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Bloody Sunday


🌟🌟🌟🌟

Yo tuve un conocido en la adolescencia que de mayor quería ingresar en la Guardia Civil solo para "matar rojos". Soñaba con enfrentarse a ellos en alguna manifestación, en alguna marcha de sindicalistas del 1º de Mayo -que era la fantasía castrense que más le ponía- y recibir una pedrada en la cabeza que le diera la excusa para desenfundar el arma reglamentaria y vengar la década y media que llevábamos de democracia. 

    Mi conocido, como se ve, se creía un falangista de los tiempos de la II República; un pistolero del Far West que podía disparar contra pieles rojas sin que nadie le pidiera explicaciones. Sus familiares -que no estaban mucho mejor de la chaveta- eran unos nostálgicos del franquismo que aún no habían dado la Guerra Civil por concluida. En aquel tiempo gobernaban los socialistas de Felipe González que permitían que los putones y los maricones cantaran alegremente en televisión, y esa gente se sentía muy ofendida cada vez que sintonizaban la Primera o el UHF. Mi conocido escuchaba sus relatos, digería su frustración, y se vio a sí mismo como un ángel justiciero de la decadencia de Occidente.

    Con los años, guiado por el entusiasmo y por los buenos estudios, consiguió entrar en el cuerpo menetérico, que dijo una vez Chiquito de la Calzada. El exceso de ardor guerrero, o la fatalidad del destino, terminó dando con sus huesos en el País Vasco. Sé por otras amistades que allí lo pasó muy mal, arrodillado todas las mañanas ante su coche particular para revisar los bajos explotantes. Años después, tuvo la fortuna de regresar sano y salvo a la Meseta para llevar la misma vida de misa dominical, voto fidedigno al PP e indignación colérica contra los rojos que poblaban la televisión. Supongo que a veces, en el sofá, para amenizar la tertulia, todavía acaricia el arma reglamentaria entre las piernas soñando con grandes hazañas bélicas que ya nunca llegarán.



    Hoy por la noche he visto Bloody Sunday, el relato modélico que hizo Paul Greengrass de la histórica matanza de Derry. Trece muertos, y uno posterior, que inspiraron la celebérrima canción de U2. En alguno de esos paracaidistas británicos que dispararon contra la multitud he creído reconocer el gesto vengativo, el aire falangista, la pose marcial y fanática, de aquel conocido mío que también soñó con disparar algo más que pelotas de goma y gases lacrimógenos contra los chavales del pelo largo. 



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The Missing

🌟🌟🌟🌟

Hace  años, cuando desapareció de su hotel la niña Madeleine McCann, se desató un tsunami de psicosis colectiva que llegó a inundar, incluso, los parques infantiles de este tranquilo rincón del noroeste. Donde antes había niños jugando alegremente y madres ociosas que charlaban de sus asuntos, y padres aburridos que desarrollaban sus análisis futbolísticos, de pronto se implantó un régimen de campo de concentración en el que los niños se volvieron reos estrictamente vigilados, y los progenitores, guardias apostados en las torretas que iluminaban con los focos. Sólo faltó rodear los recintos con alambres de espino, y acreditar el libro de familia para poder acceder a ellos. Fueron unos años muy raros, neurotizados, que a mí me pillaron en plena faena del parquear, sin creer del todo lo que pasaba a mi alrededor. Una cosa era la responsabilidad y otra, muy distinta, aquella angustia que alteraba los nervios y las conductas. Niños habían desaparecido toda la vida, desde que el mundo es mundo, pero es como si la pobre Madeleine, que sonreía desde los carteles con cara de muñeca, viniera a recordarnos que nadie estaba a salvo de la desgracia, y que si  tal cosa podía sucederle a una niña rubia de sonrisa angelical, qué no podría pasarle a nuestros retoños ibéricos, mucho más feos y prosaicos.


    Alguien que buscaba la publicidad facilona ha tenido la mala idea de anunciar The Missing como una especie de versión encubierta del caso Madeleine. Sí, hay un niño desaparecido, y sí, sus padres son dos británicos pudientes que están de vacaciones. Pero ahí terminan las similitudes. La desaparición de Oliver Hughes no da lugar a un circo mediático, ni a una búsqueda internacional. Ni a un melodrama muy propicio para un telefilm de sobremesa. La ausencia de Oliver Hughes es un terremoto muy localizado que altera o destroza la vida de muy pocas personas: de los padres desconsolados, de los policías atribulados, de los sospechosos perseguidos. Nadie volverá a ser el mismo tras el terrible suceso. En The Missing no existen los colores, ni siquiera el blanco y el negro: todo es gris, sórdido, inquietante. Casi siempre llueve, o está nublado, o sale un sol impropio para la circunstancia. Víctimas y verdugos, amigos y observadores, todo el mundo esconde un pasado, una vergüenza, un acto inconfesable. El paisaje moral es deprimente. Y la serie, que además termina y acaba, para respiro del teleadicto que se agradece mucho, es cojonuda.




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