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Los años bárbaros

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Hace un mes afirmé en estos escritos que Marie-Josée Croze era la actriz más guapa que había visto jamás. Creo que hasta hice un juramento y todo... Sus escasos minutos en Múnich convalidaban la visión de diez ángeles enviados por el Cielo. Si hay que morirse para contemplar la idea de la Belleza, así, en abstracto, como predicaba Platón a sus conciudadanos, Marie-Josée es como un anticipo carnal del Más Allá. La sombra mejor perfilada en la caverna del filósofo...  

Pero hoy, porque soy así de veleidoso y de enamoradizo, he de romper mi juramento para rejurar sobre la re-Biblia, o sobre Los ensayos de Montaigne, que son mi libro de cabecera, que Allison Smith es la mujer que yo sin duda me pediría para pasar el resto de mi vida, si yo fuera el primero a la hora de elegir, claro, y ella, por supuesto, aquiesciera o aquiesciese con mis múltiples defectos.  Es como si sus padres me hubieran leído el pensamiento a la hora de forjarla. Y eso que yo, por entonces, aún no había nacido... Pero así son, recordémoslo, los milagros.

Allison, en la película de Fernando Colomo, es una mujer bárbara en tiempos bárbaros. Bárbara de belleza, y bárbara de intrepidez. La película transcurre en los primeros “años de la Paz”, cuando todavía se fusilaba a mansalva, o se encarcelaba por hacer una pintada en la universidad. Los tiempos que Santi y Rocío sueñan cada vez que dan su cabezadita de la siesta... Pero ojo, porque los tiempos bárbaros pueden volverse corpóreos en cualquier momento. De momento,  las pintadas ya no se hacen en los muros, sino en las letras de los raps, y te cuestan igualmente la cárcel o el exilio. Fusilar, en democracia, no se fusila, pero al que afirma que le gustaría fusilar a 26 millones de rojos para limpiar España (sic) se le respeta, se le mantiene la pensión y se le deja seguir rebuznando. Por si cuela...

Mientras tanto, en un campo de tiro, un defensor de la patria, con asiento en el Parlamento, practica tiro con un fusil del ejército. Le han dicho que no baje la guardia, que puede amanecer en cualquier momento.





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Suspiros de España (y Portugal)

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Fray Clemente y fray Liborio son dos monjes que han perdido la vocación, y que además se han quedado solos en el monasterio, una vez muerto el abad. Sin ninguna razón que los ate ya a la vida consagrada, se lanzarán a vivir la vida de los civiles, de la España moderna, allá en extramuros. Fray Liborio -Juan Luis Galiardo- es un tipo leído y de amplios saberes, mientras que Fray Clemente -Juan Echanove- es un tontalán con las meninges algo lentas, y demasiado altas en calorías. Tan parecidos a don Quijote y a Sancho Panza, que ambos saldrán en busca de una ínsula Barataria que poder gobernar, en este caso una dehesa extremeña sobre la que fray Clemente posee legítimos derechos de herencia.

Los ahora rebautizados como Pepe y Juan recorrerán las mesetas desfaciendo entuertos, salvando damiselas y sorteando contratiempos con picarescas que ellos mismos se perdonan con santiguos y latinajos. Lo más divertido -y también lo más hiriente- de Suspiros de España (y Portugal) es comprobar que la España de Cervantes y la España de la Unión Europea no se diferencian gran cosa. Si cambiamos a Rocinante y al rucio por la furgoneta del pescado, y los caminos polvorientos por las carreteras asfaltadas del MOPU, todo sigue más o menos como estaba. Los curas, los militares y los jueces -las gentes de mal vivir, que decía el dibujante Ivá- siguen gobernando este país como si fuera su cortijo particular, y sólo nos lo dejaran de vez en cuando en régimen de alquiler. Cuando se van de vacaciones, o se despistan con la propaganda. Hasta un rey con belfo seguimos teniendo, aunque ya no pertenezca a los Habsburgo de Austria, sino a los Borbones de Francia.

Rafael Azcona y José Luis García Sánchez, en plena fiebre post-europea y post-olímpica, no se dejaron engatusar por los cánticos de la modernidad, y rodaron esta película para recordarnos que España sigue siendo un país medieval y esperpéntico, y que las academias de inglés, las becas Erasmus y los triunfos deportivos sólo son el barniz de un mueble muy viejo y desgastado. Que llevamos siglos de retraso respecto a los países civilizados, desde los tiempos de la Contrarreforma, y que seguramente necesitaremos otros tantos para recuperar el tiempo perdido. 

Mientras tanto, para entretener la espera, bien está que nos saquen a Neus Asensi en la flor de su edad, y de su hermosura.


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La Zona

🌟🌟🌟

El carbón ya no alimenta el corazón de las centrales térmicas. El cambio climático ha secado los saltos de agua que movían las turbinas. Cuatro hijos de puta se llenan los bolsillos para que los aerogeneradores estén donde no deben o sean insuficientes para responder a la demanda. Un nuevo portaaviones de los americanos se ha plantado en el Golfo Pérsico para subir el precio del petróleo hasta precios inasumibles. Otra vez el barril de Brent por las nubes y otra vez que no nos explican quién coño era Brent, o dónde narices está Brent. 

Acogotado por la crisis energética, el gobierno español ha decidido desdecirse de sus promesas y se ha lanzado a la construcción de centrales nucleares que alimenten nuestros televisores y nuestros cargadores para los móviles, como los franceses y los finlandeses, que por otro lado parecen pueblos muy civilizados, muy razonables, para nada chapuceros como los soviéticos de Chernóbil. España, además, no ha visto un tsunami en su puta vida -lo más parecido la galerna del Cantábrico, o el encabritamiento de Gibraltar- así que el fantasma de Fukushima no asusta demasiado por estos lares del Mediterráneo.

    Hay, por supuesto, debate político, y protestas en la calle, y jóvenes que se encadenan a las verjas de las centrales, hasta que un día -porque esto es España, y no Francia ni Finlandia- alguien se deja el grifo abierto, o la grieta sin reparar, o escamotea la densidad del hormigón para ganarse un sobresueldo y llega el escape fatal en Fukushima de Onís, o en Chernóbil del Narcea, y se monta la de Dios es Cristo.  Y nos hacen una serie con la trama....

Cuando la radiación llega hasta la cueva de la Santina, algunos profetas anuncian el fin de los tiempos, o el regreso de los musulmanes reconquistados. Muchos kilómetros a la redonda se vuelven inhabitables para la fauna humana y animal, convirtiéndose en un agujero negro de Google Maps llamado La Zona. Pasado el primer susto, y acotado el primer perímetro, regresarán al ecosistema podrido las hienas y los buitres, pero no los bichos peludos, ni las aves emplumadas, sino los bípedos andantes que sacan tajada de cualquier desgracia que se presente: los mafiosos de la chatarra, los explotadores del jornal, los contratistas del gobierno, los políticos de la medalla… Demasiados enemigos para el inspector Uría, que no vive sus mejores días en lo personal, y que se arrastra con cara de muy mala hostia por los andurriales .



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Bajarse al moro

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A lo mejor soy yo, que con las canas me dejo llevar por la nostalgia, pero tengo la impresión de que este país era más feliz hace treinta años, cuando Fernando Colomo rodaba comedias como La vida alegre, o Bajarse al moro, películas imperfectas, y muy poco oscarizables, pero que traslucen una España jovial y esperanzada. Es un cine simpático, entrañable, que te contagia el buen rollo para toda la tarde, como si el humo de los porretes traspasara la pantalla e inundara esta habitación donde siempre han regido las buenas costumbres. A mi pesar...

    En los tiempos de Bajarse al moro no llevábamos ni dos años siendo europeos, y nos llovía el maná que arreglaba las carreteras y construía los polideportivos. El Mercado Común -que decíamos entonces- era la madrina que nos regalaba cinco mil pelas cada vez que le dábamos un beso, y la fuente no parecía tener fin. Ahora la fuente fluye en sentido contrario, y somos nosotros los que metemos dinero por el caño para no ser devueltos al cutre mundo de la peseta. En los años ochenta, además, para tenernos entretenidos y no mirar donde no debíamos, los exsocialistas nos trajeron el avance social, y el progreso de las costumbres, y España se llenó de arte, de rock, de cine guarrindongo. El sexo pasó a ser una celebración de los sentidos, y los curas una banda terrorista contraria a la alegría. Aparecieron los condones, y los tangas, y los trujos, que en Bajarse al moro son el mcguffin que anima el cotarro, y sólo los más descerebrados, y los más marginales, cayeron en los excesos que otros usaron como propaganda contra Epicuro. 

El resto de españolitos -mientras los políticos nos engañaban para construir un mundo peor- vivía un sueño de fiesta perpetua que casi llegamos a creernos. Incluso yo lo soñaba, con mis dieciséis años provincianos.  Yo veía las películas de Fernando Colomo y de otros pecadores de la pradera, en León, tan lejos del Moro, y era como mirar la fiesta por el ojo de la cerradura, anticipando los placeres que aquellos tipos habían conquistado. Luego la fiesta se dio como se dio, porque una mala tarde la tiene cualquiera, pero eso ya es material para otra confesión, y para otra película.




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El vuelo de la paloma

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Cuánto nos reíamos, en los años ochenta, de los fachas... En las películas españolas los ridiculizaban  como espantajos risibles del pasado. Y nosotros aplaudíamos felices y liberados. Qué tontos fuimos.

    Termino de ver El vuelo de la paloma, comedia entrañable del dúo García Sánchez y Azcona, y una insidiosa melancolía se instala en mi ánimo. Aquí se ríen de un fascistilla que regenta la Asociación de Amigos del Tirol, y que se pasa todo el día asomado al balcón, lanzando proclamas, exhibiendo banderas, riñendo a los artistas porque ya no ruedan películas como las de antes, como Raza, o ¡A mí la legión!, o Los últimos de Filipinas... Cuánta risa nos daban entonces los fachas, sí. Cuando de jóvenes íbamos al cine pensábamos que estos tipos ya eran toro pasado, carne de carcajeo, fantasmones sin susto. Pensábamos que España era un país definitivamente moderno, liberal, europeo. Eran los años de la movida, del revolcón, de los armarios abiertos. Los socialistas siempre ganaban las elecciones. Chanchullaban, mentían, traicionaban los principios, pero también construían hospitales, y escuelas, y repartían condones entre los jóvenes, aunque muchos no llegáramos ni a estrenarlos, perdedores eternos en la ideología ancestral de las mujeres guapas.

    En los años ochenta pensábamos que todo el monte era orégano. Qué poco sabíamos.... Sólo cuatro años después de estrenarse El vuelo de la paloma, un admirador de los viejos tiempos, con mostacho falangista y cara de mala hostia, gobernaba este país con una máscara de sonrisa falsa que te helaba la sangre. Luego se le subió la megalomanía hasta el bigote, y envuelto en banderas y en himnos militares nos llevó al borde del abismo moral. Desaparecido del panorama, creímos que su presencia sólo había un mal sueño, la psicosis colectiva de un puñado de votantes engañados. Y alegres y triunfantes volvimos a reírnos de los fachas, de los derechistas carpetovetónicos, de los pijos de Nuevas Generaciones. De las rubias con mechas que sabían perfectamente cuanto costaba un bolso de Loewe y no tenían ni puta idea de lo que costaba un kilo de tomates. Cuánto nos volvimos a reír de ellos, sí.

     Y de repente, en una cascada vertiginosa de acontecimientos que todavía no hemos acertado a digerir, unos fulanos dejan de pagar sus hipotecas en Estados Unidos y por arte de magia los tenemos otra vez aquí, aprovechando la ruina y la depresión, a los nietos de los fachas, a los hijos de los fachorros, trajeados, engominados, melifluos, riéndose ahora de nosotros: de los progres, de los rojos, de los perdedores de la historia, de los tontainas del buen corazón, de los ignorantes de la vida.





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