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Todos a la cárcel

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Berlanga, sin Azcona, era como Butragueño sin Hugo Sánchez; como Cansado sin Faemino; como el Dúo sin Dinámico... Buenos en lo suyo, pero sin mordiente. Oliver sin Hardy, Oliver sin Benji, Esteso sin Pajares, que me he quedado sin más Olivers... Cumplidores, pero romos. Profesionales, pero alejados de la genialidad. Berlanga, al igual que ellos, tuvo que encontrar una pareja de baile para soltar los pies y echar a volar.

Antes de conocer a Rafael Azcona en los cafés de Madrid, Berlanga rodaba películas amables, divertidas, precuelas hispánicas y grises de Modern Family. Después de conocer al diablillo de Logroño -que ya había sembrado de maldades las películas de Ferreri- Berlanga trascendió su cuerpo mortal para rodar una obra maestra tras otra: películas cargadas de mala leche, ácidas como pomelos, incisivas, inteligentes, inmisericordes con la miseria moral de los humanos. Estos dos tunantes nos desnudaron. Nos enseñaron que la comunicación humana es posible -de hecho se da a todas horas- pero el entendimiento no. Que todos hemos venido a hablar de nuestro libro, como decía el otro. Que siempre hay alguien jodiendo los diálogos, las escenas, las reuniones, los besos... Que llevamos la chapuza no como un hábito adquirido, sino como un fragmento de ADN fundamental. Que somos egoístas, cicateros, pesados, plomizos, a veces absurdos, pero que la civilización nos ha enseñado a disimular cojonudamente. A veces... Todo eso nos enseñaron Azcona y Berlanga trabajando codo con codo, meninge con meninge.

Todos a la cárcel, ay, es Berlanga sin Azcona. La fase última de su filmografía. La película está bien, pero no es lo mismo. Donde no llega Azcona ponemos una pedorreta, un cagarro, un mecagoendiós y todo solucionado. Te ríes, pero echas de menos al logroñés. Todos a la cárcel es Marianico el corto y el señor Barragán. No queda ni rastro de los Monty Python, que eran otros denunciantes sanguinarios de nuestra estupidez, entre risas y tal, con muchos gags inolvidables.




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Suspiros de España (y Portugal)

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Fray Clemente y fray Liborio son dos monjes que han perdido la vocación, y que además se han quedado solos en el monasterio, una vez muerto el abad. Sin ninguna razón que los ate ya a la vida consagrada, se lanzarán a vivir la vida de los civiles, de la España moderna, allá en extramuros. Fray Liborio -Juan Luis Galiardo- es un tipo leído y de amplios saberes, mientras que Fray Clemente -Juan Echanove- es un tontalán con las meninges algo lentas, y demasiado altas en calorías. Tan parecidos a don Quijote y a Sancho Panza, que ambos saldrán en busca de una ínsula Barataria que poder gobernar, en este caso una dehesa extremeña sobre la que fray Clemente posee legítimos derechos de herencia.

Los ahora rebautizados como Pepe y Juan recorrerán las mesetas desfaciendo entuertos, salvando damiselas y sorteando contratiempos con picarescas que ellos mismos se perdonan con santiguos y latinajos. Lo más divertido -y también lo más hiriente- de Suspiros de España (y Portugal) es comprobar que la España de Cervantes y la España de la Unión Europea no se diferencian gran cosa. Si cambiamos a Rocinante y al rucio por la furgoneta del pescado, y los caminos polvorientos por las carreteras asfaltadas del MOPU, todo sigue más o menos como estaba. Los curas, los militares y los jueces -las gentes de mal vivir, que decía el dibujante Ivá- siguen gobernando este país como si fuera su cortijo particular, y sólo nos lo dejaran de vez en cuando en régimen de alquiler. Cuando se van de vacaciones, o se despistan con la propaganda. Hasta un rey con belfo seguimos teniendo, aunque ya no pertenezca a los Habsburgo de Austria, sino a los Borbones de Francia.

Rafael Azcona y José Luis García Sánchez, en plena fiebre post-europea y post-olímpica, no se dejaron engatusar por los cánticos de la modernidad, y rodaron esta película para recordarnos que España sigue siendo un país medieval y esperpéntico, y que las academias de inglés, las becas Erasmus y los triunfos deportivos sólo son el barniz de un mueble muy viejo y desgastado. Que llevamos siglos de retraso respecto a los países civilizados, desde los tiempos de la Contrarreforma, y que seguramente necesitaremos otros tantos para recuperar el tiempo perdido. 

Mientras tanto, para entretener la espera, bien está que nos saquen a Neus Asensi en la flor de su edad, y de su hermosura.


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Familia

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Todas las familias se han vuelto, en cierto modo, de alquiler. Como ésta que Juan Luis Galiardo contrata en la película. En las teocracias de nuestra niñez la gente se casaba para siempre y la familia era la Familia, la famiglia, como si viviéramos en Sicilia. Y para preservar esta unidad indisoluble durante décadas y décadas, los cónyuges se iban de amantes, de putas, de butaneros, de secretarias... La infidelidad era necesaria para mantener la fidelidad jurada ante el altar o ante los dioses. La válvula de escape, en socorrida metáfora. 

Ahora, sin embargo, traída de  Escandinavia y de los países anglosajones, la monogamia sucesiva se ha impuesto en nuestras costumbres, y ya nadie se atreve a jurar amor eterno a su pareja. Y si lo jura, lo hace añadiendo un asterisco al final, o cruzando dos dedos tras la espalda. Porque el mercado se ha vuelto libre, desregulado, y ya no hay moralistas que condenen desde el púlpito. Cualquiera puede ser sustituido en cualquier momento; o ejercer de sustituidor. En el mercado siempre nos espera -o eso creemos- alguien más guapo, más divertido, más conveniente… Con mejores prestaciones en lo sexual. O simplemente distinto, alejado de la rutina. Es el liberalismo económico trasladado al mercado sexual, que escribía Houellebecq en sus novelas.


    En un abrir y cerrar de ojos -hablando en términos evolutivos- los hogares para toda la vida han dejado de existir. O casi. Sólo resisten en algunos nichos ecológicos del conservadurismo, o del amor muy verdadero. Son las familias compradas, con hipoteca vitalicia, que subsisten con la bandera de su orgullo colgada en el balcón: dos corazones entrelazados sobre un fondo verde esperanza. La pesadilla de los daltónicos. Son las parejas ideales que en realidad muchos contemplamos con envidia. Porque todo esto de la monogamia sucesiva está muy bien, y es tentador, y abre ciertas posibilidades sexuales, pero a partir de una cierta edad todo son arrugas y pedos, manías y canas, disfunciones y halitosis. Y ya nadie está por la labor de aguantar a nadie en semejantes decadencias. Tentados por el sueño del amor renovado donde sólo triunfan los primeros de cada promoción –que son los mismos que antes triunfaban en las discotecas juveniles- todos acabamos más solos que la una. Como Juan Luis Galiardo en la película.





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El vuelo de la paloma

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Cuánto nos reíamos, en los años ochenta, de los fachas... En las películas españolas los ridiculizaban  como espantajos risibles del pasado. Y nosotros aplaudíamos felices y liberados. Qué tontos fuimos.

    Termino de ver El vuelo de la paloma, comedia entrañable del dúo García Sánchez y Azcona, y una insidiosa melancolía se instala en mi ánimo. Aquí se ríen de un fascistilla que regenta la Asociación de Amigos del Tirol, y que se pasa todo el día asomado al balcón, lanzando proclamas, exhibiendo banderas, riñendo a los artistas porque ya no ruedan películas como las de antes, como Raza, o ¡A mí la legión!, o Los últimos de Filipinas... Cuánta risa nos daban entonces los fachas, sí. Cuando de jóvenes íbamos al cine pensábamos que estos tipos ya eran toro pasado, carne de carcajeo, fantasmones sin susto. Pensábamos que España era un país definitivamente moderno, liberal, europeo. Eran los años de la movida, del revolcón, de los armarios abiertos. Los socialistas siempre ganaban las elecciones. Chanchullaban, mentían, traicionaban los principios, pero también construían hospitales, y escuelas, y repartían condones entre los jóvenes, aunque muchos no llegáramos ni a estrenarlos, perdedores eternos en la ideología ancestral de las mujeres guapas.

    En los años ochenta pensábamos que todo el monte era orégano. Qué poco sabíamos.... Sólo cuatro años después de estrenarse El vuelo de la paloma, un admirador de los viejos tiempos, con mostacho falangista y cara de mala hostia, gobernaba este país con una máscara de sonrisa falsa que te helaba la sangre. Luego se le subió la megalomanía hasta el bigote, y envuelto en banderas y en himnos militares nos llevó al borde del abismo moral. Desaparecido del panorama, creímos que su presencia sólo había un mal sueño, la psicosis colectiva de un puñado de votantes engañados. Y alegres y triunfantes volvimos a reírnos de los fachas, de los derechistas carpetovetónicos, de los pijos de Nuevas Generaciones. De las rubias con mechas que sabían perfectamente cuanto costaba un bolso de Loewe y no tenían ni puta idea de lo que costaba un kilo de tomates. Cuánto nos volvimos a reír de ellos, sí.

     Y de repente, en una cascada vertiginosa de acontecimientos que todavía no hemos acertado a digerir, unos fulanos dejan de pagar sus hipotecas en Estados Unidos y por arte de magia los tenemos otra vez aquí, aprovechando la ruina y la depresión, a los nietos de los fachas, a los hijos de los fachorros, trajeados, engominados, melifluos, riéndose ahora de nosotros: de los progres, de los rojos, de los perdedores de la historia, de los tontainas del buen corazón, de los ignorantes de la vida.





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