del disco duro, aparece Operación Whisky, una antigualla simpaticona de Cary Grant que los dioses benevolentes han puesto allí, a mis espaldas, para evaporar mis humores, pues no recuerdo haber asaltado ningún galeón preguntando por su título.



            Confundido y agradecido al mismo tiempo, me dejo llevar por los designios divinos y termino viendo una comedia romántica de las de antes, pura y virginal, sin carnes a la vista ni diálogos picantes. Leslie Caron está preciosa en su treintena florida, pero no baila, ni se contorsiona, ni muestra algo más suculento que la pantorrilla. Se limita a enamorarse púdicamente de Cary Grant, y a besarle sin lengua cuando el capellán castrense otorga su consentimiento. Una de las grandes bellezas que Francia regaló al mundo, y aquí la desaprovechan en un producto familiar de chistes blancos y amores inmaculados. Una de esas películas que 13 TV programaría el fin de semana para dar ejemplo de cine hecho como Dios manda. No como ése otro, el de tetas y palabrotas, que hacen los titiriteros socialistas.


            Será después de ver la película, en el fisgoneo obligatorio de sus intríngulis, cuando descubra el verdadero motivo de su presencia en mi disco duro. No fueron los dioses generosos, como yo creía, los que dejaron el regalo en la chimenea, sino mi despiste antológico, mi empanada universal. Fue mi psique lamentable la que en su día, hace meses, en una búsqueda nocturna o matinal sin ayuda de la cafeína, confundió Operación Whisky con Operación Pacífico, también de barcos en la II Guerra Mundial, también de Cary Grant vestido de marinero, también una comedia de trasfondo bélico con la palabra “operación” -tan poco imaginativa- colocada en el título. En fin. Qué les voy a contar, a estas alturas...


    Leslie Caron y Cary Grant tratan de pescar un pez en las aguas poco profundas de una laguna. En el segundo intento, tras varias discusiones entre ellos, y mientras el pez se pone de nuevo a tiro, Cary Grant comenta:

-         Atención, aquí viene ella otra vez.
-         ¿Cómo sabes que es “ella”?
-         Porque lleva la boca abierta. Y ahora cállate.





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