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Jules y Jim

🌟🌟

Movido por el deber de las revisitaciones, cedo dos veces a la cabezadita del sueño mientras veo, o más bien trato de ver, Jules et Jim, el aclamadísimo clásico de Truffaut. El primer sueño interrumpe la película a los diez minutos, y cuando vuelvo en mí, el reloj del vídeo ya corre raudo por la media hora. Han sido, pues, veinte minutos de vuelo sin motor por los paisajes de mi interior, indiferente a las golferías trifásicas de estos dos tunantes enamorados. Reconcomido por la culpa rebobino lo perdido, pero unos minutos después vuelvo a caer fulminado por el aburrimiento, justo cuando Jean Moreau hace su primera aparición en la tostada, y el ménage à trois más citado en la historia del cine está cometiendo sus primeros y terribles pecados. Rebobino de nuevo la grabación, molesto por mi desidia, avergonzado por mi comportamiento. Pero ninguna actitud de niño aplicado podrá salvarme ya del tedio y la indiferencia. El resto de Jules et Jim lo voy troceando con pausas para el café, con visitas al cuarto de baño, con parones esporádicos para ver como va el partido de Nadal en Wimbledom... Llego al final de la película desfondado, arrastrándome por el metraje, como un maratoniano cojitranco que sólo quiere traspasar la línea de meta por orgullo.

Truffaut, una vez más, vuelve a dejarme indiferente. E incluso un pelín mosca. Cincuenta años de cine separan sus clásicos en blanco y negro de mi deficiente formación como espectador, y ese abismo ya no hay puente que lo salve. Jules et Jim, como tantos otros clásicos del santoral, es una película de obligada visión, porque es historia del cine, obra capital de una época donde sólo sugerir un ménage à trois encendía las plateas y resquebrajaba la sociedades. Pero no es, desde luego, una película de obligado disfrute. Que me aspen si he entendido algo de lo que Jules, Jim, Truffaut y esa locatis de Catherine querían enseñarme.

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