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El silencio de los corderos

🌟🌟🌟🌟

No sé si a los demás también les pasaba esto, pero yo, de joven, cuando terminaba de ver una película, me levantaba de la butaca y empezaba imitar al personaje que me había seducido o impactado. Desde el malogrado Bobafet e incluso antes... Llevado por la tontuna me ponía a copiar andares, a repetir frases, a adoptar tonos de voz. Como hacen Bob Brydon y Steve Coogan en las películas viajeras de Michael Winterbottom, pero con mucha menos gracia. Un siroco lamentable que nunca anunciaban los telediarios. Si la película terminaba poco antes de ir a dormir, la tontería sólo duraba el rato de las abluciones, de los últimos rituales. Pero si la película había sido de sesión vespertina, el demonio me poseía para toda la jornada, y no había exorcismo que pudiera expulsarlo de mis imitaciones.


    Al final, tras el rapto y la suplantación, siempre prevalecía el Álvaro Rodríguez de gesto contenido y verbo grisáceo. Yo mismo con mi mismidad. Pero todos los demonios que me poseyeron dejaron algo en mi interior: un repertorio inagotable de chistes, de ocurrencias, de frases hechas... No soy un producto original. Estoy hecho de ladrillos manufacturados. Un guión de corta y pega. Un monstruo de Frankenstein escrito con miles de verborreas recosidas.

    Viendo hoy por enésima vez El silencio de los corderos, me he dado cuenta de que tengo mucho material salido de Hannibal Lecter. Más del que yo recordaba. Su espíritu burlón me poseyó con la fuerza de diez Pazuzus del desierto. Es que era muy hipnótico, el hijoputa. Yo soy de los que dice quid pro quo cuando propongo un intercambio de confidencias con la pareja. De los que susurra “fly, fly, fly…” cuando quiero que el pesado de turno se vaya por donde entró. De los que siempre pide “un buen Chianti” para hacer la broma tonta en las tabernas de los pueblos –nadie la entiende, por supuesto. De los que recomienda leer a Marco Aurelio cuando alguien se embrolla en sus razonamientos y no sigue la obvia línea de la simplicidad. 
    Sí: soy uno de esos. De los de Marco Aurelio. De esos irritantes. De esos insoportables.



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La boda de Rachel

🌟🌟🌟🌟

No hace mucho tiempo que en los bosques de Hollywood crecieron como setas las películas que llevaban la palabra "boda" en el título. Fue una especie de fiebre matrimonial que encendió las plateas y recalentó los reproductores de DVD. Las damiselas de las películas casi nunca se casaban vírgenes, y casi nunca se desposaban por lo católico, pero en el Vaticano, y en otras jerarquías de lo viejuno, muchos sonrieron complacidos ante este revival insospechado de la sagrada institución. Tras esa fachada de comedias románticas se escondía un mensaje algo rancio, naftalínico, como de una época ya superada, y uno veía con sorpresa cómo las mujeres del siglo XXI, como las bisabuelas del siglo XIX, volvían a perder el oremus con tal de casarse como fuera para realizarse como féminas.


    En aquella fundición que no paraba de producir anillos de compromiso,  La boda de Rachel parecía una película más que aprovechaba el rebufo de los vientos. En su póster promocional, además, aparecía el rostro desvalido y hermoso de Anne Hathaway, la chica princesa de Hollywood, lo que dejaba poco lugar para la sorpresa de los sentimientos. Sin embargo, la película de Jonathan Demme salió diferente a todas las demás. Había novia enamorada, sí, y novio enamorado, y jardín idílico en el que desposarse, y catering preparado, y flores de cien colores, y músicas repensadas, y saris que ceñían los cuerpos juveniles de las damas de honor. Mucho buen rollo entre los invitados, y una cámara muy sabia que iba recorriendo la fiesta con sentido del humor. Pero los personajes de La boda de Rachel, aunque celebraban una fiesta del amor, vivían traspasados por la melancolía, por la ambivalencia de los sentimientos. Hoy toca jolgorio, sí, pero mañana ya veremos, y del pasado preferimos no hablar para no joder la fiesta por la mitad. En las familias las personas se aman y se odian al mismo tiempo. Hay cosas que se olvidan pero no se perdonan, y cosas que se perdonan pero no se olvidan. Quedan resquemores de la infancia, encontronazos de la adultez, envidias cochinas y asuntos sin resolver. Queda la vida, monda y lironda, con toda su crudeza y toda su belleza. A la mañana siguiente, tras la noche de bodas -que ya es un concepto trasnochado y carente de sentido, la vida sigue más o menos como estaba, en lo bueno y en lo malo, aunque ahora sea con un anillo dorado reluciendo en el dedo. 


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