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Fat City

🌟🌟🌟🌟

En la película de John Huston, Fat City no es la ciudad de los gordos, sino la ciudad de los fracasados. Una película de losers, tan americanos, a los que aquí llamaríamos gente normal: tipos que en su juventud alimentaron sueños de arte o de deporte, pero que luego, en el momento decisivo, no tuvieron el talento, o la suerte, o la compañía, o ninguna de las tres cosas.

    Los protagonistas de Fat City son boxeadores del montón, lumpen de gimnasio, carne de cañón en los certámenes de pueblo. Los soldados del gran ejército de los fracasados, sobre los que luego se erige el triunfador que alza los brazos mientras suena “The eye of the tiger”. La montaña de cadáveres tras la batalla. Los espermatozoides fallidos de la vida. El cine ha contado muchas historias de espermatozoides con pegada de mulos que alcanzaron la gloria en el ring y luego cayeron al vacío derrumbados por los vicios. Casi siempre arrastrados por su propio carácter, voluble e irascible. Como les pasa también a estos boxeadores de Fat City, que se enredan en el alcohol, en la inconstancia, en la falda de la mujer inadecuada…, solo que ellos se pierden sin remedio antes de catar cualquier gloria.

    En las películas sobre el triunfo, los boxeadores que salen en Fat City apenas ocupan unos segundos de metraje. Son esos tipejos medio fofos y torpes que alimentan la esperanza temprana de quien luego será campeón del mundo. Tipos anónimos que en esas películas siempre salen en una escena de montaje frenético, casi atropellándose en las derrotas y en las caídas a la lona,  mientras giran los carteles que anuncian el próximo combate del protagonista, en letras cada vez más grandes.



    De todos modos, el boxeo, en Fat City, sólo es la metáfora de cualquier lucha por destacar y salir del anonimato. De labrarse una pequeña gloria, aunque sea provinciana, para presumir un poco en el bar ante las amistades: “Yo estuve una vez allí…” Yo mismo lo intenté una vez, con la literatura, cuando estaba fat de verdad -Fat Village en todo caso-, y me quedé en eso: en el escritor derrotado que sirvió para contrastar la verdadera calidad de los que saben narrar. Ahora, en el bar, como Stacy Keach en Fat City, cuento batallitas para rebajar la amargura de aquel fracaso.
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Comanchería

🌟🌟🌟🌟🌟

El título original de la película es Hell or high water, que es una frase hecha que viene a decir: "Haz lo que tengas que hacer, no importan las circunstancias". Y eso es, justamente, lo que hacen los hermanos Howard en la película: cumplir con su deber, que en su caso es atracar bancos de medio pelo en los villorrios polvorientos de Texas. No para enriquecerse, ni para buscar el placer del puro delinquir. Simplemente para saldar las deudas que mantienen con su propio banco -curiosa ironía- y romper el círculo eterno de los infortunados de la tierra. 

    Del mismo modo, los rangers de Texas que los persiguen también cumplen puntillosamente con su deber, y en este esquema tan simple de policías y ladrones se desarrolla esta película que no necesita viajar al siglo XIX para ser un western en toda regla, uno muy entretenido, y muy crepuscular.

    Como la expresión del título no se iba a entender por estas tierras, los distribuidores han rebautizado la película como Comanchería, porque la acción transcurre en el territorio comanche que se extendía entre las llanuras de Texas y Oklahoma. Y porque ellos mismos, los hermanos Howard, aunque son anglosajones de ojos azules, y descienden del hombre blanco que usurpara las praderas, se consideran herederos de la rebeldía cimarrona. Los Howard también son hombres acorralados que luchan por su tribu y por su hacienda, solo que en vez de montar a caballo y disparar el rifle Winchester a horcajadas, han decidido proclamar su comanchería cabalgando autos robados y disparando armas de fuego sofisticadas. 

    Si los indios fueron arrinconados por sus antepasados, ahora son ellos -quizá en justo y demorado castigo- los que son exterminados por el sistema financiero. Un enemigo terrible, pero incruento, que ya no necesita al Séptimo de Caballería para imponer su ley y su presencia. Simplemente instalan una oficina, esperan con paciencia la ruina o la desesperación de las gentes, y se apropian de los terrenos sin más armas que un préstamo abusivo y un bolígrafo para firmarlo.   



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El gran Lebowski

🌟🌟🌟🌟🌟

Dos mil años después de que Jesús predicara en el lago Tiberíades, nació, en la otra punta del mundo, otro profeta que también predicaba la paz fraterna y el amor universal. La concordia entre los pueblos. El hombre se llamaba Jeff Lebowski y fue apodado el Nota. En sus tiempos de juventud, en la Universidad, mientras otros se aislaban en sus estudios y se preocupaban por el futuro, él salía de manifestación con una pancarta en la mano y con un porrete en la otra, para protestar contra la guerra de Vietnam. El Nota dio su ejemplo, tuvo sus discípulos, predicó entre las gentes, pero su mensaje se diluyó entre tantos profetas similares. California, en los años setenta, era como la Judea del siglo I: una tierra propicia para el sermón y para la revuelta. 
Será por eso que el Nota, incomprendido, se refugió varios años en el desierto.

    Al regresar, el Nota vino con otro mensaje, y con otras pintas. Inspirado en el Jesús de los evangelios -que también retornó transfigurado de sus tentaciones- el Nota se dejó el pelo largo, y la perillita, y se vistió con ropas holgadas a modo de túnica. Y se puso unas chanclas de piscina como sandalias de la antigüedad, que solo se quitaba para enfundarse los zapatos de la bolera. El Nota predicaba una paz diferente, interior. La paz del espíritu. Una cosa como budista, oriental, aunque los vodkas fueran de Rusia y los petas de Jamaica. 

    Con solo dos discípulos llamados Walter y Donny -un excombatiente de Vietnam y un exinteligente de la vida- el Nota fundó una religión que ha llegado hasta nuestros día: el dudeísmo, tan válida como cualquier otra que sermonea nuestros males. El dudeísmo predica el no predicar, y el practicar lo menos posible. Simplificar la vida, llevarlo tranqui, pensárselo dos veces. Y a la primera inquietud, un porrete, y unas pajillas, y un ruso blanco de postre, para serenar el ánimo alterado. Vive y deja vivir, tío. Hakuna matata. Take it easy. Respira hondo. Deja que fluya. Porque al final todo se reduce a eso: a estar a gusto con uno mismo. A que llegue la hora de dormir y los perros del estómago no se pongan a ladrar. Llegar a la almohada sin remordimientos ni malos pensamientos. Cerrar los ojos y dejarse ir con una sonrisa de niño. Bobalicona. La felicidad no es más que eso, tan sencilla como un pirulí, tan inalcanzable como las estrellas. Eso predica el Nota. Y yo digo amén a su Palabra, y la extiendo por el mundo. 




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Los fabulosos Baker Boys

🌟🌟🌟

La película se titula Los fabulosos Baker Boys porque trata de dos hermanos, los hermanos Baker, que se ganan la vida interpretando rancias canciones de amor. Pero fabuloso, lo que se dice fabuloso, aquí sólo hay uno, el menor, porque el otro, el mayor, es un  hombre derrotado que traiciona su música y su dignidad por ganar un puñado de dólares en garitos de viejos con sonotone, o de idiotas sin devoción. Frank Baker sólo quiere dar de comer a su familia, y pagar la hipoteca de su casa, y todo lo demás es secundario y negociable. Frank Baker es un tipo vulgar, corriente, sin chicha ni limoná. Un tipo majete e irrelevante como cualquiera de nosotros.

    El otro hermano, sin embargo, al que los dioses miraron de otra manera, es un tipo molón. Los designios genéticos le han hecho más alto, más guapo, más estiloso. Y también más inconformista. Cuando tiene que ganarse las perras junto a su hermano, toca el piano con sonrisa cínica y ademanes distantes. Cumple como un profesional mientras piensa en otra vida más fructífera y edificante. A él le dan por el culo los ancianos, los matrimonios, los asistentes a la boda. El público sin pedigrí. Terminada la función y cobrados los jayeres, Jack Baker busca refugio en los bares de la música incorrupta, donde el muy jodido, transmutado, toca el piano como un verdadero jazzman de aire melancólico y pensativo. Es allí dond Jeff Bridges expone su alma verdadera y dolorida. Cuando acaricia las teclas se le transfigura la cara, y se le transparentan las entrañas. 

    Luego se acomoda en la barra, pide un whisky on the rocks y las mujeres van haciendo cola para concertar una cita en su apartamento. Ni la mismísima Michelle Pfeiffer -el animal más bello de aquella era geológica- pudo resistirse a tantos encantos reconcentrados. Ella también le sonrió, le acechó en la distancia, pero sin éxito alguno en los primeros escarceos. Hasta que un día ella se vistió de rojo ceñido, y se subió al piano en un escorzo, y retozó sobre la madera barnizada como una gata en temporada de procrear. O como una pantera hambrienta.  Y el macho presuntuoso abrió las puertas de su castillo. Nos ha jodido.




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True Grit (Valor de ley)

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La madurez es una cualidad del espíritu que viene otorgada por los genes.  Y lo demás son paparruchas. A quien Dios se la dé -la madurez- que San Pedro se la bendiga. Y a quien no, ajo y agua. No hay más. La madurez no se gana, no se alcanza, no se trabaja en el esfuerzo cotidiano de vivir. La mayoría pasamos por la vida sin que la madurez nos impregne, o nos eleve. Nos salen canas, nos surcan arrugas, se nos agrava la voz, pero la responsable de esto es la oxidación celular. Son signos de que pasan los años, pero no de que fructifiquen las edades. Eso que comúnmente llamamos madurez sólo es cálculo, artimaña de animal herido. Mansedumbre y estrategia. Conductas aprendidas que nos ayudan a sobrevivir, pero no impulsos naturales que obedezcan a un buen entender de las cosas, a una posición serena y decidida ante la adversidad. La madurez que exhibimos en el otoño de la edad sólo es cosmética y fingimiento. Por dentro seguimos siendo los mismos impulsivos de siempre, los mismos estúpidos, los mismos cobardes.

    Soy educador. Soy entrenador de fútbol. Tengo contacto frecuente con muchachos y muchachas, y más de una vez he encontrado a personajes tan sorprendentes como el de Mattie Ross en True Grit, esa chavala de ideas preclaras, de valores férreos, de intrepidez desarmante. Una mocosa que es capaz de desmontar los razonamientos varoniles, machorriles, de cualquier veterano del Far West. Yo he conocido jóvenes que demostraron más aplomo, más sabiduría, más perspectiva que uno mismo cuando venían mal dadas, y cuando se suponía que uno estaba allí para tutorar, o para conducir. Chavales y chavalas con el don de la frialdad, y del análisis certero. No es por aquí, señor, es por allá, y lecciones así. A su lado yo me sentía tuerto del ojo, como Jeff Bridges en True Grit, y corto de lengua, como el personaje de Matt Damon. Tan humillado, pero tan deslumbrado, que aprendí lecciones fundamentales sobre lo relativo de la edad, y sobre la confusión general que reina en estos asuntos. 

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Candidata al poder

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Acabo de ver, en la sobremesa despejada de quehaceceres, Candidata al poder, película sobre los intríngulis de la política estadounidense que pintaba bien en su primer tramo, y que luego, para mi pasmo, en un giro ridículo de los acontecimientos, se convierte en un planfeto sobre las virtudes de la mayor democracia del mundo y bla, bla, bla. Es verdad que en su metraje hay mucho cinismo, mucha ambición, mucha puñalada trapera entre congresistas y senadores, entre republicanos y demócratas. Pero al final, con retrato de Lincoln al fondo, ganan los buenos, triunfa la transparencia y América se anota un nuevo tanto. ¡USA, USA, USA...! No ha sido, desde luego, Tempestad sobre Whasington, obra maestra de Otto Preminger que no dejaba títere con cabeza. Ni tampoco, por desgracia, In the loop, ésta mucho más reciente, que abordaba temas parecidos en clave de comedia descarnada y demoledora.

Candidata al poder la han pasado decenas de veces por los canales de pago, durante años, supongo que porque las altas esferas están muy interesadas en que su mensaje cale y sus valores se difundan. En todas las ocasiones me pudo la duda y aplacé la decisión para otro momento, temeroso de meter la pata en una mala película. Hasta que esta pasada madrugada por fin me decidí, aburrido ya de sortearla. Y la cagué, por supuesto. Porque una película que se rechaza tantas veces, al final no puede salir buena. Son esos gritos sordos del inconsciente, de las entrañas, que algunos afortunados son capaces de interpretar para ahorrarse el tiempo precioso de sus vidas, y que otros nunca hemos aprendido a descodificar. Películas como Candidata al poder -que me hurtan la tarde y luego me dejan de mal humor- se las debo a una tara genética, a la mutación caprichosa de un nucleótido. Quién sabe si al antojo no satisfecho de mi madre por una taza de fresas con leche, en aquella noche aciaga de mi prehistoria...




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