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Aupa Josu

🌟🌟🌟🌟

Antes de Juan Carrasco existió Josu Zabaleta. Si el tontolaba de Juan era Ministro de Agricultura en Madrid y nos partíamos el culo con él, nuestro Josu -no menos ahostiable y achuchable- es Consejero de Agricultura en Euskadi y también nos partimos la caja de la risa. 

No sé qué tienen Juan Cavestany y Diego San José contra los departamentos de agricultura... Será que les vienen de perlas porque nadie es capaz de nombrar a estos tipos, o a estas tipas, en una encuesta callejera:

- ¿Conoce usted el nombre de la Ministra de Agricultura, Pesca y Alimentación?

- Ni puta idea, oiga.

Puede que ese anonimato ancestral- que es siempre el mismo gobierne quien gobierne- tenga que ver con que las cosas del campo siempre dependen de los meteoros o de Bruselas, que son dos agentes caprichosos e incognoscibles. El primero porque está sujeto al caos atmosférico que gobierna los cielos, y el segundo porque depende de que treinta países se pongan de acuerdo en la producción del pepino. Así que podrían sentarme a mí en el escaño del ministerio o de la consejería que daría un poco igual. Un asesor de imagen y un subsecretario que administre el día a día, y hala, p’alante, a codearse con los ministros importantes, los que llevan la sanidad, y la educación, y la cosa de los pepinos explosivos, más decisivos y acojonantes que los pepinos de la huerta.

Josu Zabaleta es la mediocridad hecha carne con bigotón. Otro político berzotas, medio listo y medio lelo, que fuera de la estrecha pecera de su partido se ahogaría en cuestión de veinte segundos. Yo ni siquiera sabía que “Aupa Josu” existía hasta que el otro día me dio por bucear en la filmografía -y seriografía- de Borja Cobeaga. Allí apareció este episodio piloto de una serie que nunca se llegó a rodar. Dicen que es porque el tema de ETA aún era espinoso y urticante. Yo creo que el escándalo estaba en retratar a los políticos como Francisco de Goya retrató a los Borbones: con esa cara de memos tan risible pero dramática.






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Sentimos las molestias

🌟🌟🌟


Aún me quedan 20 años para llegar a estas ancianidades de “Sentimos las molestias”. Y eso con suerte... Pero no es lamento de previejo, o de quejica profesional: es una prevención estadística, nada más. Hay unas tablas, unas estadísticas, unas esperanzas de vida... Por otro lado estoy viendo la segunda temporada de “Frasier” y me siento mucho mejor que el doctor Crane con diez años de más: más lúcido, más en forma, más... Si hay una procesión del infortunio, ésta va por los adentros, recitando su letanía.

Pero aunque me falten dos décadas para estar como Resines y Rellán -la doble R del sonotone, de la Viagra, del hueso rechinante en cada levantarse del sofà- conviene ir haciendo una visita por esas edades para tomar conciencia del futuro. No es que uno no sepa, o que no tenga seres queridos, pero yo, las cosas, hasta que no me las explican en una ficción, es como si no terminara de creérmelas del todo. Si las personas cabales buscan certezas en la realidad, yo, atravesado de nacimiento, perdido para siempre en la otra dimensión, necesito que la pantalla del televisor me diga que sí, que en efecto, que las cosas son así. Que dentro de unos años me espera la pitopausia con todas sus complicaciones y también con todas sus simplicidades. Hay jodiendas que aparecen y jodiendas que, de pronto, se esfuman en el aire.

Digo esto porque a Resines y a Rellán les pasan muchas cosas en la serie -tontas y serias-, pero la mayor parte de sus tribulaciones provienen de aquel verso de Franco Battiato que últimamente repito mucho en los escritos:

“Y los deseos no envejecen

a pesar de la edad”.

A ellos también les pasa, y ahí se dan presos, como diría Rafael Azcona, que hablaba del alivio que le supuso la pérdida del deseo. El tiempo que se ahorraba, y las energías que reconcentraba. Maneras de verlo. Dentro de 20 años ya emitiré una opinión.





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Un efecto óptico

🌟🌟


Hace dos semanas, en Sopa de ganso, en este mismo televisor, Rufus T. Firefly decía de Chicolini: “Es posible que hable como un idiota, y que parezca un idiota. Pero no se llamen a engaño: es un idiota”. Es exactamente lo mismo que pasa con esta película, “Un efecto óptico”, la nueva ocurrencia de Juan Cavestany: que parece una idiotez, y rezuma idioteces, pero en el fondo no nos engaña: es una idiotez.

 Eso lo sabemos todos los espectadores de sofá y mantita, que tardamos unos veinte minutos de media -yo, como soy más lerdo, tardé diez minutos más- en comprender que nos están tomando el pelo. Que esto no es una “narración metafílmica”, ni una “fragmentación del lenguaje cinematográfico”, ni gilipolleces así que nacen del cerebro enfermo de los críticos. “Un efecto óptico” es una memez, una cosa que pretende ser como de David Lynch y no le llega, vamos, ni a la altura del tobillo. No te ríes con los personajes, no te inquietas, no sufres, no empatizas... Básicamente te la sopla lo que les pase a estos dos burgaleses visitando ese Nueva York que a veces es Madrid y a veces Burgos otra vez, en un juego absurdo y gilipollesco. “Es que la película está mal rodada”, dice el personaje de su hija. Ni tanto, querida, ni tanto...

Sin embargo, ya digo que la crítica oficial -que son los espectadores de festival, de pase de prensa, de estreno con azafatas y canapés- dicen de “Un efecto óptico” muchas cosas altisonantes y escolásticas, como si esto fuera un producto cultural sólo al alcance de las mentes preclaras e instruidas. La pose de los culturetas... Donde hay un personaje idiota que habla como un idiota y parece un idiota, ellos, sólo por contradecir, por dárselas de no sé qué, te sueltan que han encontrado a un tipo que desestructura la realidad. Pues bueno... Cavestany, cuando hace series para televisión -supongo que rodeado de buenos guionistas- hace joyas del humor como Vergüenza, o como Vota Juan. Geniales. Pero cuando da rienda suelta a sus desestructuraciones le salen cosas así, indefinibles, pedantes, y muy aburridas.




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Vota Juan

🌟🌟🌟🌟🌟

No me molesta que Vota Juan sea un refrito de Veep cocinado a la española. Bienvenido sea el homenaje ibérico, la traducción al vernáculo. ¿Por qué no? La genialidad de Armando Ianucci puede ser cultivada en cualquier clima donde crezcan políticos de medio pelo, asesores merluzos, estrategas gilipollas, periodistas paniguados y, por supuesto, votantes sin criterio. O lo que es lo mismo: casi en cualquier lugar del mundo.



    Vota Juan retoma la idea genial del político tontolaba que va superando escollos contra todo pronóstico, le pone un sofrito de ajo y cebolla, unos choricitos picantes, un plato de buen jamón extremeño para acompañar, y por supuesto, para beber, un buen vino de Rioja, que es la patria natal de Juan Carrasco, el Juan del título, un político que ya no es de medio pelo, sino de pelo ninguno. Ni de listo ni de tonto. Un animal político, que se dice, de esos que nunca sabes si es que no llegan o es que se pasan. Un CI imposible de calcular, que lo mismo le pones un test y te sale un deficiente profundo que un genio incomprendido. Sólo tenemos que encender el ordenador o poner el telediario cada día -y más ahora, en estos tiempos tan excepcionales- para encontrarnos con varios Juan Carrasco que en realidad sólo saben de aparatos internos, de trapicheos de partido, de estrategias caciquiles, y que carecen de la inteligencia necesaria para conjugar el bien propio con el bien común. O eso, o que son más inteligentes de lo que pensamos…

    Supongo que en los países serios -los nórdicos, los canadienses, y poco más- , una serie como Vota Juan no puede hacer mucha gracia porque no conciben que un tipo como éste pueda gestionar los asuntos del bien común, y que nosotros, además, le dejemos hacerlo con nuestro voto. Y donde ellos, los rubios del Norte, sólo verían a un inútil que va causando vergüenza ajena, nosotros, los que padecemos esta lacra social, nos descojonamos de lo lindo en el sofá, porque estos impresentables de la serie son tan veraces, tan palpables, que casi dan miedo, y nuestra carcajada sirve para sublimar la inquietud profunda que nos provocan.



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Vergüenza. Temporada 3


🌟🌟🌟🌟🌟

Corre por ahí el bulo de que sólo en castellano existe una expresión genuina para describir la “vergüenza ajena”, y que el resto de los idiomas civilizados se refieren a tan incómoda sensación como la spanish shame, a falta de un recurso más potable. Pero es eso: un bulo lingüístico. Un chiste de filólogos quizá. Basta con darse una vuelta por internet para comprobar que todos los idiomas tienen una expresión propia para definir este cosquilleo visceral que está a medio camino del malestar y la risa, de la empatía y la condena. 

    El sentimiento de vergüenza ajena es universal porque todos tenemos unas neuronas llamadas espejo que son el último grito de la evolución. Unas funcionarias muy eficaces que se encargan de ponernos en el lugar del otro para entender lo que hace, o lo que dice, y aprender de este modo a imitar sus aciertos y evitar sus errores. A sentir, en la medida de lo posible, lo mismo que siente el semejante: la alegría y la pena, el dolor y el placer. Con-padecer. Ellas, las neuronas espejo, son las que obran la magia del cine. La excitación del porno. Ellas nos indignan cuando vemos sufrimiento en un telediario. Ellas trabajan incansablemente para entender emocionalmente al amigo que se confiesa, a la pareja que abre su corazón. Son las neuronas de la empatía. La habitación para los huéspedes, dentro de nuestro cerebro egoísta y calculador.



    Gracias a ellas también puede uno descojonarse viendo la serie Vergüenza, que es una comedia corrosiva, hiriente, que no todo el mundo puede soportar. Vergüenza es como el picante en la comida, o como el agua a medio escaldar en la ducha. Hay que tener callo para soportar tanta metedura de pata, tanta gilipollez, tanto desvarío ridículo de sus personajes. Yo se la he recomendado a un par de amigos que al segundo episodio me han dicho que no, que basta, que han intentado reírse pero la carcajada se les ha quedado atravesada en la garganta. Que pa’mí, la tontería, que soy capaz de reírme con estas cosas. No les he perdido, porque son buenos amigos, y saben de mis gustos particulares, pero durante meses han puesto en cuarentena cualquier recomendación cinéfila o seriéfila nacida de mis escritos. No les culpo. Vergüenza no es una serie para todos los públicos. Hay que tener algo de misántropo, de puñetero. Ser un poco Diógenes en su tonel. Tener la sospecha fundada de que todos, en realidad, damos un poco o un mucho de vergüenza ajena. Pero que, como les sucede a los personajes de la serie, no nos enteramos, o preferimos no enterarnos.



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Vergüenza. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟🌟

"En el cine, como en el teatro, no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan, es una comedia. Si no, ¡es una tragedia!”

    Esto lo dijo Marcel Pagnol en los tiempos fundacionales del cine, y dicho así, con esta rotundidad de cinéfilo, parece que yo suiera quién es Marcel Pagnol, cuando en realidad esta frase la encontré hace tiempo en el Diccionario de Cine de Fernando Trueba, que citaba al escritor francés. Hace solo un minuto que he tenido que acudir a la Wikipedia para refrescar la memoria sobre quién era el tal Marcel, novelista, dramaturgo y cineasta nacido en 1895... Da igual. Lo importante es la frase del principio, su aforismo inmortal, que yo suscribo por completo. Y aunque en películas que tratan sobre el Holocausto o sobre el puente sobre el río Kwai es difícil aplicar esa simpleza de hombres y mujeres que viven pendientes del follar, creo que nadie como Marcel se ha acercado tanto a la piedra filosofal que explica (casi) todos los argumentos.

    Dicho esto, Vergüenza es una serie tan dislocada, tan extravagante -y seguramente tan genial- que la sentencia de Marcel Pagnol se vuelve del revés. A uno le encantaría que al viejo dramaturgo -qué cultureta queda eso del “viejo dramaturgo”- le concedieran un permiso en el cementerio y pudiera ver la serie en Movistar + para luego abrir una mesa redonda donde pudiera participar con Cavestany y Armero -los showrunners- y los actores principales- Alterio y Gutiérrez- para explicar por qué cuando los protagonistas de Vergüenza no follan, la cosa se convierte en una comedia, y cuando por fin se lanzan los arrumacos,  la serie deriva en una tragedia sin parangón. 




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Vergüenza. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟🌟

Desde niños vamos aprendiendo que somos más inteligentes que algunos y más feos que otros. O viceversa... Nos vamos colocando en la escala de percentiles aprendiendo de los éxitos y los fracasos. Se nos da bien el fútbol, mal el baloncesto, cojonudamente las matemáticas, de puta pena las mujeres guapas…. Nos comparamos con los demás y sacamos conclusiones. A veces pensamos que nos subestiman y a veces sospechamos que nos sobrevaloran. Nosotros también tenemos nuestra propia opinión cuando nos miramos al espejo, o cuando hacemos introspección. La autoestima es una balanza dificíl de calibrar, y casi nunca da el peso exacto de nuestra valía. Pero la mayoría de la gente se mueve en una horquilla razonable, en un margen asumible. Llegados a los cuarenta años, si no eres un gilipollas integral, si no te falta un módulo que viene de serie en el cerebro, más o menos conoces tus límites y tus posibilidades.

    Lo triste es que todos conocemos a alguien que no funciona bien. Que se mueve en otros parámetros de la realidad. Suelen ser los cuñados, o los vecinos del quinto, que nos caen gordos y que seguramente piensan lo mismo de nosotros. Pero nosotros sabemos que son ellos los que van dando grima con su comportamiento. Los que malinterpretan las señales que marcan el camino. Los que no se enteran de cuándo han de seguir o de renunciar. Verdaderos autistas cuando se trata de comprender el contexto social. 

Cuando les sobreviene un chispazo de lucidez, sufren una disonancia cognitiva que les paraliza, pero rápidamente la resuelven dándose la razón, o negando la evidencia. Reafirmando su valía inexistente, retomando el plan inconcebible. Empecinándose en la tontería. Son incorregibles. 

Con parejas como Jesús y Nuria todos hemos compartido una escalera, una celebración familiar, una cena entre amigotes. Y al final siempre terminamos por sentir vergüenza ajena. Querríamos contarles la verdad, o descojonarnos de la risa, pero somos personas educadas y no queremos hacerles daño. A veces, incluso, nos caen bien. Suelen ser buenas personas. Simplemente es que les falla algo, como a nosotros. Nadie es perfecto. El que no cojea de esto cojea de lo otro. Pero dan mucho el cante. Son carne de tragicomedia para la tele. Vergüenza los retrata a la perfección. Lo que me he reído mientras me incomodaban…



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Gente en sitios


🌟🌟🌟

El cine es el asunto más serio de mi jornada, casi de mi vida entera, y no puede ser tratado a la ligera. El resto del día viene impuesto, o puede ser improvisado sin consecuencias fatales. La película, en cambio, tiene que ajustarse a mis exigencias, a mis estados de ánimo cambiantes. Lo otro sería la ruina mental, el acabose, el colofón de mierda a una jornada perdida por entero.

La película tiene que coronar la medianoche con el mismo brío de los ciclistas alcanzando la cima del Tourmalet. Las dos horas de la película han de equilibrar, en la balanza, las otras veintidós de tiempo perdido. Antes de embarcarme en la aventura leo las críticas, escruto los repartos, busco referencias del director o del guionista como si estuviera contratándolos para hacer un trabajo. De hecho, ellos trabajan para mí, alquilados durante dos horas en mis propios aposentos, como hacían los antiguos reyes en sus palacios con los músicos o con los bufones. A cambio, yo les sufrago las mansiones, y los cochazos, y las titis despampanantes, con el dinero que me dejo en los canales de pago y en los DVDs del centro comercial, único pagano en esta tierra sodomítica de los gratuiteros sin complejos, que Yahvé no parece condenar.






            Hoy, sin embargo, me he lanzado a la piscina sin haber probado el agua con el dedico, guiado sólo por este título enigmático, Gente en sitios, que viene a ser como una fórmula magistral que resume la vida misma: el devenir azaroso de los humanos, la madeja inextricable de los destinos. Porque la vida es, efectivamente, despojada de adjetivos y de palabrerías, gente en sitios. Gente que nace y mata, gente que construye y destruye, que folla a lo loco o reza el Padrenuestro. Gente en sitios, haciendo cosas. Qué es, si no, esta pesada Navidad, con su barullo de compras y parabienes, de cenas y comilonas: gente en sitios, muchos desubicados del habitual, en casa de la mamá, o del cuñado, contando las horas para volver al sitio propio, al hogar donde uno puede poner los cojones encima de su propia mesa La Navidad viene a ser, mayormente, gente fuera de su sitio, y de ahí tanto conflicto, y tanta mala hostia a punto de explotar. Gente en sitios... Me parece cojonuda, la expresión, una cosa enigmática, pura, casi oriental, un haiku... 

    Luego, la verdad, la película no es gran cosa, una sucesión de sketches con gente rara sorprendida en lugares comunes. A veces sonríes, y a veces te rascas la cabeza, desubicado y perplejo. Es difícil saber qué pretendían sus creadores con esta sucesión de surrealismos buñuelanos y tontacas que parecen sacadas de Muchachada Nui. Pero queda un poso, un provecho, un algo indefinido sobre lo estúpida e impredecible que puede ser la gente. Hay algo muy turbio, muy negro, en Gente en sitios, y eso, en Navidad, aunque sólo para tocar los cojones, siempre se agradece.


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Gente de mala calidad

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Me gustaría encontrarme cara a cara con el fulano que en algún sitio de internet, o en alguna columna de la prensa, llegó a escribir que Gente de mala calidad era la gran comedia española de nuestros tiempos. Me gustaría gritarle cuatro cosas a la cara, a este juntaletras seguramente paniaguado por la productora. A este timador del tiempo libre, que es un bien tan preciado en el otoño de la edad. 

Son decenas, centenares, las grandes películas que uno todavía no ha visto, y que están ahí, en los canales de pago, en las estanterías de las tiendas, en las programaciones de madrugada, esperando su oportunidad. Son miles de horas que uno espera y atesora como agua de mayo en la sequía general de la vida. La vida es corta, terriblemente corta, y uno, que desgraciadamente no puede ganarse la vida yendo a festivales para ver todo lo que se produce, necesita que le orienten y que le recomienden. Uno, con los años, ha aprendido a distinguir los juicios serenos de las opiniones pagadas. Uno se sabe los tics, los tufillos, las afirmaciones que no cuadran. A veces, sin embargo, una información errónea elude todos los filtros, y se salta todas las aduanas. Y da lo mismo que tengas el olfato desarrollado de un perro policía. Siempre hay una tarde tonta, un momento de inatención, una prosa demoníaca que te embauca con artes sibilinas para luego dejarte en la mano un truño maloliente con dos moscas volando alrededor. Ocurre de Pascuas a Ramos, pero ocurre.

Y eso que yo, sólo con el título, me las prometía muy felices con Gente de mala calidad. Pocos habrá más irresistibles para un misántropo incorregible... Me ilusionaba ver una película que orbitase sobre el principio filosófico de que toda la gente, incluido quien esto suscribe, es, efectivamente, de mala calidad. Una cosa como de Billy Wilder, vamos, trasladada al siglo XXI de la España caída en desgracia. Diez minutos de metraje me bastaron para comprender que las intenciones no apuntaban tan alto, sino que se trataba, simplemente, de mostrar a gente haciendo el indio por la calle, ideando gamberradas, puteando al prójimo, sableando al amigo, sin un guión digno de tal nombre.





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