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Cómo conocí a vuestra madre. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟


El día que yo le cuente a mi hijo cómo conocí a su madre -tendrá que ser con tres copas de más, y tres desvergüenzas de menos-  habrá que tirar de muchos recursos autoparódicos para que me salga una comedia romántica y no un relato del esperpento donde su padre es un gilipollas perdido y su madre una reliquia católica del siglo XIX. Un dramón de época – de la época victoriana, quiero decir, o por lo menos de los tiempos de La Regenta- donde yo soy un maestrillo sin mundo y su madre una damisela con enaguas y flor de azahar en el cabello virginal... 

      Una absoluta ridiculez que, mejor pensado, acabo de decidir que jamás voy a contarle. Ni empapado en alcohol, vamos. Ni en el lecho de muerte. Ni por todo el oro del mundo. Ni aunque me paguen muchos dólares los productores de Hollywood o los ejecutivos de Netflix. No, no y no. ¡Que no, hostia! He decidido que se morirán conmigo aquellos episodios nacionales de la época de Galdós. Ya rezo a los dioses para que el delirio de una pesadilla, o de una droga hospitalaria, no traicione mi voluntad y desate mi lengua en la hora postrera. Ay.

    Porque además, aparte de hacer el ridículo, no quiero que mi hijo se traumatice y se ponga a elaborar teorías sobre cómo es posible que un chaval más majo que las pesetas -aunque él ya naciera en la época del euro- proceda de semejantes especímenes de lo humano, novelescos de chiste, o venezolanos de pretérito culebrón. Que no, he dicho... Basta ya. Nadie, ni siquiera él, la carne de mi carne, me arrancará la historia tristísima de su pre-concepción. De los lodos que precedieron al polvo que hizo las presentaciones entre los gametos.

    ¿La serie? Muy divertida cuando transgrede; muy aburrida cuando lo embadurna todo de miel, o de mermelada. Sale un tipo muy cáustico al que me gustaría pedir amistad si fuera de verdad, y también una mujer de ensueño llamada Cobie Smulders que es... eso, de ensueño. A mí que no me jodan, que este pibón no es real. No puede ser.. Miro la fecha de producción y me parece un milagro tecnológico que pudieran meter ese holograma entre los personajes y que no se note nada de nada.





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Happythankyoumoreplease

🌟🌟🌟

Happythankyoumoreplease es una película simpática, buenrrollista, de diálogos ingeniosos que a veces me provocan la sonrisa. Pero es una película que en realidad no me interesa gran cosa. Va de treintañeros muy talentosos y de treintañeras muy guapas que toman decisiones trascendentes mientras se revuelcan en las sábanas, dan largos paseos por las aceras y toman cervezas en los pubs acogedores de Manhattan. Como en una película de Woody Allen, en efecto. 

    Josh Radnor, guionista y director del invento, se ve que es un admirador del maestro. Y es muy estimable, su esfuerzo, y muy valorable, su película. Pero su mensaje me llega muy tarde, y desde muy lejos. Qué tiene uno que ver con Nueva York, y con los jóvenes seductores que allí viven, yo que vivo en la otra punta de la geografía, y en la otra orilla de la edad, y de la apostura. Qué tiene uno en común con las anglosajonas tan hermosas y tan rubias, o tan pelirrojas. En Happythankyoumoreplease reconozco el paisaje urbano de Nueva York, y el paisanaje humano de sus habitantes, pero el universo vital me resbala por la piel, patina por mis meninges, y siento que todo lo que cuenta no me alude, ni me pertenece, en una ósmosis clausurada de mi empatía.

    He vuelto a ver esta película del título insólito sólo porque me tocaba mucho los cojones no recordar nada de su historia, cuando no hace ni cuatro años que la vi en los canales de pago. He regresado a Happythankyoumoreplease para conocer el alcance exacto de mi desmemoria, como en un test psiquiátrico que yo mismo me aplico. Y los resultados han sido preocupantes. La película de Josh Radnor se me había evaporado del recuerdo como si nunca hubiera existido, y sólo la sonrisa de Kate Mara, y la cara de Zoe Kazan, porque soy un romántico incorregible, permanecían indemnes en el despropósito. Los únicos soldados en pie, entre los restos de la matanza.



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Amor y letras

🌟🌟🌟

"Nadie se siente como un adulto. Es el secreto más sucio del mundo". En esta sentencia del personaje de Richard Jenkins se resume la idea central de Amor y letras, la segunda película de Josh Radnor, jovenzuelo de verbo suelto y diálogos chisposos, al que le falta la mala uva de Woody Allen y le sobra el empalago de sus amoríos tontorrones.

En Amor y letras, Jenkins es un profesor de universidad a las puertas del retiro que confiesa tener una edad mental de diecinueve años, y eso le provoca serios conflictos cuando ha de tomar decisiones que se presuponen maduras y responsables. Lo que no sabe es si su reloj mental se detuvo ahí porque la pila de su cerebro se agotó antes de tiempo,  o si ha terminado por mimetizarse con el ambiente estudiantil tras treinta años de docencia ininterrumpida. 

Uno, desde su sofá ya recalentado por la primavera, entiende de sobra al personaje de Richard Jenkins, porque padece su misma tara mental, su misma incapacidad de madurar. Yo, en concreto, me quedé en los veintidós años, y miro el mundo a través de esas gafas deformadas y falaces. Me veo en el espejo y no reconozco al cuarentón de mirada hosca y gesto resignado.  "Hay un tipo dentro del espejo, que me mira con cara de conejo", cantaban Los Ilegales. Si aparto la mirada y me olvido del tipo,  vuelvo a ser el chico de veintipocos años que a veces acertaba de cojones y a veces -la mayoría- metía la pata hasta el corvejón. Aún hoy voto lo mismo, pienso lo mismo, odio lo mismo... Ninguna madurez ha venido a cambiar mis esquemas mentales. Quizá la madurez consista precisamente en no cambiarlos... Hay opiniones. El resto de mi facha es disimulo y apariencia. Apenas me recubre una fina capa de colores oxidados. Si rascas con el dedo, descubrirás que dentro sigue viviendo un chaval de mirada corta y pasiones irreductibles. En Amor y letras aseguran que todos los adultos somos así: un disimulo permanente de madurez. Una pelea de pollitos disfrazados de gallos. 




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