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Una pistola en cada mano

🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un amigo que de chaval, cuando veíamos el porno clandestino, se excitaba tanto que mientras se acariciaba el bulto del pantalón exclamaba, con un tono de chiste y de gran drama personal a la vez: "¡Dios, quién pudiera tener dos pollas...!" Como si la única que le fue otorgada por Yahvé no le bastara para dar salida a tanto deseo. Como si le superara el número de mujeres que veía en pantalla, o le sobrepasara la temperatura de una caldera interior que necesitaba dos válvulas para aliviar tanta presión acumulada.

    He recordado a mi amigo mientras veía “Una pistola en cada mano”, que es el retrato de varios cuarentones que viven un poco así, con dos pollas asomando por la bragueta. Una es la polla real, con la que cometen sus infidelidades o santifican el lecho conyugal según como vengan los aires del Mediterráneo. Y la otra es la polla virtual, con la que fantasean sus peripecias en paralelo, proezas de machos que merecen un galardón del folleteo.

    Mi amigo de la adolescencia se hubiera alegrado de saber que los hombres -aunque sea de un modo metafórico- sí venimos al mundo con dos pollas disponibles. Y también con dos inteligencias, y con dos de casi todo, como decía Javier Bardem en “Huevos de oro”. La primera inteligencia es la práctica, que nos ayuda a ubicarnos en el mapa y nos permite hacer cálculos aritméticos. Y la segunda es la inteligencia emocional, esa que ni siquiera sabíamos que existía hasta que un buen día la descubrimos leyendo los suplementos del periódico. Por eso somos tan torpes con ella, y por eso las mujeres nos dan mil vueltas en su manejo. Ellas sabían de su existencia desde los tiempos de Maricastaña y no nos dijeron nada del asunto... 

Es por eso que en el mundo real, como en el mundo de la película, los hombres siempre quedamos un poco ridículos cuando hablamos de sentimientos. Balbuceamos, dudamos, nos contradecimos. Se nos ve poco sueltos, poco cómodos, como si hiciéramos pinitos en un idioma desconocido. Pero últimamente lo estamos intentando, y nos esforzamos, y hay mujeres que eso lo valoran mucho. Toca perseverar.




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Dolor y gloria

🌟🌟🌟🌟

Entre que Antonio Banderas se conserva bastante bien -que por algo es Antonio Banderas-, y yo, Alvaro Rodríguez -que por algo soy el ciudadano anónimo- me conservo bastante mal, los doce años que separan nuestros nacimientos casi se quedan diluidos en el dibujo de nuestras caras, y cuando le veo en la primera escena de Dolor y gloria, con la barba ya casi toda blanca, y la expresión de hastío, y la quejumbre vital de su personaje que ahuyenta a los allegados, siento una inmediata y dolorosa identificación con él. Como si en las primeras escenas fueran a contarme el desvarío de mi propia vida: la parálisis del escritor y la tortura de las noches. La incertidumbre y el miedo. La amargura de saber que uno pierde el tiempo y desperdicia los regalos. La espera impaciente de los tiempos mejores... Y, sobre todo, los fogonazos cada vez más frecuentes que rememoran la infancia, esos que asaltan al personaje de Salvador Mallo cuando se adormila o cuando se empastilla, y que también me asaltan a mí desde que empezó el baile, en los paseos y en los ensueños, delatando mi edad no avanzada, pero sí avanzando sin piedad. Las magdalenas de Proust que se hornean ya casi con cualquier excusa: un olor, un nombre, una brisa de la tarde que me retrotrae a otras tardes olvidadas...



    Pero la identificación con Antonio Banderas apenas dura unos minutos: el personaje de Salvador Mallo es, claramente, un alter ego de Pedro Almodóvar, y eso, de algún modo, rompe la magia que se había creado al principio. Hay cosas que me conmueven y otras que no, en Dolor y gloria, como sucede en cualquier película donde el auteur expone su alma en el escaparate. Almodóvar es un tipo al que yo admiro sinceramente, desde los tiempos de La Movida, porque tuvo un par de huevos, agitó la coctelera, sobrevivió a los excesos, y desde el cutrerío más absoluto y la locura más sarasona fue construyéndose una filmografía que para bien y para mal, para la videoteca y para el olvido, siempre nos dará que hablar en las tertulias. Pero su vida, y mi vida, transcurrieron en dos galaxias que distan años luz, alejadas por una generación completa, por una geografía antipodal, por una rebeldía que en mi caso fue inexistente. Alejadas por la experiencia sexual, por el mundo recorrido, por el talento del artista verdadero que a él le recorre las venas y a mí siempre se me queda en el tintero, coagulado.

(Y sí: es cierto lo que dice el alter ego de Pedro Almodóvar. El amor no basta para salvar a la persona que amas).



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Relatos salvajes

🌟🌟🌟🌟🌟

La venganza es el tema común que une los seis episodios de Relatos salvajes. La pasión que hermana a estos hombres y mujeres traicionados por los seres queridos, o insultados por los seres ajenos, que deciden prescindir de la justicia para traer de nuevo el equilibrio a la galaxia, como caballeros Jedi muy preocupados por los caminos de la Fuerza.

    La primera venganza de Relatos salvajes se sirve en un plato muy frío, casi helado, tras varios años de permanecer guardada en el congelador. El desquite del tal Pasternak es casi un genocidio, una auténtica barbaridad,  pero en el fondo tiene algo de civilizado, de ser humano con pretensiones. Casi diríamos que tiene estilo, y hasta un poco de arte, y de guasa, como si su autor hubiera decidido pasar a la posteridad legando una venganza como Dios manda, de las del Antiguo Testamento, calculada con una paciencia infinita de años y ejecutada con una pericia de ingeniero. El producto criminal de un auténtico homo sapiens que ha seguido los rectos caminos de la evolución.

    Las otras venganzas, en cambio, tienen algo de mono muy básico que devuelve el golpe, lanzando un coco, o blandiendo un hueso. Son impulsos que surgen casi en el momento, calientes, como volcanes de mal genio que brotan del subsuelo. Son, propiamente, los relatos salvajes de la película, por selváticos, por sabanescos. Lo que viene a decirnos Damián Szifron, el director de la función, es que por debajo del maquillaje, de la capa de cemento y asfalto que cubre nuestra civilización, bulle el magma primario de los animales. Caminamos vestidos, repeinados, muy educaditos gracias a los colegios, pero en el fondo no somos más que un puñado de instintos. Los cinco millones de años que nos separan del macaco nos han ayudado a disimular nuestros impulsos, a contenerlos, a administrarlos. A abrir la espita sólo de vez en cuando, cuando nadie nos ve, o el peligro está bajo control. La civilización no es más que una contención, o un disimulo.



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