La
vergüenza -que a mí me ha parecido un truño, una
kafkianada tan grande como la catedral de Praga, o de Estocolmo- resulta, para
mi asombro, para mi humillación intelectual, que es materia de aclamación en
los círculos cinéfilos: ¡un análisis magistral sobre el hombre y su pesar, la
mujer y su carga, la humanidad y el vacío existencial! El drama modélico de un Ingmar
Bergman en plena forma que nos regala otra genialidad, otra disección profunda del alma humana. Pero sólo
a quien tiene ojos para apreciarlo, claro, y oídos para comprenderlo. E
inteligencia, para asimilarlo. Pues bueno. Cojonudo.
Así
que aquí yazgo, medio listo y medio tonto, en el sofá incómodo y recalentado ya
con los primeros calores. De nuevo en pantalones cortos, como un niño pequeño
que echa de menos las explosiones y las persecuciones. Harto de Bergman. Harto
de no comprenderle. Harto de vagar por la isla de Farö sin entender ni jota. Harto de la política nacional, de la marcha del Madrid, de
la lentitud de la justicia... De este cansancio físico y mental que ya entrado mayo perturba
mis ánimos.