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Jason Bourne

🌟🌟🌟

Según la teoría cinematográfica de Ignatius Farray, Jason Bourne debería ser una obra maestra porque ofrece exactamente lo que promete: Jason Bourne, el ex agente de la CIA que busca su pasado, cuatro hijos de puta en Langley que tratan de ocultárselo, y un sicario muy eficiente que lo persigue por varios escenarios del mundo -sañudo, concienzudo, hipervitaminado- hasta llegar a la pelea final. Si alguien buscaba otra fórmula, otro derrotero, iba dado con la experiencia. Las películas de Jason Bourne, sobre todo si las dirige Paul Greengrass, se hacen con un molde que es al mismo tiempo muy eficaz y muy previsible: tiros, hostias, persecuciones, montaje frenético, muertos que se lo buscan y muertos que pasaban por allí. Y entre medias, como en un contenido transversal que articula toda la saga, un poco de filosofía existencial sobre la naturaleza asesina o no del pobre Jason, que al parecer no quería ser asesino pero le metieron en el lío, esos mamones de sus compatriotas.


    Cuatro películas llevamos ya con el asunto y la duda no tiene pinta de resolverse. Jason dice que no, que él no es un matarife. Que entre uno que lo reclutó, uno que lo lió y otro que le lavó el cerebro con muy malas artes, él ha matado sin un afán verdadero de matar, y que quiere retirarse del oficio para vivir en una isla desierta. Los malos de cada película, sin embargo, que van cambiando de rostros a medida que Bourne se los va cargando,  sostienen que Jason es un asesino fetén, un verdadero "nasío pa matá", y que mejor haría en aceptar su naturaleza, volver al redil de la CIA y dejar de vagar por esos mundos, buscándose sin encontrarse. 

    Yo, la verdad, en este asunto de la identidad profunda de Bourne, estoy más de acuerdo con los malosos de Langley que con el héroe de la función, pero prefiero, por el bien de la saga, para que siga produciendo entretenimientos, que Bourne siga caminando por ahí como alma en pena, creyéndose un trozo de mazapán torturado. 



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