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Conan, el bárbaro

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Antes de ser gobernador de California, Conan el bárbaro fue rey en Aquilonia. Pero la película no se centra en tales episodios gloriosos, sino en sus primeros pasos por el mundo de la política. Concretamente en cómo pasó de ser un huérfano muy parecido a Jorge Sanz a cargarse al rey de las serpientes en los parajes de Almería, y ganar renombre entre los habitantes de la Era Hiboria, al otro del océano y del tiempo.

Conan nació en Cimeria, que está muy cerca de Segovia, y pasó años musculándose como esclavo dando vueltas en una noria. Pero al contrario que los burros, él iba meditando, cavilando su ideología política para cuando un golpe de suerte le dejara libre por las estepas. Conan, por supuesto, es un neoliberal que predica el sálvese quién pueda y el acaparamiento de las riquezas, robándolas por la fuerza si hace falta. Y a quien proteste, un buen par de hostias si le pilla de buenas, o un mandoble de espada, si le pilla cabreado con la parienta o con un forúnculo en el culo. Y por encima de todas las cabezas, las cercenadas y las conservadas, el dios Crom desde su nube, que es otro dios de derechas como Dios manda, protector del abusón con musculitos o del mierdecilla armado hasta los dientes. 

Cuando Conan se aburrió de gobernar en Aquilonia porque estaban muy atrasados en lo tecnológico y además ya se había tirado a todas las cortesanas, no le costó nada adaptarse a su puesto de gobernador en California, para el que fue elegido, eso sí, democráticamente, dada su fama y su halo de invencible, y su casamiento con la sobrina de John Kennedy, otro héroe mitológico del que en esta película no se dice ni mu, pero al que siempre tenemos presente en nuestras oraciones.

En fin... Que me he puesto a ver “Conan el bárbaro” no sé muy buen por qué. Porque me aburría, y porque me picaba la curiosidad. Porque una vez, de adolescente, por influjo de un amigo conanólogo de León que se compraba todos los cómics y todas las novelas, yo también llegué a saberlo casi todo del personaje. Y quería, no sé, bañarme un poco en la nostalgia. Comprobar lo que recordaba y lo que no, casi cuarenta años después de mi etapa hibórea, tan flacucho entonces y con acné.





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Pepe Carvalho

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A falta de las descripciones físicas que Vázquez Montalbán nunca nos ofreció en sus novelas -o que sí ofreció, pero yo preferí olvidar- Pepe Carvalho siempre será para mí Eusebio Poncela: el cuerpo chupado, la sonrisa cínica, los ojos entre bonitos y pendencieros. La intersección exacta entre el garante de la ley y el que se cisca en la legislación cuando le conviene. Gafas de sol en verano y chupa al hombro en primavera. Y en invierno igual, porque Pepe Carvalho, entrenado en los campos más secretos de la CIA, no siente ni frío ni calor: sólo el hambre de comer, y el apetito de lo sexual. Y las ganas de dar po’l culo cuando alguien se entromete en su rutina.

Siendo el álter ego de Vázquez Montalbán, uno debería imaginarse a Pepe Carvalho más bien chaparro, barrigón, con calva incipiente y gafotas de intelectual. Pero no pega con el personaje, sobre todo cuando tiene que salir por piernas o conquistar a la mujer más guapa de la aventura. Y no es por despreciar a don Manuel, que yo le tengo en un altar. Pero cuando leo sus novelas me sale la cara de don Eusebio. Ha habido varios Pepes Carvalhos en el cine y en la tele; alguno tan exótico como Patxi Andión, que lo mismo te hacía una canción protesta que se casaba con una miss Universo para luego ningunearla. Pero la serie viejuna de Adolfo Aristarain -tan viejuna que solo se puede ver en RTVE Play y además en muy baja definición, un 480p que ya sólo se ve en los vídeos más cutres del PornHub- es la que nos dejó marcada a los carvalhistas de mi generación. 

En 1986, año de estreno de "Pepe Carvalho", ya no existían los dos rombos que TVE colocaba en la pantalla para advertir que a continuación venía una ración violencia malsana o un par de tetas americanas la mar de bonitas. Ancha era Castilla, pues, y también mi León materno, así que aproveché la libertad recién otorgada por los socialistas para conocer al personaje mucho antes de leerlo. 

Tenía un recuerdo muy lejano de la serie, tan lejano como 51 menos 14, que son 37. Y hubiera preferido quedarme con ese recuerdo, la verdad. 1986 no era, desde luego, la Edad de Oro de la televisión. De "Pepe Carvalho" sólo queda la nostalgia, la curiosidad, la veneración por el personaje y por el autor de su andanzas.





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Los peores años de nuestra vida

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“Los peores años de nuestra vida” es una película ambigua. Quiere ser una comedia romántica pero se contradice en la moraleja. Las comedias románticas, cuando son de verdad, se extienden como un campo de sueños para los espectadores y las espectadoras. Son un mensaje de esperanza para la humanidad. En ellas se dice que no hace falta ser un pibón para conquistar al hombre o a la mujer de tus sueños. Que a veces basta con mostrar seguridad en uno mismo, con redactar versos conmovedores, con tener eso que a falta de mejor palabra vamos a llamar halo, o magnetismo, o un “no sé qué”. Todos hemos conocido parejas de belleza asimétrica que se explican por un intangible, por una indefinición del atractivo. 


“Pretty Woman”, por cierto, no es una comedia romántica, sino la compra obscena de una voluntad. Una re-prostitución.

Al final de “Los peores años de nuestra vida” el guapo se va con la guapísima, y eso contradice el discurso precedente. Un guion fallido, o un guion juguetón. Parece un final feliz, pero es un final deprimente. Si la ves de muy joven -como la vi yo- puede herirte la autoestima. Te explica que no basta con ser escritor, con hacerlas reír, con ser atento y generoso (si uno fuera tal). Que al final, ellas, como ellos, prefieren la belleza exterior antes que indagar en las profundidades del alma. Que quizá ni siquiera existen esas profundidades, y todo es un cuento chino redactado en Mediocristán. Don Friedrich, en tal caso, aplaudiría con el bigote.  

Luego, con los años, lo vas superando y comprendes que no todo es tan asquerosamente superficial. Que las comedias románticas tenían algo de razón en su mensaje tan optimista. Que mostraban casos reales: caminos paralelos que se cruzan, y miradas perdidas que entrechocan.

La gran broma de esta película, vista con el tiempo, es que la actriz guapísima y el guionista intelectual -el trasunto de Gabino Diego-  eran pareja gozosa en la vida real. Lo que a este lado de las pantallas era una afirmación del milagro, dentro de la película era su negación. Una broma, ya digo.




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¿Qué fue de Jorge Sanz? Episodio 8

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¿Qué fue de Jorge Sanz? es el Boyhood de las series de televisión. Un serial en marcha, casi en directo, sobre las venturas y desventuras de ese actor llamado Jorge Sanz que a veces parece él y a veces su caricatura. Dos personajes en uno que sólo los amigos muy íntimos, o las enamoradas muy informadas, sabrían separar y distinguir. Uno de ellos es el Jorge Sanz real que cumple años y acumula canas. El actor de cine que rueda películas sin pena ni gloria pero que va ganándose un prestigio sobre las tablas del teatro. El otro personaje es el Jorge Sanz ficticio -¿o no?- que se enreda con varias novias a la vez, que ejerce de padrazo ocasional. Que sobrelleva la torpeza de un representante artístico que sabe más de quesos que de directores españoles: un gañán entrañable que no sabe distinguir a Fernando Colomo de Fernando Trueba pero sí un queso de Asturias de otro de Cantabria, cosa que es de mucho admirar, desde luego, pero que no sirve de gran ayuda a la carrera de su representado.



    El Jorge Sanz que suponemos inventado o exagerado es un tipo inmaduro, metepatas, que va por la vida como una vaca sin cencerro. Un liante que ahora, en el octavo episodio de la serie, aprovechando que el Jorge Sanz real se gana unas pelas en el rodaje de La reina de España, se ve en la necesidad de evadir impuestos como todo rico de vecino, y confía sus ahorros a un exfuncionario de Hacienda con conexiones muy poco claras en Andorra. Si usted, querido lector, o lectora, no termina de entender muy bien este lío de los dos Jorge Sanz -y uno más, el tercero, hecho de cera en el museo-, no se considere lerdo, ni se sienta culpable. ¿Qué fue de Jorge Sanz? es una serie difícil de explicar, pero imprescindible de ver. Una rareza, una extravagancia, un experimento único. Una serie autorreferencial. Un juego de espejos. Una gracia singular que David Trueba y los muchos Jorge Sanz entremezclados nos regalan cada año. Una satisfacción para este espectador atribulado que cada vez se ríe menos y de menos cosas. Una simpática broma que ojalá dure lo que duren las vidas de sus bromeados. Hasta que todos nos hagamos viejecitos y vayamos llorando las pérdidas como si de unos amiguetes se tratase. 





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El pregón

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Andreu Buenafuente y Berto Romero se ganan la vida haciendo chistes entre Madrid y Barcelona, recorriendo un puente que ya es más ferroviario que aéreo, mientras que yo, atado por las circunstancias, nunca salgo de este cuadrante noroeste por donde suelen llegar las borrascas. Nunca hemos sido presentados, y nunca hemos coincidido en los contextos. Sin embargo, yo les considero dos amistades consolidadas, ya veteranas, que llevan años entrando en mi casa con su late night pletórico de gilipolleces, y ahora también con su programa de radio, donde improvisan sus filosofías y desgranan sus vivécdotas, o sus anencias, según tengan el día. 

    Cuando les veo, o cuando les escucho, siento que encajo estupendamente en su mundo de filias y fobias, de referencias y recochineos. Por debajo de sus tonterías fluye un cinismo simpático, un vitriolo azucarado, que siento muy próximo a mis propias descojonaciones, y daría un huevo, y la yema del otro -ahora que ya me he reproducido y que ninguna damisela quiere escalfarlos de nuevo-, por formar un trío cómico con ellos y recorrer los platós en una juerga de risas perpetuas y trabajo concienzudo.


    Sólo por ellos he desoído las muchas advertencias que desaconsejaban ver El pregón, algunas de ellas muy respetables. Aunque la película fuera una mierda -que no sería para tanto- yo quería verles actuar juntos, a ver qué tal se les daba el empeño. A Berto ya le conocía de Anacleto, y de Ocho apellidos catalanes, donde se curraba los personajes con mucho desparpajo, pero a Buenafuente sólo le había visto de cameísta en algunos Torrentes, que es poca cosa, y mala plaza. En El pregón, ellos son los hermanos Osorio, dos viejas glorias del techno-pop que ahora las pasan canutas para llegar a fin de mes, y que se prestan, por cuatro duros, a dar el pregón en las fiestas de  Proverzo, un pueblo de costumbres ancestrales donde se celebran romerías de la Virgen y se lanzan cabras desde el campanario. El típico desencuentro entre urbanitas y paletos que tantos réditos le proporcionó a la cinematografía nacional, pero que ahora, en pleno siglo XXI, es un recurso que ya queda muy rancio y algo ridículo. El pregón es el intento fallido de domesticar a estos dos, de someterlos a una historia que además, para más inri, no tiene ni un ápice de gracia. 



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¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después

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Hace cinco años que dejamos a Jorge Sanz con la pierna rota en Guatemala y las cosas no parecen haber cambiado gran cosa. Ni en la vida real -donde Sanz sigue protagonizando películas olvidables, culebrones para marujas y un único papel reseñable en Vivir es fácil con los ojos cerrados- ni tampoco, por lo que se ve, en la ficción atribulada de ¿Qué fue de Jorge Sanz?, donde nuestro héroe sigue buscando una oportunidad en los proyectos de directores modernos y molones, olvidado y repudiado a partes iguales.


    David Trueba ha decidido no rodar una segunda temporada de la serie, sino retomar el personaje cada cinco años, en largometrajes que sean como reencuentros fugaces. Como esos que tenemos con el viejo amigo en el café, o con el olvidado familiar en el funeral. El experimento de ¿Qué fue de Jorge Sanz? ya lo probó François Truffaut con el personaje de Antoine Doinel, o, salvando los formatos, Richard Linklater con el muchacho Mason de Boyhood. Original o no, la ocurrencia de Trueba y Sanz nos sabe a poco a los seguidores de la serie original, que esperábamos otros seis capítulos llenos de coñas y tragicomedias, de ficciones y realidades que nos dejaran largo rato ante el ordenador, separando el grano de la paja. 

    ¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después se nos ha pasado en un suspiro, entre risotadas y reflexiones, y sólo de pensar que no habrá más desventuras de Jorgito hasta dentro de un lustro nos sumimos en un hondo pesar. Y no sólo porque ya echamos de menos a un personaje que se ha convertido en amiguete y referencia, sino porque vete tú a saber, dentro de cinco años, donde andaremos todos. Y si andaremos, siquiera, por este valle de las lágrimas. Trueba y Sanz han prometido llevar al personaje hasta el final, hasta el asilo de ancianos, recordando los viejos éxitos con una mantica sobre las piernas. Está por ver quién llegará el último al desenlace. Quién será el primer ausente en la reunión. Si alguno de ellos, o nosotros, que los contemplanos, y nos partimos la caja.




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¿Qué fue de Jorge Sanz?

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Cuando Canal + estrenó la comedia ¿Qué fue de Jorge Sanz?, fuimos muchos los que nos preguntamos: "¡Hostia, es verdad! ¿Qué fue de Jorge Sanz?" Para los que no vemos series españolas, ni seguimos la serie Z de nuestro cine, el actor llevaba años desaparecido de la cinefilia, desde que interpretara al falangista recalcitrante de La niña de tus ojos

    El otrora niño prodigio y adolescente picarón, mancebo follador de Amantes o de Belle Époque, seguía viviendo en los DVDs de nuestras estanterías. Pero el adulto treintañero moraba en las catacumbas de los proyectos, en los márgenes abismales de la industria. Nunca le tuvimos por un actor excelso, la verdad, con ese porte que siempre le delataba como Jorge Sanz; con esa dicción que a veces era difícil de entender. Pero era un tipo al que le teníamos simpatía, con esa sonrisa de pícaro que volvía locas a las mujeres, y a nosotros nos despertaba una envidia muy sana, de tío que se lo montaba dabuten en los famoseos de Madrid.

    Corría el rumor -no confirmado en ninguna fuente de internet- de que Jorge Sanz era un falangista verdadero, uno que el 20-N peregrinaba a la tumba de José Antonio a corear consignas y jurar amor por España. Y eso, la verdad, nos distanciaba un poco del personaje. "Si es así, que le den", pensábamos con maldad. Pero la serie de Canal + tenía muy buena pinta, con David Trueba en el guión y en la dirección, y con Jorge Sanz arrastrándose por los escenarios, y por la vida, en una farsa autobiográfica que bebía directamente de nuestras comedias preferidas: Larry David, la pionera, y Louie, la dignísima sucesora. 

    Si la serie española iba a ser la mitad de buena, ya merecía la pena el esfuerzo de sentarse. Y pardiez que fue la mitad de buena, y más aún: ¿Qué fue de Jorge Sanz? es la perfecta descojonación de un personaje. Sanz se ríe de sí mismo a mandíbula batiente, vulnerable y jeta, venido a menos y echado p'alante. Polígamo y padrazo, ingenioso y bobalicón, intuitivo y metepatas. La contradicción perfecta que después de seis episodios nos dejó con la duda de dónde empezaba un Jorge Sanz y dónde terminaba el otro.  Del falangista joseantoniano, por cierto, nada se supo, a pesar de la bronca -¿real, inventada?- de Juan Diego Botto en el AVE a Barcelona.
  




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El año de las luces

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No todo va a ser follar, la canción de Javier Krahe, nos hace mucha gracia a los cuarentones porque hemos aprendido, efectivamente, que en la vida no todo es follar. También hay que comprar calcetines, como decía el maestro, y regar los cuatro tiestos, e intentar cruzar Núñez de Balboa si un día paseas por Madrid. Pero eso explícaselo tú a un chico de quince años: que la vida es algo más que desear a las chicas del instituto, y hacerse pajas en el desengaño de cada día. El chaval, quizá muy parecido a Jorge Sanz, pondrá esa mirada que provoca la pudrición de la médula espinal y te dirá: “¡Amos, anda!”. El chaval sabe que también hay que hacer los deberes, y que bajar la basura al contenedor, y que aguantar a los lerdos de los profesores, pero el monotema sexual, a su tierna edad, ocupa la primera plana del periódico mental, a cuatro columnas, y el resto de la existencia viene relegada en las páginas interiores, con los deportes y las tragedias, y los cotilleos de la tele.


         El año de las luces transcurre en el año II de la Pax Franquista. Alrededor de Manolo, su protagonista adolescente, España es una ruina de escombros y venganzas. Él mismo, enfermo de tuberculosis, ha de abandonar Madrid para ingresar en un preventorio de las montañas. En las cunetas hay gente detenida y fusilada. El fascismo español celebra cada conquista del Führer como una victoria propia contra los rojos. El paisaje es gris, y el suelo huele a cadáver. Han triunfado los malos, los casposos, los más tontos de cada pueblo. Y los curas, claro, como en cualquier encrucijada de este país, cuervos que se ciernen sobre la alegría de vivir. Pero todo esto, a Manolo, se la trae al pairo. Él vive pendiente de las tetas que abultan los trajes, de las pantorrillas escuetas que dejan ver las falangistas con uniforme. Es muy escaso el estímulo, pero muy grande el deseo. Manolo, pobrecico, vive atrapado en el monotema, que es como una melodía que no puede quitarse de la cabeza.
A mí, a su edad, también me importaban muy poco la Perestroika o la reconversión industrial. Yo me apiadaba de los rusos, y de los parados nacionales, pero apenas me detenía a reflexionar sobre la gravísima realidad. Eran muchas, las muchachas, y muy palpitante, la eterna frustración.



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Belle Époque

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Cuando Jorge Sanz, en Belle Époque, decide que ya es hora de marcharse a Madrid, y abandonar la hospitalidad de Fernando Fernán Gómez, se encuentra en la estación con las cuatro hijas del susodicho. Enamorado al instante del póker de bellezas, finge un contratiempo y regresa a casa de Fernando, a toparse con ellas. Éste, al descubrirlo de nuevo en el hogar, dirá aquella frase imborrable de "es el seminarista, que ha venido aquí siguiendo el olor del coño de mis hijas”.

         Este regreso de Jorge Sanz simboliza mi propio regreso a Belle Époque cada cierto tiempo. Belle Époque es una comedia estimable, ocurrente, con actores y actrices en estado de gracia. Fernán Gómez y Agustín González legaron dos personajes inolvidables de los que recordamos cada diálogo y cada entonación, aquello de conculcar el matrimonio, o de "¡coño, cocido!". Rafael Azcona tejió un guión tragicómico que es marca de la casa, y que aguanta como un campeón el paso del tiempo.  

    Pero Belle Époque, con todos sus méritos, con su Oscar reluciente dedicado al dios Billy Wilder, no sería la misma película si nosotros, los hombre enamorados, no la visitáramos con tanta frecuencia, atraídos por esas señoritas que salen tan frescas y tan lozanas. La mayoría de mis conocidos echan la baba por Maribel Verdú, que además de ser hermosa siempre alegra los fotogramas con un verismo excitante y perturbador. Pero yo, que estoy con ellos, y soy partícipe de sus fogosos entusiasmos, tengo que decir que mi amor verdadero es Ariadna Gil, la entonces cuñada del director. Hay algo de lapona en sus pómulos, de golosina en sus labios, de pantera en su mirada. Algo a medio camino de lo chino y de lo salvaje que no podría explicarles muy bien. Instintos muy míos que encienden fuegos muy poco artificiales. Ariadna, además, en el colmo de los morbazos, hace aquí de lesbiana irreductible, lo que paradójicamente dispara las fantasías y acrecienta los deseos. Ni punto de comparación con sus tres hermanas.


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Vivir es fácil con los ojos cerrados.

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Vivir es fácil con los ojos cerrados es el homenaje de David Trueba a los españoles anónimos que resistieron los años del franquismo. A los que se iban cagando en todo entre dientes. A los que obedecían a la Guardia Civil mientras hacían una peineta dentro del bolsillo. A los que veían en la tele al Generalísimo y soltaban un improperio mjy bajito que no se oyera al otro lado del tabique.


  Vivir es fácil con los ojos cerrados cuenta la de uno de estos antihéroes, de uno de estos silentes cabreados, que ve en la rebeldía juvenil de Los Beatles una oportunidad para el desahogo, para la apertura de conciencias. Para la exaltación del inglés como lengua universal y propicia para ligar. Seguramente no es la intención de David Trueba, pero uno ve un paralelismo entre aquellos resistentes al nacional-catolicismo y los que ahora resistimos los embates antisociales de nuestro gobierno, conformado, no lo olvidemos, por los hijos y nietos de aquellos mismos tipejos, carne de la misma carne insolidaria, sangre de la misma sangre sociopática. Hueso del mismo hueso terrateniente y sacramental. 


El mito de la Transición nos ha contado que a la muerte de Franco España bullía de gentes díscolas y disconformes, odiantes anónimos del régimen. Pero es mentira. A la mayoría se la traía al pairo que gobernara Franco o cualquier otro, mientras hubiera orden y limpieza, religión de domingo y polvo de sabadete. Lo que pasa es que los ancianos de ahora se ven obligados a decir que ellos, por supuesto, también fueron antifranquistas en la juventud, para quedar bien en las entrevistas y que nadie les mire mal en la familia. Todos cuentan las mismas trolas de que corrieron delante de los grises, de que acudieron a manifestaciones no permitidas, de que corearon himnos prohibidos en los campos de fútbol o en los círculo de la Uni. Mienten, pero es comprensible que mientan. La verdad pura y dura -que en el fondo la dictadura les daba lo mismo- sería ultrajante para ellos mismos.

 Tipos como el personaje de Javier Cámara eran héroes aislados, islas de rebeldía, ilustrados de verdad. Buenos ciudadanos que no querían llevarse una hostia de la Benemérita, ni pasar una temporada en la cárcel, ni perder su puesto de trabajo en la España árida y pobre. Pero por dentro maldecían y lloraban. No querían ser héroes, pero tampoco eran tontos. Olían la hediondez y caminaban por la calle con cara de asco, y con sueños de cambio. Mientras los demás se dejaban llevar por la corriente, ellos chapoteaban a escondidas en sentido contrario, para luchar, aunque fuera en silencio, contra el curso de la historia.




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