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Los perdonados

🌟🌟🌟🌟


“Todo debe ser enfrentado”, repiten varias veces los bereberes de la película. Se refieren a que ningún pecado finalmente queda castigado. Es cierto -reconocen- que a veces transcurre mucho tiempo entre el acto y la condena. Pero eso es porque Dios, o Yahvé, o Alá -los tres dioses justicieros- también sufren las trabas de la burocracia aunque sean omnipotentes. 

Hay pecadores de la pradera -en este caso pecadores del desierto- que se creen libres del rayo solo porque su expediente quedó temporalmente traspapelado. No saben que los ángeles que trabajan en el Ministerio de Justicia también enredan los papeles, y cogen bajas laborales, y dejan cosas a medio hacer para ir a tomarse el cafelito. 

Pero a la larga, porque aquello no deja de ser el Cielo, nada escapa al  escrutinio de los dioses ni a su justo dictaminar.

Esto es lo que dicen los bereberes de “Los perdonados”, claro, pero yo no comparto su opinión. También lo repiten mucho los católicos de mi ecosistema, que se consuelan con estas moralejas sacadas de los cuentos infantiles. Hasta los budistas que se entregan al yoga o al mindfulness se siguen acogiendo a la justicia metafísica que ellos llaman el karma, a la que se confían para encontrar una justicia futura en las injusticias del presente. “Ya te llegará el karma, ya...”, te dicen confiando en un revés de la fortuna o un  tiesto caído desde un balcón. 

Pero todo esto, insisto, son paparruchas de la moral. Ya lo dijo el tío Friedrich antes de abrazar al caballo fustigado y volverse loco sin retorno. El tío Friedrich, de haber visto “Los perdonados”, también la hubiera seguido con interés porque el suspense se mantiene, y el desierto nos abduce. Y porque Jessica Chastain es una mujer tan hermosa que cuando muera subirá al Cielo directamente, sin pasar por el despacho de San Pedro, como una cliente VIP de una aerolínea de postín. 

Pero vamos, que la parte moral del asunto a mi tío de Alemania, le hubiera dado la risa, y la hubiera criticado como la critico yo, solo que con mejores palabras, filosofando con el martillo. Bueno era el tío Friedrich cuando le tocaban, precisamente, la moral.





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Secretos de un matrimonio

🌟🌟🌟🌟

Los malentendidos en el amor son, casi siempre, una cuestión de vocabulario. Yo te amo, y tú me amas, pero podemos estar hablando de dos amores que no tienen nada que ver. Que pueden ser incompatibles incluso. Destructivos en ocasiones. Materia y antimateria que entran en colisión y generan explosiones de energía.

La cuestión no es amar más o amar menos, sino que hay tantos modos de amar como personas en el mundo. Ocho mil millones de paradigmas. Ocho mil millones de sueños románticos, de aspiraciones sexuales, de ideales de convivencia... El amor es una torre de Babel, una cacofonía, y por eso cuando dos amantes sintonizan la misma frecuencia hablamos del “milagro del amor”. Enamorarse -enamorarse de verdad- es una verdadera excepción a la regla de no entenderse.

Y además está el sexo, escurridizo, que enreda entre los amantes como una serpiente bíblica de la tentación. El personaje de Jonathan dice que es muy fácil confundir el buen sexo con el amor. Y quizá sea eso, después de todo, lo que les pasa a Mira y a Jonathan: que incluso en los peores momentos son incapaces de contenerse, de no desearse con una turbulencia infatigable, y en ese polvo de reconciliación se vuelven a creer enamorados cuando en realidad solo faltan quince minutos para no volver a soportarse. La frontera entre el amor y el sexo siempre ha sido difusa, porosa, terreno de eterna disputa. Puede que ni siquiera exista, y que todo sea el mismo sentimiento que va cambiando de nombre según los contextos. Otra vez una cuestión de vocabulario.

 “Secretos de un matrimonio” es una serie cerrada, sin continuación, pero yo rodaría un spin-off con todos esos amantes que Mira y Jonathan van dejando en el camino mientras deshojan la margarita de su matrimonio. Amantes a los que ellos usan como escapatoria, como justificación, como desahogo. Amantes, algunos, a los que prometen la vida eterna mientras de reojo siguen esperando la llamada en el móvil, el mensaje... El grito desesperado. Mira y Jonathan son dignos de piedad porque se aman a pesar de su boludez, pero al final de la serie empiezan a caerme un poco gordos, la verdad.  



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El año más violento

🌟🌟🌟🌟

Recuerdo que mi madre siempre decía -y lo sigue diciendo, afortunadamente- que no existe ningún rico honrado. Afortunadamente para su longevidad, quiero decir, no para los pobres que los sufrimos.

La recuerdo abriendo la revista Lecturas de nuestra vecina y señalando a todo el mundo hoja por hoja, marqueses y monarcas, políticos y empresarios: “Mira, un ladrón, y otro, y otro más, y una ladrona...”, y así hasta que llegaba al final y cerraba la revista con un gesto de hartazgo, como diciendo que para qué narices la hojeaba, si siempre era lo mismo: hijos de puta, golfos, listillas, gente que pagaba ese ático en Madrid o ese chalet en Miami -con frecuencia las dos cosas a la vez- con el dinero que robaba a sus empleados, o distraía a la hacienda pública. O que había heredado de otros latrocicinos anteriores, ya olvidados por la historia. Prescritos. O que lo ganaba dentro de alguna ley que amparaba el robo sistemático, porque la ley, hijos -nos recordaba siempre- no dirimía lo justo de lo injusto, sino los robos de los ricos de los robos de los pobres. Lo dicho: más razón que una santa. ¿Populismo?: váyase a cagar.

Esto -por supuesto- es más viejo que eso, que el cagar, y basta con saber un poco del mundo para entenderlo y asumirlo. Pero siempre hay un tonto que parece no darse cuenta. Un rico tonto, a veces, como este fulano de “El año más violento”, al que da vida -y qué vida- Oscar Isaac. Este tontolaba se cree que su empresa está barriendo a la competencia porque él es muy listo, y tiene un par de huevos, y los dioses le sonríen. All legal, señor juez. Abel Morales es un buen hombre, un tipo justo, pero no se entera de la misa a la mitad. Su inconsciente quizá sospecha que su empresa no es trigo limpio, pero prefiere, como buen emprendedor, pensar que se lo debe todo a sí mismo, y no a su señora, que le lleva las cuentas, y al amigo, que le oculta el reverso mugriento de los billetes. 

Abel prefiere columpiarse en una versión más cómoda de la realidad; que es, en verdad, lo que hacemos casi todos, salvo los locos lúcidos. Abe lo hace para forrarse, y otros, simplemente, lo hacemos para poder soportarnos.





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Interstellar

🌟🌟🌟🌟

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir gravedad cuántica? Así rezaba el título original de la película, con el que se trabajó durante el rodaje e incluso en las primeras fases de la postproducción. Pero a última hora, tal vez para ganarse al público que no entiende los libros de Stephen Hawking, o que podía confundirla con una película francesa sobre la gravedad existencial, Christopher Nolan decidió titular a su película Interstellar, que anticipa aventuras en el espacio, y exploraciones entre galaxias. Y haberlas haylas, desde luego, y muy lejanas, arriesgadísimas, con la nave Endurance visitando planetas improbables y bordeando agujeros negros para ganar impulso y ahorrar combustible. Pero es un título que tiene algo de engañoso, porque la película no habla realmente sobre el futuro extraplanetario de la humanidad, ni quiere ser una parábola sobre nuestro destino como especie, con esos guiños hiperespaciales a las desventuras del astronauta Bowman en 2001. El tema nuclear de Interstellar es el amor que une a los padres con los hijos, un vínculo que uno, que también es padre, pero que asumió hace tiempo los postulados del materialismo dialéctico, siempre ha tenido por estrictamente biológico, genético, aunque adopte formas muy elevadas y nos arranque las tripas con sentimientos inaprensibles de pena o de alegría.



    Interstellar es, en estas filosofías, una película dubitativa. El personaje de Anne Hathaway, arrebatada en un trance mayúsculo, afirma que el amor es un sentimiento que traspasa las dimensiones del espacio y del tiempo, como dando a entender que es algo metafísico que no está hecho de protones, ni de energía, algo que no guarda relación con la física de los ateos recalcitrantes. En esto la película se pone del lado de la teorías espirituales y contenta más o menos a la mitad de la platea. Pero luego, en otro diálogo, la película hace como que recula, como que se arrepiente, y lanza la teoría de que el amor, como fuerza atractiva que es, puede ser una manifestación muy particular de la fuerza gravitatoria, que al parecer es la única de las conocidas que navega sin problema por las dimensiones que nos contienen y nos rodean. ¿Es el amor una interpretación cerebral de los gravitones que emite la persona amada? He ahí la peliaguda cuestión, que al final, por supuesto, queda sin responder.




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Molly's Game

🌟🌟🌟

Cuando Aaron Sorkin se pone en modo verborreico me cuesta seguirle. Y en Molly’s Game sus personajes no paran de hablar: sobre póker, sobre chanchullos financieros, sobre traumas psicoanalíticos de la mocedad. Sin espacios en blanco, sin pausas para respirar, como gángsters de Chicago que ametrallaran las palabras. 

    Ésa es la primera discapacidad que hoy vengo a confesar: que yo presumo de ser un seguidor incondicional, pero si tengo que decir la verdad, de todo lo que dicen sus personajes no me entero de la misa la media. Les pillo algunas ocurrencias, algunas gracias, porque tampoco soy un estúpido integral, y con esas pequeñas perlas voy construyendo el mito de nuestra estrecha relación: él escribiendo cosas para inteligentes y yo aspirando a la inteligencia de comprenderlas. Pero es falso. Sólo me tiro el rollo para que los cinéfilos fetén, los seriéfilos con pedigrí, caigan de vez en cuando por estas páginas.

    Tras el sueño reparador que me ha curado la jaqueca, he tenido que venir a internet para deshacer el enredo argumental que tenía en la cabeza. Para atar cabos y poner en orden cronológico esta historia tan verídica como inverosímil de Molly Bloom, la esquiadora olímpica, la estudiante en Harvard, la timbera del póker, la millonaria precoz, la amiga de los cineastas, la consejera de los forrados, la víctima de la mafia, la hiperinteligente operativa y la –quizá- deficiente emocional.

      Molly’s Game, además, se me atraganta porque en ella concurren, como en un chiste sobre el colmo de los colmos, otras dos discapacidades que han lastrado gran parte de mi vida, y gran parte, también, de mi cinefilia. La primera es que no entiendo los juegos de cartas. Sólo me quedo con los muy idiotas, o con los muy simples, los que se enseñan a los niños para que vayan metiéndose en el vicio.  La otra discapacidad es en realidad el compendio de unas cuantas: la sordera, la mudez, la estulticia, el no dar pie con bola cada vez que Jessica Chastain aparece en una pantalla. Y más si lo hace pintada para la guerra, con la mirada agresiva, y los pechos altivos y apretados. Y esa voz que derrite montañas, y evapora mis océanos…





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El árbol de la vida

🌟🌟🌟🌟

El árbol de la vida es una película sobre el misterio de la vida. Y como la vida, en realidad, desde que Watson y Crick descubrieran la estructura autorreplicante del ADN, ya no tiene gran misterio que contar, y todo se reduce al designio de las bases nitrogenadas ascendiendo por la espiral, Terrence Malick -que al parecer no se conforma con una explicación tan materialista de la existencia-se enreda en una metáfora sobre árboles y puentes que se parece mucho al discurso de la semillita cuando tratas de camuflarle a un niño el intríngulis fornicador de la concepción.  

     En su largo transitar por las trascendencias del Ser y de la Nada, la película se vuelve teológica, paulocoelhiana, muy pesadota, y termina siendo un floripondio visual muy del agrado de los creyentes, o de los que quisieran aferrarse a la creencia. Es una película inefable, confusa, tan difícil de entender como la poesía personal o como la homilía clerical. Aunque eso sí: hipnótica y fascinante. Las imágenes son bellísimas, casi tanto como la banda sonora,  o como Jessica Chastain, que no necesitaba la escena de la levitación para que todos entendiéramos que interpreta a un ángel del Señor descendido sobre Texas.

    Los ateos materialistas navegamos por El árbol de la vida sin asumir su discurso, pero maravillados por las formas. Esto es cine de la hostia, aunque sea así, en minúscula, sin consagrar, para nosotros los descreídos. Somos visitantes de un museo donde se expone el alma de Terrence Malick en varios cuadros de preciosa composición. Y árboles, muchos árboles, como metáforas continuas que atraviesan el metraje. ¿La vida que surge del barro bíblico y asciende a las alturas donde mora el Creador? ¿Los árboles como ejemplo de seres vivos que nacen, crecen, se reproducen y mueren a manos de un ser humano con económicas intenciones? Tal vez. Pero entonces nos hubiera dado igual La cucaracha de la vida, o incluso El césped de la vida, ése que el niño Jack O'Brien siega un día tras otro como un Sísifo con cortacésped. 

    Las pelusillas del ombligo son difíciles de interpretar, y El árbol de la vida es una gran pelusa que Terrence Malick se sacó de su ombligo artístico y muy particular. 





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El caso Sloane

🌟🌟🌟

El caso Sloane pasó por Estados Unidos como una tormenta por las pantallas. El eterno debate sobre la posesión de armas acaloró a los espectadores americanos y dio mucho de sí en los foros de los cinéfilos: los que llevan pistola al cinto y los que no (que digo yo, que a ver quién discute de cine –o de cualquier otra cosa- con un tipo que gruñe su desavenencia mientras acaricia la culata de un revólver).

    Pero aquí, en la civilizada Europa, donde el tema de las armas nos parece un asunto de gentes como Cletus el de Los Simpson, o como vaqueros extintos de las películas de John Wayne, El caso Sloane llegó como una borrasca ya sin fuerza, y apenas dejó cuatro chubascos en la taquilla. Unas marejadillas en las críticas especializadas, y el sol triunfante, eso sí, entre nube y nube, de Jessica Chastain, que aquí no tiene el cabello de color dorado, sino de rojo fueguino, como las estrellas más lejanas y más grandes. Como las musas de Boticelli, o las fantasías de nuestros sueños. Los sueños lascivos, claro, y los galantes, y también los sueños que mezclan ambos conceptos en la coctelera del amor verdadero. Pues la distancia de un océano, y nuestra condición de espectadores, no son impedimentos para que el amor por Jessica nazca y fructifique.

    El caso Sloane es una película difícil de seguir. Los subtítulos se suceden a ritmo de ametralladora entre políticos y politicastros, lobistas de las armas y onegeístas de la paz. Y aún así, con las letras sucediéndose a todo trapo, uno comprende que muchas traducciones se están quedando en el tintero. En una película húngara no me hubiese dado cuenta, pero mi inglés del bachillerato sí alcanza para saber estos límites de mi ignorancia.  Decido, pues, con todo el dolor de mi ortodoxia cinéfila, pasar al idioma doblado, que produce urticaria y falsedad, pero mi entendimiento de los personajes no mejora gran cosa. Cada frase es más inteligente, más pomposa, más epatante que la anterior, y hay giros, y regiros, y soluciones brillantes a lo MacGyver de la retórica. Al final no sé quién sale victorioso en esta esgrima de mujeres hiperinteligentes, de hombres hipercorruptos, de hijos de puta e hijas de putero que fabrican verdades –constitucionales incluso- a cambio de una bolsa repleta de monedas.





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Take Shelter

🌟🌟🌟🌟

Más pronto que tarde llegará el cataclismo devastador que arrasará la faz de la Tierra. Nos caerá un asteroide, o se elevarán los mares, o nos fumigará un virus mortal que no conocerá ni a su padre en el laboratorio. Un loco apretará el botón nuclear, o una civilización extraterrreste nos convertirá en biodiesel para seguir alimentando el vuelo interestelar de sus platillos volantes. Quién sabe.... Desde que el mundo es mundo, siempre ha habido un iluminado, un profeta, un plasta del apocalipsis que anunciaba el fin del mundo con grandes voces de lunático, o susurros insidiosos de sacerdote. En la Biblia salen muchos de estos tipos -generalmente barbudos y desaliñados- que erraron el tiro con las fechas. Ahora, curiosamente, cuando la destrucción es más probable, salen muchos menos hablando por boca de Dios. 

     Las gentes de bien nos reímos de estos tipos cuando los vemos en la televisión, y si por un casual nos los cruzamos por la vida, procuramos cambiar de acera, o de ascensor, y hacer como que no les hemos visto. Esta marginación social es la que sufre el bueno de Curtis, el granjero de Ohio, que en Take Shelter dice barruntar una gran tormenta que arrasará hogares y establos, cosechas y autopistas, hasta no dejar piedra sobre piedra. Podría aportar datos científicos sobre el cambio climático para que los vecinos se lo tomaran un poco más en serio. Pero Curtis -que empieza a volverse majareta por las noches, soñando pesadillas insoportables- también va perdiendo la chaveta durante el día, y pone caras de orate, y lanza discursos de pirado, y ya ni su mujer es capaz de seguirle la tontería. 

    Curtis, al menos, en sus ratos de cordura, tiene la decencia de indagarse a sí mismo en los manuales de psiquiatría, buscándose una esquizofrenia, una psicosis, una enfermedad tangible que le devuelva la honra y el buen nombre. Cualquier cosa menos ser considerado un profeta de la destrucción.
    
    Lo más cojonudo de todo es que Curtis, después de todo, tal vez tenga razón...



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Zero Dark Thirty

🌟🌟🌟🌟🌟

Zero Dark Thirty, como película de acción, es impecable. E implacable. Todo lo que sucede en ella es pertinente y sumativo. No hay lugar para cuitas personales, para llamadas a la familia, para romances de catapún y tentetieso entre los agentes de la CIA. Los personajes de Zero Dark Thirty son todo magro, todo proteína. Héroes de acción como los Geyperman y los Madelman de nuestra infancia, a los que nunca poníamos a cagar, ni a prepararse unos bocadillos, a jugar una partida de póker mientras los terroristas de Sildavia urdían sus maldades. Nuestros muñecos, que estaban destinados temporalmente en nuestras habitaciones, también tenían sus mujeres, sus hijos, sus casas preciosas en las afueras de Los Ángeles. Sus affaires con las muñecas Barbie de nuestras hermanas. Ellos también tenían su vida personal, su momento humano de esparcimiento, pero nosotros, como Kathryn Bigelow en la película, dábamos todo aquello por supuesto y aprovechábamos el tiempo entre los deberes y la merienda para poner en claro nuestros objetivos militares, y empezar a repartir estopa hasta que sólo quedara un vencedor.

    Zero Dark Thirty no es sólo una película de acción. Pretende ser una recreación histórica, la narración minuciosa de cómo los americanos dieron con el refugio secreto de Osama Bin Laden, que finalmente no moraba en las cuevas afganas, camuflado entre pastores de barba de chivo, sino que vivía a dos pasos y medio de nuestras narices, en un ático fortificado con vistas a la civilización. El público americano se tomó muy en serio el relato, y lo aceptó como suele hacerlo con sus verdades oficiales, a pies juntillas. Osama era el demonio, vivió escabullido durante años en el quinto pino, y una bendita madrugada de mayo un grupo de soldados entró en su guarida y lo ejecutó con dos disparos certeros. Fin de la historia. Nosotros, sin embargo, los europeos conspiranoicos, los occidentales disidentes, sólo tenemos dudas en este asunto de Osama Bin Laden y su paradero. Osama es un personaje de origen turbio, de vaivenes inexplicados, de existencia fantasmal. Podría ser verdad lo que cuentan de él los americanos, y también una mentira tan grande como una montaña de Tora Bora. Quizá Osama ya estaba muerto cuando la CIA montó el operativo que nos cuentan en Zero Dark Thirty, y en aquella casa de Abbottabad mataron a otro tío y le pusieron unas barbas y un turbante para dar el pego. Quién sabe con estos fulanos. Tal vez Osama sigue evadido, conspirando contra Occidente. O trabajando en secreto para el Imperio, incentivando guerras que sostienen el negocio militar. A saber... 

    Zero Dark Thirty, que como película de acción es un sobresaliente, como película histórica no valdrá una mierda hasta que la desclasificación de documentos, o la traición de un nuevo Snowden, demuestren lo contrario. 



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The Martian

🌟🌟🌟🌟

Los hombres de La Pedanía, que es el pueblo donde yo vivo, nunca van a ver The Martian, la última película de Ridley Scott. Ellos nunca van al cine, ni tienen televisión de pago, ni entienden bien cómo funciona un DVD. Dentro de unos años, si acaso, cuando pasen la película después del No-Do  y de la información del tiempo, mis convecinos le echarán un vistazo distraído mientras apuran el vaso de vino y cortan el queso con la sirla de Albacete. Yo sé que les va a interesar mucho el tema de las patatas hidropónicas, porque aquí, en este villorrio, como en cualquier villorrio que se precie, que las patatas crezcan o no es el asunto sustancial de cada día. Lo que viene antes del cultivo de Matt Damon, y sobre todo lo que viene después, les va a aburrir soberanamente, y van a verlo con el volumen bajado, o con la atención puesta en otro sitio. 

Sí levantarán la ceja cuando Damon se ponga a cacharrear con los vehículos espaciales, porque ellos, hombres prácticos donde los haya, saben mucho de arreglar cualquier cosa, y de trastear mucho con sus tractores, aunque ellos siempre tengan la patata en mente, y no entiendan muy bien qué hace un tío con un casco en mitad del desierto, buscando artilugios sepultados bajo el polvo.


    Escribía Andrés Trapiello en sus diarios, de cuando iba a su finca extremeña y se topaba con la dura realidad del agro:

    “Yo no sé de dónde se habrán sacado eso de la sabiduría de los hombres de campo. Por uno sabio, se topa uno con cien brutos y desalmados. Sólo hay que observar la saña con que un hombre de campo mira crecer unas dalias, una rosa, todo lo que no dé patatas”.

    No diré yo tanto de mis vecinos, Dios me libre. Como yo no tengo tierras ni casa propia, nos saludamos amablemente sin que nuestras vidas tengan un punto de intersección, ni de conflicto. Trapiello, en el exabrupto, se desahogaba de un problema de lindes, o de unas obras en casa, y aprovechaba la escritura para quedarse descansado. Mi desencanto con los hombres de campo es más liviano que el suyo, pero más sostenido en el tiempo. Más decepcionante en realidad. Aquí no hay nadie para comentar una película como The Martian. Nadie con quien compartir el amor volcánico que Jessica Chastain sigue despertando en mis entrañas. Nadie, por supuesto, con quien recordar el sueño viajero de Carl Sagan, ni hacer memoria de las otras aventuras espaciales de Ridley Scott. Nadie a quien comentarle que The Martian, en esencia, tiene el mismo argumento, y el mismo brete moral, y el mismo actor rescatable, que Salvar al soldado Ryan. Aquí, en el villorrio, las únicas películas que se ven son las de vaqueros, y sólo si sale John Wayne en ellas. Vivo rodeado de gente, ahíto de comida, en un rincón ubérrimo del Noroeste. Pero vivo solo, muy solo. Me siento, en espíritu, como Matt Damon atrapado en Marte.




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Mamá

🌟

Me han vuelto a engañar con la enésima película de terror que iba a ser diferente. Esta vez ha sido Guillermo del Toro, el gordinflón que producía y publicitaba Mamá, el que ha dado falso testimonio ante el jurado de espectadores. Ahorita va a ser distinto, güey. La madre que lo parió... Estos tunantes nos pescan como truchas de escasa memoria y poco juicio. Saben que los cinéfilos somos ávidos, impacientes, que escuchamos cualquier adjetivo promisorio y nos tragamos el anzuelo hasta la laringe, aunque el gusano sea un sujeto sospechoso que ya nos sonaba de otras estafas. A las truchas nos puede el ansia, el hábito, el vacío estrecho de esta corriente monótona y fría. Este tal Andrés Muschietti que dirige Mamá es un cinéfago que ha regurgitado en la película los clichés mal digeridos de toda la vida. Los más acérrimos se conforman con esto, y dicen que no hay más cabras que ordeñar, ni más variantes que inventar. O lo tomas, o lo dejas. El pasillo que se recorre, la sombra que se desliza, la electricidad que se va, el armario que se abre, el bosque que se cierne, el científico que se inmola, el protagonista que no se entera... La misma tontería de siempre... Que da susto, sí, y que entretiene mucho, pero que también es, aunque parezca paradójico, una pérdida de tiempo lamentable. 




   
 
           Han tenido, además, estos latinos enamorados de las mujeres morenas, la desfachatez de volver negro el cabello fueguino de Jessica Chastain. Han querido afearla por exigencias del guión, para hacer de Mamá un relato más siniestro y oscuro.  Me la han convertido, a mi Jessica, en rockera gótica, en compatriota nacional, estos bellacos. Pero no han podido apagar su belleza radiante de californiana criada al sol. Su piel blanquísima relucía como nunca en contraste con ese pelo azabache y absurdo. No había oscuridad en los pasillos tenebrosos cuando Jessica vagaba por ellos. Ella, la heroína, parecía el blanco fantasma de un amor.

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Criadas y señoras

🌟🌟🌟

Las arpías que uno se va encontrando por la vida no tienen cara de arpías, ni ponen mohines de arpías. La maldad que supura en sus entrañas no suele asomarse a los rostros, salvo en los casos más clínicos. Las mujeres malvadas -como los hombres malvados- son indistinguibles, a simple vista, de las demás. Mirándolas a la cara nunca sabrías cuál de ellas te va a apuñalar, hasta que te apuñala.

Digo esto porque termino de ver Criadas y señoras, aclamada película donde el reparto es casi exclusivamente femenino, y aun siendo una película estimable e instructiva, a uno le chirría que estas señoritingas racistas del Mississippi pongan todo el rato cara de malas. De muy malas. Se cruzan con una mujer negra en la calle y tuercen el gesto como niñas tontas; dan órdenes a la criada del hogar y la cara de asco que se les pone les deforma las facciones. No sé a que viene este subrayado innecesario, que mueve más a la risa que a la indignación. Su misma posición social ya las hace condenables a ojos del espectador. No necesitamos más información para saber que pertenecían -¡que pertenecen!- a una casta execrable, todavía por extinguir. No necesitamos que nos remarquen una y otra vez su maldad, en cada plano, en cada línea de diálogo. Los responsables de Criadas y señoras minusvaloran nuestra inteligencia de espectadores, o quizá se están dirigiendo a un público más básico y local, a saber.

Tampoco han estado muy finos en la confección del cásting, la verdad. No puede ser que estas brujas hayan sido bendecidas por igual en la lotería de la belleza. Que cinco amiguitas de la infancia se conviertan al crecer en cinco mujeres de hermosura indecible, por muy americanas y muy sureñas que sean, es una improbabilidad matemática que coloca a Criadas y señoras más cerca de la ciencia ficción que del género lacrimógeno. Si querían que el espectador masculino pasara por taquilla en esta historia atiborrada de mujeres y mujeríos, quizá hayan dado en el clavo. Pero no han conseguido que por ello disfrutemos más de la película, ni que la tengamos en mayor consideración. Al contrario: uno quiere predisponerse al drama, y solidarizarse con las esclavizadas, pero el desfile de mujeres malísimas y guapísimas le crea a uno una cacofonía mental, como de sinfonía compuesta en dos claves simultáneas. Ver Criadas y señoras es como salir en manifestación a favor de los inmigrantes y pasarte dos horas mirando las tetas de las pijas que pasan a tu lado llamándote perroflauta y rojo de mierda.      



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La deuda

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Veo, en la siesta recalentada del verano interminable y extenuante, La deuda. O es una película sin músculo, o mi atención se ha achicharrado poco a poco en la sartén de mi sesera. La he visto entre vapores, sin mover un músculo, temeroso de desencadenar la explosión de los mil géiseres de mi piel. Pero el esfuerzo supremo de la inacción tampoco ha ayudado gran cosa. Al contrario: me ha hecho fijarme más en lo aburrido de la propuesta. Hasta que llegas al final -que decían sorpresivo y espectacular en la red-, y resulta que lo protagoniza una agente del Mosad entradísima en años liándose a hostias con un nazi fugitivo, más viejuno todavía, en un remoto psiquiátrico de Ucrania. Ridículo todo. 

Sólo la presencia de Jessica Chastain impedirá el olvido fulminante de La deuda. Imposible no enamorarse de ella. Hay que ir muy despistado por la vida para encontrarse con una mujer así y no quedarse embobado, mirándola. Para no quedarse con su rostro y con su nombre en el primer encuentro. Sólo a un gilipollas como yo podría ocurrirle una cosa así.... Porque he visto La deuda pensando que Jessica paseaba su pelirroja belleza por primera vez en mi salón, y luego, cuando la he rebuscado en internet, ya del todo enamorado, he descubierto para mi sonrojo que ella era la esposa de Brad Pitt en El árbol de la vida, película a la que dediqué una mínima entrada en este diario sin mencionarla a ella, que levitaba ingrávida sobre el césped de su jardín, como hacen los ángeles en el paraíso de lo verde. Imperdonable, mi despiste. Vergonzoso, mi olvido. Preocupante, sobre todo, la desatención de este instinto mío, decadente y plomizo, al que antes no se le escapaba ni una, siempre alerta, concentrado. Hace años, Jessica Chastain no habría necesitado dos oportunidades para colarse en mi vida. No habría sufrido este desplante, este oprobio, esta desconsideración inexcusable. 





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