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El escuadrón suicida

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Al final, como me temía, El escuadrón suicida ha resultado ser una tontería. Pero no venía engañado. Mea culpa. Tras leer las críticas entusiastas -o al menos no condenatorias- de parte de la crítica,  asumí el riesgo -también suicida- y fracasé. Mal síntoma, cuando me descubro cada poco con las manos en los testículos, para nada sexualizado, ni siquiera excitado con Margot Robbie vestida de princesa majara, sino guiado por el inconsciente aburrido, que allí encuentra como un refugio ancestral o no sé qué. Les pasa a muchos hombres, y no es para nada vergonzoso. Cuando una película me interesa de verdad, me llevo el puño a la sien, apoyado en el reposabrazos, o desmadejo las manos a lo largo del cuerpo, como anestesiado, inmerso del todo en la alegría o en el sufrimiento de los demás. Me conozco como si me hubiera parido, vamos.

El escuadrón suicida es una película golfa, loca, sin pies ni cabeza, para adolescentes de centro comercial, o adultos que aún rondan por allí.  Dos horas de explosiones, sesos esparcidos y chistacos sobre comeduras de polla al borde del mar. El blockbuster moderno, ya sabemos, postarantiniano, que le ha dado no una, sino trece vueltas de tuerca, a sus planteamientos cojonudos y radicales. Fue él, Tarantino, el que abrió la caja de Pandora en Reservoir Dogs, cuando aquellos sociópatas trajeados de negro -otro escuadrón suicida, después de todo- hablaban sobre el significado de Like a virgin, la canción de Madonna, sin ponerse de acuerdo sobre si era una virgen expectante o si cada vez que follaba recordaba la virginidad perdida. Algún día sabremos...

Para escuadrón suicida -pensaba yo, a mitad de película, ya distraído con mis cosas- mi equipo de chavales de este año, encuadrado en una categoría demasiado ambiciosa, con una plantilla todavía muy verde, y desorganizada,  a merced de los clubs poderosos, de los americanos del lugar, que se presentan en los partidos como verdaderos comandos de la hostia, los hombres de Harrelson lo menos, armados hasta las botas, y con cara de no perdonarte ni un solo gol, ni un solo lamento.





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Guardianes de la Galaxia

🌟🌟🌟

No puedo resistirme al embrujo de las naves espaciales. Otros tipos de mi generación se rinden a cualquier película que contenga patadas voladoras, coches que se persiguen, revólveres de Clint Eastwood que ejercen justicia de plomo contra los maleantes... A mí estas cosas también me van, lo reconozco, porque también calenté aquellas butacas en mi cinefilia desordenada y algún poso vergonzante quedó de todo aquello. Pero lo mío, lo que me hipnotiza, lo que me deja turulato ante la pantalla, es el espacio intergaláctico -o intragaláctico incluso- surcado por una nave que construyen los terrícolas o que imaginan los extraterrestres camino de la paz o de la guerra, del recurso minero o del heroico rescate. 

    Desde que aquella tarde de mis cinco años, en la pantalla enorme del cine de León, la nave consular de la princesa Leia cruzara el espacio perseguida por un destructor imperial, he quedado comprometido con cualquier película que saque a pasear cacharros de mundos lejanos. Es una fijación infantil, un acto reflejo. Me quedo petado delante del televisor como arrebatado por un pasmo, como abducido por esa misma nave espacial que se aventura en la negrura de las estrellas titilantes. 




    Arrastrado por esta pasión irrefrenable, muchas veces me llevo una desilusión cinéfila del copón, porque las películas del género suelen salir rancias, si proceden del tiempo viejuno, o alborotadas, si las han cocinado hace poco en Hollywood. Hoy en día, con tanta persecución, tanto porrazo, tanto efecto especial que llena los rincones de la pantalla, a los espectadores veteranos, de cuarenta años para arriba, que hemos nacido con un procesador mental de los tiempos del Commodore, nos cuesta horrores mantenernos sobrios siguiendo los vaivenes y los hostiazos. Guardianes de la Galaxia tenía todas las papeletas para provocarme el vértigo y el hastío; el vómito ácido que iba a llenar de improperios la página en blanco de este blog. Pero los responsables de la aventura -cuarentones que comprenden bien el hartazgo de sus coetáneos- han introducido cachondeos, músicas, referencias cinéfilas. Nos han guiñado el ojo para que no nos sintiéramos abandonados en este páramo de lo moderno y lo vertiginoso. Mientras los adolescentes se lo pasaban pipa en el tráfago de las peleas, nosotros, los adultos, habitualmente sobrepasados por estos experimentos, nos lo hemos pasado casi tan bien como ellos. Por una vez, en los últimos tiempos.

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