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Lejos del mundanal ruido

🌟🌟

Hay títulos que le persiguen a uno hasta la obsesión. Que llevan años ahí, sonando, rebotando, prendidos de una meninge hasta que no hay más remedio que ver la película para desprenderlo. Lejos del mundanal ruido… Cuántas veces habré formulado este deseo sin letras cursivas: lejos del mundanal ruido, del mundanal trabajo, del mundanal gentío. Vivir en sociedad, sí, cerca de las farmacias, de los supermercados, de los restaurantes chinos, porque uno no podría sobrevivir sin estas ventajas del abastecimiento, incapaz de procurarse el sustento de la granja o de la huerta, pero lejos, muy lejos, a mil años-luz del espíritu, donde no llegue el ruido, ni el pelmazo, ni el sonsonete cansino de la civilización. No sé si me explico.


            Lejos del mundanal ruido… Uno había leído las sinopsis y ya venía preparado para el mundo preindustrial, el paisaje bucólico, la bella mujer pretendida por tres hombres enamorados. Uno leía a John Schlesinger en los títulos de crédito y se sentía seguro y confiado. Schlesinger es el responsable de Cowboy de medianoche, de Marathon Man, y además juega en casa, en su Inglaterra natal. Empieza la película y me las prometo muy felices en esos paisajes ondulados, del cereal mecido por el viento, tan cerca del mar. La belleza de Julie Christie es luminosa, seductora, y no tiene nada que envidiar a la de Maureen O’Hara o a la de Kate Winslet, otras británicas enamoradas. Estoy muy predispuesto a dejarme llevar por su hermosura, y a creerme sus desventuras económicas y románticas. Estamos, efectivamente, muy lejos del mundanal siglo, del mundanal estruendo, del mundanal progreso.


            Pero la película se me va cayendo poco a poco de los ojos. Todo es cursi, relamido, tontorrón, decimonónico en el peor sentido de la palabra. Y dura, además, 157 minutos eternos, que iré sorteando con el mando a distancia hasta llegar al previsible final. Todos es muy bonito, sí, pero rancio, y viejuno, y naftalinoso, como si Lejos del mundanal ruido no sólo se ambientara en un siglo extinguido, sino que se hubiera rodado allí mismo, mucho antes del invento de los hermanos Lumière, en una avanzadilla técnica que tal vez mereciera una investigación, y un doctorado, y un documental para el National Geographic.




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Marathon Man

🌟🌟🌟

Después de ver Cowboy de medianoche, buceo en la filmografía de John Schlesinger para concertar próximas citas y me encuentro con Marathon Man, de la que sólo recuerdo a Dustin Hoffman corriendo sudoroso por Central Park. Eso, y la famosa escena en la que Lawrence Olivier, interpretando al pleonasmo de un nazi malvado, le practica a Hoffman una endodoncia sin anestesia, no sé si para que cante el escondrijo de un dinero, o si para ajustar cuentas con el hijo de un judío que no pereció en el Holocausto. Mis recuerdos de Marathon Man yacen bajo los sedimentos de otras mil películas que vinieron después, como una ciudad de la antigüedad que ahora, disfrazado de arqueólogo, pretendo desescombrar y sacar a la luz.





            Marathon Man, con sus resonancias de proeza deportiva, llega en un momento muy atlético de mi vida, lamentable para el estándar de los corredores habituales, ahora llamados runners, pero una experiencia inusitada, muy meritoria, en mi larga pereza de cinéfilo, y de aficionado al sillón-ball. Llevaba años, qué digo, lustros, sin caminar tanto por las mañanicas, y por las tardecicas, diez o quince kilómetros al día, desde que siendo adolescente me perdía por los montes de León para olvidar mis desamores. Y para dejar caer por las cunetas los aprendizajes del colegio, inservibles ya tras los exámenes. Esta voluntad muscular de ahora- que todavía no es férrea, que todavía está implantándose-no surgió de un acto heroico y prudente, sino del pavor hipocondríaco que me ha inoculado el médico de mis entrañas, un cascarrabias que me augura desgracias metabólicas si me quedo aquí apalancado, en este sofá que me da la vida con las películas, y con el fútbol, pero que también, por sobreuso, por exceso de amor, podría quitármela, como hacen las mujeres fatales, o los hijos que van chupándonos las energías.  

  Llevo meses levantando polvo y barro por los montes de Invernalia, desgastando las suelas, empapando las camisetas, deshilachando los bajos de mis pantalones chandaleros. Busco en el Dustin Hoffman inicial de Marathon Man a un colega, a un compañero de fatigas, tal vez a un modelo deportivo si persevero en esta vida sana del trotamundos. Pero el entusiasmo apenas me dura cuatro de sus zancadas. Hoffman suda copiosamente, y corre a un ritmo inalcanzable con  la respiración acompasada, y a mí me entra como un rubor, como una vergüenza, como un acceso de ridículo que me tuerce el humor. Palpo la barriga que sirve de pedestal al mando a distancia y me entra, finalmente, una depresión lipídica que me amarga el resto de la película. Me he desfondado en el primer kilómetro de Marathon Man. El resto, que ya no es atletismo, sino trama de espías algo viejuna, lo veo de lejos, entre brumas, desplomado sobre el asfalto del sofá.


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Cowboy de medianoche

🌟🌟🌟🌟

Rescato, en estas vacaciones tan cortas como necesarias, varios DVDs que tenía pendientes de revisión obligatoria, o de estreno tardío. Pero no estoy en el salón de mi casa, en La Pedanía, donde tengo un reproductor que reproduce lo que le echen, sino que estoy en León, con la familia, de navideñeo, y mi ordenador portátil es un exquisito, y un burro, y un cacharro que nunca entenderé. Cuando le pongo las películas que me traje en la maleta,  empieza a hacer ruidos raros, como de tos de abuelete, como de moto gripada, y los programas encargados de rescatar la película fallan uno detrás de otro. Error, vuelva a intentarlo, imposible acceder... Son DVDs que hace tiempo grabé sobre soporte virgen, en el viejo reproductor-grabador que ya mora en el cementerio del reciclaje, y se ve que la tecnología moderna no reconoce el formato, o que le da la risa con mis tontos remiendos, y de la carcajada se congestiona, y deja de funcionar. 



   Sólo dos películas de las que quería ver fueron adquiridas en una tienda, y sólo ellas, como premio a mi legal dispendio, logran trasponer el umbral de lo visible: una, la Crazy, Stupid, Love del otro día, y la otra, Cowboy de medianoche, esta tarde. La película de Schelesinger es un clásico incontestable al que hace años le debía una revisión. Tantos años que su carátula todavía conservaba su delgadísima funda de celofán, con un precio desorbitado pegado por detrás que me ha hecho recordar los viejos tiempos de su compra, de cuando empezaron a venderse los DVDs en El Corte Inglés de León como una novedad ultratecnológica de los tiempos modernos, y a los dependientes se les escapaba la risa tonta cuando te cobraban en caja, sorprendidos de que algunos imbéciles, en esta ciudad de curas y paletos, de militares y gentes de paso, siguieran picando en la estafa abusiva de sus precios. Desde aquel tiempo delictivo dormía su sueño, el DVD de Cowboy de medianoche, en grave pecado de tardanza que aquí mismo confieso de rodillas. Y aún pensé, por un momento, antes de que el menú de inicio arrancara en la pantalla del portátil: ¿y si ahora resulta que el disco está escoñado, o defectuoso, o contiene otra película diferente? ¿A quién reclamo yo, tantos años después, sin ticket ni nada, en El Corte Inglés, para seguir con la broma y el cachondeo? 


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