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La gran belleza

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Hoy he vuelto a ver La gran belleza. Sí, otra vez... La película de Sorrentino se ha quedado conmigo para siempre, y ya forma parte de mi educación sentimental, que diría Flaubert. Atrapado en las tristezas y en los suspiros, he salido otra vez de movidas con Jep Gambardella, que aunque parece que se lo pasa de puta de madre yendo de fiesta en fiesta y de cama en cama, en realidad anda atribulado porque no encuentra el sentido de la vida, ni la gran belleza que lo anime a revivir. Ni a retomar la escritura. Mi villorrio es su Roma; mis senderos, sus avenidas; mi casa frente a los huertos, su apartamento frente al Coliseo, que dicen que en verdad es un hotel muy vetusto y muy chulo.



    Presiento que el próximo año por estas fechas volveré a ver La gran belleza en otra siesta de largas horas. La próxima vez tendré más canas y menos pelo; más preguntas y menos consuelos. Pero obtendré el mismo gozo en la contemplación. Y así, poco a poco, en años sucesivos, iré llegando a la edad dorada del propio Gambardella, que no envejecerá porque quedará preservado en el Bluray, y ya seremos dos jubilados que pasearán por las orillas del Tíber, asombrados ante la vida y al mismo tiempo decepcionados por ella. La gran belleza será mi película de cada inicio de verano, del mismo modo que Atrapado en el tiempo es mi película de cada 2 de febrero. O que Plácido es la película irrenunciable cuando llega la Navidad, para tener bien presente la mezquindad de los seres humanos y no dejarse engañar por las luces de colores. Así debería de ser la vida de un cinéfilo veterano: 365 películas incuestionables y una bisiesta. Nada más: 365 fiestas con las que quedarse ya para siempre, y encajarlas exactamente en cada día del año, cada una con su motivo y con su grandeza. Del mismo modo que los jacobinos renombraron los días del calendario con un fruto o con un animal, un cinéfilo de pro, que ya viviera en la bendita chaladura y en el destierro definitivo, tendría que llamarlos por el nombre de su película: el día de La gran belleza tengo que ir al dentista, o el próximo El hombre tranquilo me voy de vacaciones, o el día de Annie Hall viene de visita una prima de León -que ésta es otra película, Annie Hall, que cae cada año sin falta cuando llega la primavera, para recordar que los hombres somos de Marte y que las mujeres proceden de Venus, y que aquí, en la Tierra, tan ajenos y tan extraños, pero tan complementarios, nos hemos juntado a ver cómo sale este experimento galáctico.  


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La juventud

🌟🌟🌟🌟

Decir que uno, a los cuarenta y cuatro años, ya se considera inmerso en la decadencia es una licencia poética que sólo escribo en los días más tristes. Un gimoteo que utilizo para desahogarme, y para llamar la atención de las damas sensibles, a ver si alguna me adopta. 

Mi lamento, por supuesto, tiene mucho de exageración, pero también posee una almendra de verdad. Es evidente que a mi edad, razonablemente sano, pasablemente lúcido, no voy por ahí derrengado, achacoso, más pendiente de las obras municipales que de las piernas de las mujeres. Pero hace tiempo, desde luego, que coroné el puerto de la plenitud, y ahora, con más o menos garbo, voy sorteando las enrevesadas curvas del descenso. Allí en la cima tuve un hijo, escribí un libro y planté varios pinos descomunales, fibrosos, muy bonitos algunos. Ahora que ya no fabrico nada -salvo estas líneas tontas de cada día- me dejo llevar por la pendiente hasta que un día me pegue la gran hostia en una revuelta, o alcance, si tengo suerte, la línea de meta, que espero que esté muy lejos, a tomar por el culo si es posible.

    Así las cosas, pre-decadente y pre-viejo, he encontrado en las películas de Paolo Sorrentino un motivo para la reflexión, y también, de paso, para el disfrute visual, porque son obras de una belleza hipnótica, ocurrencias muy personales en las que yo extrañamente me reconozco, sin comprenderlas del todo, como quien vive un sueño propio rodado por otro fulano. Los personajes de Sorrentino son ancianos de verdad, no poéticos ni fingidos, pero encuentro en ellos una rara afinidad que empieza a preocuparme. 

   Me sucede con el Jep Gambardella de La gran belleza, por ejemplo, o con este par de amigos que conviven en el balneario de La juventud, que son tipos a los que ya les puede el cinismo, la melancolía, la pasión inútil por las cosas perdidas. Y uno, que vive a varias décadas de distancia, siente, sin embargo, que estos desgarros del ánimo ya le afectan en demasiadas ocasiones. Como si la vida se hubiera terminado de sopetón, y sólo quedara el paso de los días, y la simple curiosidad por los acontecimientos. 

    Seguramente exagero mucho, y me dejo llevar por la literatura barata, y por la lluvia en el cristal. Pero estos males del espíritu, aunque todavía estén en estado embrionario, son fetos terroríficos que ya viven en mi barriga como aliens del espacio, y a veces sueltan una pataditas que me dejan el estómago hecho unos zorros, poblado de mariposas negras que revolotean. Como murciélagos en la batcueva de Gotham City.


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La gran belleza

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Antes de que nazca la primera imagen de La gran belleza, leemos una sentencia de Céline que habla de la vida como un viaje, como una ilusión, como una novela en marcha que es igual de ficticia que la propia literatura. El significado no se entiende muy bien, la verdad, sobre todo si se posee una inteligencia tan poco sensible como la mía, sorda y ciega a la poesía, a la metáfora, a todo lo que no sea pura carne y duro metal. Mi cerebro es científico y frío, un amasijo de neuronas que analizan la realidad pero nunca logran trascenderla. Las películas que empiezan con estas adivinanzas de literatos suelen ponerme a la defensiva. Pero aquí, en La gran belleza, no sé por qué, siento desde el inicio que me están contando algo muy bello, y también muy personal. Porque la película a veces parece real y a veces parece un sueño, y mi vida, últimamente, es una experiencia lisérgica en la que no sé muy bien si estoy dormido o despierto, pues todo se enreda y se mezcla, y en los sueños se me aparecen personajes de la vigilia, y en la vigilia personajes del sueño, y todos me hablan del mismo tema obsesivo que tiene que ver con la decadencia y el rumbo perdido.




    La decadencia es esa enfermedad incurable, y a la larga mortal, que en La gran belleza hace de Roma una ciudad tan triste como enigmática. Es la misma decadencia que paraliza la vocación literaria de Jep Gambardella, periodista de la crónica social, sesentón y bon vivant, rey de la noche romana más desenfadada, dueño de un apartamento de lujo con vistas al Coliseo donde se reune la segunda fila de la jet set a montar sus parrandas. Allí, entre bailoteos y martinis, en las sobremesas y en las sobrecenas, esta fauna nocturna filosofa sobre la vida. Todos se saben navegando en el último barco, y ya nunca hablan de los sueños por cumplir, sino de los sueños que una vez pretendieron y la vida caprichosa les regaló, o les denegó. Qué mejor marco que Roma para hablar de lo que una vez fue y ya nunca será. Para dejarse llevar por la nostalgia que el alcohol inocula como un veneno. Para hablar de los viejos escritos, de los viejos amores, de los viejos amigos, ahora que todo se ha consumado y que ya sólo queda esperar, y reírse un poco de uno mismo.


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