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Magnolia

🌟🌟🌟🌟🌟

Dentro del átomo, los electrones giran alrededor del núcleo en una órbita estable que podríamos llamar estado de felicidad. Allí podrían pasar eones y eones si no fuera porque a veces son golpeados por una partícula energética que se cruza en el tiovivo: un ángel flamígero que viajando a la velocidad de la luz los expulsa de ese paraíso previsible y circular.

Las electrones desafortunados pasan a vagabundear territorios inhóspitos que no les corresponden, errando en espirales que les ponen nerviosos y cariacontecidos a la espera de que otro choque -esta vez afortunado- les devuelva a la zona de confort. Hay mucho de ciencia en todo esto, pero también mucho de azar, que es ese espacio indeterminado que la ciencia todavía no puede explicar. Son las casualidades inauditas, y las regiones de incertidumbre, que también se producen en el mundo macroscópico de los seres humanos.

    Todos los personajes de “Magnolia” -por ejemplo- también viven fuera de su órbita placentera. En algún momento de su pasado se sintieron congraciados con la vida dando vueltas alrededor de una persona amada, o de un trabajo edificante. Pero ellos, como los electrones malhadados, también sufrieron el choque con alguien que los descentró, que los expulsó de su pequeño paraíso. Una pura mala suerte, o un destino trágico que buscaban con ahínco. Ahora caminan por la vida con el ánimo por los suelos, y con la desazón instalada en el espíritu. Mientras esperan que el efecto mariposa les cruce con esa persona que les devuelva la alegría, los personajes de “Magnolia” pasan el tiempo presentándose a concursos, drogándose hasta las cejas, dando conferencias sobre la supremacía de las pollas... Son distintas formas de matar ese tiempo de las dudas. Unos dudan al cuadrado y otros se inventan certezas para no sufrir más.

Cuando esa persona especial golpee sus vidas, ellos por fin despertarán de su letargo, de su atonía, de su falsa vida de muertos vivientes, y en la alegría del retorno emitirán una sonrisa, o un llanto muy liberador. Es la física de la felicidad.





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Hannibal

🌟🌟🌟

Ha envejecido muy mal, Hannibal. O quizá soy yo, también, el que ha envejecido muy mal con ella. Han llovido tantos crímenes desde entonces, tantos gores que impactaban, tantas sanguinolencias que salpicaban… Nos hemos curtido la piel, o nos hemos aburrido de la truculencia, ya no sabría qué responder. Lo que hace diecisiete años –¡dios mío, diecisiete años…!- era una secuela más que digna de El silencio de los corderos, con Hannibal Lecter por fin de personaje principal, Clarice Sterling teñida de un pelirrojo muy sexy, y Ray Liotta mostrando su inteligencia en la inmortal escena de la casquería, ayer por la noche, en nostálgica sesión, cuarentón largo el uno y cuarentona corta la otra, se convirtió en una película de dudosa coherencia, de ocurrencias casi risibles, indignas de tan memorables guionistas que firman el libreto.



    Hannibal no resiste una batería de preguntas razonadas. Todo es efectista e improcedente. Muy interesante, claro, porque estamos hablando de Ridley Scott,  que tiene su pericia, y de Hannibal Lecter, que es un personaje subyugante, y la película, si te dejas llevar, si refrenas los impulsos del repelente niño Vicente, tiene un rollo muy guapo de thriller oscuro y perverso.  Pero no funciona, el apaño interior. Hay demasiado fórceps en las ocurrencias, demasiadas licencias en las ceremonias. Y Anthony Hopkins, además, está gordo. Pasado de kilos, y de años, porque tardaron tanto en pergeñar la secuela –que si problemas con el guión, con la financiación, con la participación finalmente evaporada de Jodie Foster- que a don Anthony se le pasó el arroz de la agilidad física, y cuando ataca como un tigre salvaje o como un antropófago con gusa da un poco la risa, la verdad. Lo mismo cuando esgrime el pañuelo de cloroformo que la daga retorcida que abre el vientre para desparramar los intestinos. Lecter es la puta hostia, pero no es un Navy Seal de movimientos felinos. En su celda del psiquiátrico, en Baltimore, se le veía un cuerpo fibroso, cuidado con esmero en la gimnasia carcelera. Pero ahora, en Florencia, Lecter se ha dado a la buena vida, a los buenos vinos, y a los macarrones artesanos, y está algo fofo y decadente, como el entorno artístico de la ciudad. Peor fue lo de El Dragón Rojo, que era una precuela de sus andanzas maduras y tuvo que rodarla disimulando que ya había entrado en la edad de la jubilación.
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Suburbicon

🌟🌟🌟

Después de ganar la II Guerra Mundial, el sueño americano de comprar una casa se fue pareciendo cada vez más al sueño colectivista que imaginaron los comunistas rusos o los nazis alemanes. Con la economía a todo trapo y las ayudas del gobierno puestas en marcha, los currantes americanos se compraron una casa en las afueras y un coche utilitario para ir y volver al trabajo o al centro comercial. Se instalaron en los suburbios para vivir en comunidades uniformes y bien avenidas. Todas las casas eran parecidas, y todos los céspedes tenían la misma extensión. La propaganda nazi que mostraba a rubísimos arios con su casa unifamiliar, su huerta propia y su Volkswagen aparcado en la puerta, no era muy diferente de los anuncios que poco después vendían casas en los parajes de Pensilvania o de Oklahoma. Los macartistas sospechaban con razón que todo aquello olía a europeísmo solapado. Quizá fue la única vez que acertaron en su diagnóstico. 


    Suburbicon empieza siendo un sueño inmobiliario y termina siendo una pesadilla asesina. Un guión de los hermanos Coen con aires muy coenianos, muy bestias, donde los seres humanos terminan sucumbiendo a sus pasiones sexuales y a sus pequeñas mezquindades. Lo habitual en los personajes que tienen la mala fortuna de pasar por sus películas. Bajo la urbanización intachable de Suburbicon discurren las cloacas por donde se evacúa la mierda. Y en paralelo, en un conducto muy fino camuflado entre las tuberías, discurre el deseo sexual que proviene de lo más profundo de la naturaleza, y que se cuela en algunas viviendas por la rejilla del aire acondicionado, como un gas de lujuria que viene a joder la pacífica armonía. 

Los vecinos de Suburbicon se ayudan, se regalan tartas, se cuidan los hijos los unos a los otros, como en kibutz israelí también de ideología colectivista, pero no pueden contener el deseo por otros maridos, o por otras mujeres. Es la carcoma que jode cualquier convivencia entre los seres humanos desde que el Neolítico nos arrejuntó para labrar la tierra y defenderla del invasor. Eso, y la envidia por las propiedades del vecino, que en Suburbicon no se produce debido a la monotonía inmobiliaria del paisaje.



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El gran Lebowski

🌟🌟🌟🌟🌟

Dos mil años después de que Jesús predicara en el lago Tiberíades, nació, en la otra punta del mundo, otro profeta que también predicaba la paz fraterna y el amor universal. La concordia entre los pueblos. El hombre se llamaba Jeff Lebowski y fue apodado el Nota. En sus tiempos de juventud, en la Universidad, mientras otros se aislaban en sus estudios y se preocupaban por el futuro, él salía de manifestación con una pancarta en la mano y con un porrete en la otra, para protestar contra la guerra de Vietnam. El Nota dio su ejemplo, tuvo sus discípulos, predicó entre las gentes, pero su mensaje se diluyó entre tantos profetas similares. California, en los años setenta, era como la Judea del siglo I: una tierra propicia para el sermón y para la revuelta. 
Será por eso que el Nota, incomprendido, se refugió varios años en el desierto.

    Al regresar, el Nota vino con otro mensaje, y con otras pintas. Inspirado en el Jesús de los evangelios -que también retornó transfigurado de sus tentaciones- el Nota se dejó el pelo largo, y la perillita, y se vistió con ropas holgadas a modo de túnica. Y se puso unas chanclas de piscina como sandalias de la antigüedad, que solo se quitaba para enfundarse los zapatos de la bolera. El Nota predicaba una paz diferente, interior. La paz del espíritu. Una cosa como budista, oriental, aunque los vodkas fueran de Rusia y los petas de Jamaica. 

    Con solo dos discípulos llamados Walter y Donny -un excombatiente de Vietnam y un exinteligente de la vida- el Nota fundó una religión que ha llegado hasta nuestros día: el dudeísmo, tan válida como cualquier otra que sermonea nuestros males. El dudeísmo predica el no predicar, y el practicar lo menos posible. Simplificar la vida, llevarlo tranqui, pensárselo dos veces. Y a la primera inquietud, un porrete, y unas pajillas, y un ruso blanco de postre, para serenar el ánimo alterado. Vive y deja vivir, tío. Hakuna matata. Take it easy. Respira hondo. Deja que fluya. Porque al final todo se reduce a eso: a estar a gusto con uno mismo. A que llegue la hora de dormir y los perros del estómago no se pongan a ladrar. Llegar a la almohada sin remordimientos ni malos pensamientos. Cerrar los ojos y dejarse ir con una sonrisa de niño. Bobalicona. La felicidad no es más que eso, tan sencilla como un pirulí, tan inalcanzable como las estrellas. Eso predica el Nota. Y yo digo amén a su Palabra, y la extiendo por el mundo. 




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Vania en la calle 42

🌟🌟

Mi yo de hace años era un impostor de la cinefilia. Un tipo que soñaba con escribir en alguna gacetilla para luego dar el salto a publicaciones de postín, y viajar con los gastos pagados a los festivales, a conocer mujeres hermosas en las alfombras rojas europeas. (Y así, tarde o temprano, en algún marco incomparable de la geografía, cruzar mi mirada con la de Natalie Portman para que ella comprendiera, tras tanto devaneo con hombres superficiales, que yo era el príncipe azul que la había esperado durante años).

    Pero el talento... Ay, el talento... Releo, por ejemplo, la crítica que entonces le dediqué a Vania en la calle 42 y me entra una vergüenza de mí mismo que me pone la cara colorada. En ese bodrio de escritura no hay más que paparruchas, como diría el abuelo Simpson. Pero es, entre otras cosas, porque fingía. Ahora que mi yo verdadero vuelve a gobernar el castillo, puedo decir que Vania en la calle 42 es una película insufrible. Libre ya del aplauso obligatorio, de la impostura del crítico, no he sido capaz de aguantar esta cháchara existencialista sobre el amor y la muerte. Teatro filmado que aburre a las ovejas rusas del siglo XIX, y a los borregos españoles del siglo XXI. Y que salgan corriendo, los amantes de Chejov, porque no los quiero en este blog, que es un club exclusivo para gentes de gusto simplón e inteligencia moderada. Yo escribo para el plebeyo, para el palomitero, para 


         De Vania en la calle 42 sólo perdura la belleza perturbadora de Julianne Moore, que incendia la pantalla con ese cabello fueguino y esos labios de cereza, y esta sentencia muy enjundiosa del doctor Astrov, el único personaje que dice cosas con sentido porque jamás suelta la botella de vodka.

           "Para que una mujer y un hombre sean amigos tienen que pasar tres etapas: primero conocidos, después amantes, y luego ya son amigos". 








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A single man

🌟🌟🌟🌟

No soy homosexual, ni vivo en Los Ángeles, ni soy profesor de literatura. No he perdido recientemente a un ser querido. Me gustan las mujeres, vive en La Pedania, soy maestro de escuela, y el único ser querido que ha perdido en accidente de tráfico es Juan Gómez, Juanito, hace ya veintipico años, en aquel maldito viaje hacia Mérida.
 
    Quiero decir que George, el protagonista de A single man, más allá de las gafas de pasta y de cierta apostura natural (o eso dice mi madre), poco tiene en común con este escribano provincial de las películas. Y sin embargo, desde las primeras escenas, uno se reconoce en su melancolía, en su despertar tortuoso de cada mañana. Me reconozco en su cara de panoli legañoso, en la mueca torcida del primer cara a cara con el espejo.  George entra en la ducha, prepara el desayuno, se come las tostadas, planifica la jornada que habrá de mantenerlo ocupado, pero todo lo hace con el hastío de quien se enfrenta a varias horas interminables, deberes y gente, tiempo robado y estupidez incurable. Horas infinitas hasta que llegue la felicidad del ocaso, y las ovejas vuelvan a sus rediles, y los mochuelos a su olivos, y uno, por fin, ya recogido en su batcueva, vuelva a respirar el aire renovado que dejaron las ventanas abiertas, ya solo consigo mismo, y con las películas, y con los libros, con los tormentos  que uno ha elegido libremente para flagelarse.


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Siempre Alice

🌟🌟

La primera media hora de Siempre Alice sólo se aguanta porque Julianne Moore, además de ser una mujer guapísima, es una actriz excelente que te deja embobado con sus florituras. Es como si llevara un interruptor escondido en su cabellera pelirroja, y pudiera transmutarse, cada vez que se arregla el peinado, de arpía en bonachona, de convencida en dubitativa, de exultante en deprimida.

         Pero Julianne, la dulce Julianne, la pelirroja Julianne, no basta para reprimir nuestros bostezos. No alcanza para asesinar nuestro desinterés por las desventuras de Alice Howland, que ya había nacido famélico y muy poco convencido. El drama de esta mujer aquejada de Alzheimer ni siquiera es una película: es, como mucho, un telefilm de sobremesa, y como poco, un documental sobre la aparición inexorable de los síntomas. La progresión dramática de Siempre Alice es de redacción escolar para cuarto de Primaria: primera escena, la vida feliz; segunda escena, me olvido de una palabra; tercera escena, me lío con las calles; cuarta escena, me dejo el champú dentro del frigorífico; quinta escena, consulta médica; sexta escena, marido comprensivo; séptima escena (two months later), Alice languidece en la esquina de un sofá... Y todo así. Y entre medias, bonitos planos de Alice paseando por la playa, o entrañables encuentros con sus hijas modélicas, o músicas celestiales que van acompañando su decadencia como querubines que la fueran sosteniendo para no caer, como en los cuadros del Renacimiento. 

    Siempre Alice es una película blandurria, empalagosa, previsible. Ni siquiera Kristen Stewart, que es una mujer que siempre ha derretido mi deseo, es capaz de levantarme el ánimo, derrengado y deprimido en el sofá recalentado del pre-verano.




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Maps to the stars

🌟🌟🌟

Maps to the stars es el nuevo tratado de David Cronenberg sobre el alma podrida de los seres humanos. Su filmografía entera es un recorrido por las basuras interiores que no podemos reciclar: los traumas de la infancia, la taradura de los genes, las desgracias de la vida... Se nos acumulan las bolsas de mierda, y nos volvemos hediondos por dentro, y tristes por fuera. O coléricos, si la frustración estalla. O depresivos, si la rabia implosiona. Ninguna película de Cronenberg termina con un canto a la esperanza, con una banda sonora que cante a la felicidad. No hay cura posible para sus personajes. Los desdichados que caen en sus manos nacen condenados desde las escenas iniciales, y siempre dan algo de pena, algo de cosilla, aunque luego, en este mundo cronenbergiano de excesos y salvajadas, se revelen como unos hijos de puta nada recomendables.


      Los neuróticos que pueblan Maps to the stars son personajes del mundillo hollyvudiense capaces de cualquier cosa por medrar, por triunfar, por tener las letras más grandes en los títulos de crédito. Una gentucilla que luce muy bien en las fotografías y en las alfombras rojas, pero que luego, en sus salones, en sus cuartos de baño, son mezquinos y vengativos como cualquier espectador que asiste a sus tribulaciones. A estos tipos ya los conocíamos de otras películas, pero en Maps to the stars, gracias a la mala uva de David Cronenberg, nos resultan especialmente desagradables y sucios. Unos, porque Julianne Moore o John Cusack son actores cojonudos que esconden mil registros en las mangas, y otros, porque Mia Wasikowska o Evan Bird ya tienen de por sí unos jetos extraños e inquietantes. 

    También sale, en Maps to the stars, esta actriz de belleza inconcebible que es Sarah Gadon. Ella es el fantasma nocturno que atormenta al personaje de Julianne Moore. Su piel blanquísima flota en las tinieblas de la noche. Su perfidia crece en el territorio de las pesadillas. Sarah es el personaje más terrorífico de la función. Siendo tan guapa y tan mala, provoca en los hombres un miedo instintivo y primitivo. Cagadito y enamorado, me quedé.


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Boogie Nights

🌟🌟🌟🌟

Se ha puesto de moda, en las revistas de cine, preguntar al entrevistado por el alias que habría elegido en caso de haber trabajado en una película porno. Algunos improvisan cualquier chorrada para salir del paso, y disparan nombres sin gracia ni salero. Otros, en cambio, que tal vez han leído el cuestionario con anterioridad, y saben a lo que vienen, traen a la entrevista respuestas muy cachondas y muy bien pensadas. Yo también le dedico unos cuantos segundos a la pregunta, cada vez que me la topo, como si fuera el entrevistado molón haciendo promoción de mi película, pero nunca se me ha ocurrido una gracieta que dejara sonrientes a los lectores y seducidas a las lectoras. 

    Aunque Max -que es el antropoide que vive dentro de mí- desearía que yo me hubiese dedicado al noble oficio del bombeo seminal, uno, que es el homúnculo encargado de poner cordura en este gallinero de mis instintos, nunca se vio en semejante papel. Nunca hubo oportunidad, ni intención, ni centímetros suficientes en caso de haberse presentado al cásting en Madrid, que me imagino, que son allí. He de confesar, para los que leen mis escritos y piensan que soy un réprobo al estilo del Marqués de Sade, encerrado en este manicomio autoimpuesto de mi habitación, que ni siquiera he protagonizado uno de esos vídeos amateur que pueblan las páginas gratuitas en internet, una de esas cutreces con polvos llenos de pelos y lorzas disimuladas por las sombras. Para qué, digo yo, si no hay cuerpo que enseñar, ni gimnasias de las que presumir, ni técnicas novedosas que legar a las próximas generaciones de pornógrafos. 




Con estas consideraciones he ido rellenando las escasas distracciones que permite el ritmo endiablado de Boogie Nights, la película de Paul Thomas Anderson. Es imposible no verla sin que uno se pierda en estos enredos mentales, porque las neuronas espejo no descansan mientras la película está en marcha, y contemplar las tribulaciones de un actor porno e imaginarse uno de la misma guisa, puesto en acción, forman parte de la misma experiencia, de la misma conciencia, como sales indisolubles en el magma del pensamiento. Si Eddie Adams, el chico de los treinta centímetros de Boogie Nights, encontró su apodo sonoro en "Dirk Diggler", yo sigo sin encontrar el alias que hubiese hecho justicia a mis artes amatorias. Algo de un oso en invierno, quizá, por las grasas y por los pelos, pero no acabo de acertar con la sonoridad.
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Game Change

🌟🌟🌟

Game Change es un telefilm de HBO que nuestras televisiones gratuitas jamás estrenarán, y que cuenta la carrera electoral de Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos. Julianne Moore -mi Julianne, la actriz descomunal de los mil registros y los mil cabellos pelirrojos- da vida a esta inclasificable mujer que siendo medio lista y medio lela, medio estúpida y medio bruja, a punto estuvo de colarse en la Casa Blanca para provocar la carcajada y el caos entre sus queridos compatriotas.

Aunque a primera vista pueda parecer una película de intriga política, con los asesores presidenciales y los planificadores de campaña viajando en autobuses que recorren los estados, Game Change está más próxima al género de catástrofes que le ponen a uno los huevos en la garganta. Nos pasó rozando, el cometa Palin. A mil kilómetros escasos se quedó del impacto sobre la Tierra. Al menos sobre esta Tierra que seguimos disfrutando, todavía entera y verdeazulada, porque hay otra Tierra, alternativa y desgraciada, que sí sufrió el choque con ese asteroide. Existe, en algún lugar del cosmos, flotando en las coordenadas fatídicas del destino, un universo alternativo donde John McCain derrotó a Barack Obama en aquellas elecciones presidenciales, y donde luego, a los pocos meses, el anciano sufrió un infarto que puso la puntilla a su mala salud. En esa línea temporal, Sarah Palin, la mujer de la incultura enciclopédica, de la arrogancia inquebrantable, de la estupidez supina elevada a la categoría de chulería moral, es nombrada Presidenta de los Estados Unidos, y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. En ese universo paralelo, mi otro yo se levanta cada mañana mirando al cielo en busca de los misiles que habrán de poner fin a la vida, o la inundación bíblica de los mares, recalentado y fundido el hielo de la Antártida en el microondas venusiano de la quema petrolífera.




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