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La vida privada de Sherlock Holmes

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Ni siquiera Sherlock Holmes es inmune a los encantos de una mujer: eso es lo que hemos aprendido viendo La vida privada de Sherlock Holmes. Que el detective de la inteligencia preclara, del espíritu impertérrito, el vulcaniano que se afincara en la Tierra mucho antes de construirse la nave Enterprise, también se cortocircuita como un robot averiado cuando una extraña dama aparece en Baker Street con el vestido mojado que transparenta las formas.

    Holmes, en una escena anterior, le ha dicho a su amigo Watson que ninguna mujer es digna de confianza. Que su dilatada práctica profesional, y su dolorosa experiencia personal, le han convencido de esta verdad incuestionable que guía sus pasos por la vida. Todos pensamos que Holmes es un misógino irredento que ve en las mujeres la encarnación del diablo, de la tentación, de la inferioridad intelectual incluso, pues no hay que olvidar que nos hallamos en el siglo XIX y que estos pensamientos eran muy comunes por la época. Pero luego, con el paso de los minutos, vamos comprendiendo que nuestro amigo Sherlock no es realmente un misógino, sino un sherlóckgino, si así pudiéramos decirlo. Es él mismo quien no se tiene demasiada confianza. Él mismo quien se achanta ante la presencia turbadora de una mujer. Lo descubrimos en su rostro preocupado, y en sus gestos envarados, la primera noche que Gabrielle Valladon hace posada en el 221B. Holmes sucumbe ante ese rostro hermosérrimo que solloza y pide ayuda. Ante ese cuerpo sonrosado que a veces se destapa en el revoltijo de las sábanas prestadas. Quizá no es amor todavía, pero sí su embrión, su semilla, y Holmes ya casi siente que la planta florida trepa por su garganta, ahogándole de gozo. Y lo que es peor: nublando su inteligencia, que hasta entonces no tenía rival en el otro centro neurálgico, allá en el escroto, donde el cerebro irracional dormía el sueño sin mujeres. 

    La vida privada de Sherlock Holmes es también la lucha privada de Sherlock Holmes: la que habrán de sostener la frialdad profesional y la calentura que ya le entibia los pantalones. El hombre supra-evolucionado frente al antropoide que nunca se había ido del todo.




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Sherlock. La novia abominable

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Ahora que voy a releer las aventuras completas de Sherlock Holmes, ya no tendré que imaginarme a sus protagonistas como si estuviera en La vida privada de Sherlock Holmes, la gran película de Billy Wilder. Voy a echar de menos a Robert Stephens y a Colin Blakely, que me acompañaron en la primera lectura de juventud. Tipos sólidos, perfectamente británicos, que daban el pego y la medida. Pero desde que Mark Gatiss y Steven Moffat parieran su serie para la BBC, Benedict Cumberbatch y Martin Freeman se han ganado el primer puesto en el imaginario. Ellos serán a partir de ahora los rostros, los andares, los gestos de reflexión o de recochineo, aunque sus personajes vivan a un siglo de distancia de las andanzas originales.

    Enredando por internet, leo con pesar que Sherlock no tendrá una cuarta entrega hasta el año 2017. Debe de ser que estos dos actores tienen problemas de agenda, o que los guiones, tan enrevesados, necesitan varios meses de urdimbre. Ante nuestro desconsuelo, Gatiss y Moffat nos han hecho el regalo de La novia abominable, un caso de ultratumbas en el Londres victoriano de los orígenes literarios. La novia abominable se podía haber quedado en un simple divertimento, en un hueso de goma para entretener nuestro hambre canina. Pero Gatiss y Moffat son dos tipos generosos que nunca defraudan. Que saben, además, que nos hemos vuelto muy sibaritas, y muy pijos, y que no les íbamos a perdonar que La novia abominable fuera un episodio de relleno, o un aperitivo para glotones. Y pardiez que no lo ha sido. Entre los crímenes, las deducciones y los chistes socarrones, han vuelto a conseguir que me quedara clavado en el sofá. Que la realidad del día no se colara por ningún resquicio en la ficción. He vuelto a sentir esa gozosa presión en las meninges cuando trato de no perderme, de no quedarme atrás. De anticiparme a un desenlace que al final siempre me sorprende y me supera. Y bendita sea, mi cortedad, que me depara tales alegrías. 




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