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Aliens: el regreso

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Y de pronto, en 1986, cuando el F-14 de Maverick recargaba municiones para enfrentarse a los Mig destartalados, los americanos se quedaron sin un enemigo digno al que abatir en las películas. Un año antes, en 1985, mientras Iván Drago mordía el polvo en la lona, Mijail Gorbachov subía al poder en la Unión Soviética y anunciaba que hasta aquí habíamos llegado: que el orgullo patrio estaba muy bien, pero que había que comer todos los días, y que la producción de acero iba a destinarse a fabricar más ollas y menos tanques. Cuatro años después, el sistema comunista se vino abajo. En el ínterin, una ola de simpatía por Gorbachov recorrió el mundo entero, y hasta el mismo Ronald Reagan, de viaje en Moscú, tuvo que reconocer que aquello no parecía precisamente el Imperio del Mal.

    En Hollywood hubo perplejidad y contraórdenes. Los soviéticos, ahora hermanos de la paz y del desarme, dejaron de ser los malos cetrinos -y cretinos- de cada película guerrera. La gran cuestión era: ¿qué hacemos ahora con los marines? Los muyahidines de Osama Bin Laden eran por entonces amigos del alma, y los coreanos del norte llevaban muchos años tranquilos al otro lado del paralelo 38. Los socialistas de Centroamérica se defendían armados de libros y de guadañas, y en Irak, mientras tanto, aún no estaba claro cuántas bolsas de petróleo podían pincharse en el subsuelo. Estaba el espantajo de Gadafi, sí, como tentación para hacer una película con muchas hostias en el desierto... Pero mientras tanto, para matar la gusa, a alguien se le ocurrió que rodar Aliens vs. Marines -pues eso es, en esencia, Aliens: el regreso- sería una buena excusa para seguir cantando las excelencias de estos aguerridos muchachos, y de estas bravas amazonas, que ya no eran solamente el mejor cuerpo de élite de este lado de la galaxia, sino que podían sostenerle el pulso y la bravura a los aliens descarriados.

    Hay que decir, de todos modos -y si nadie lo ha dicho todavía, lo digo yo- que los aliens son más perros ladradores que mordedores. En las distancias cortas,  desde luego, a tiro de chorro ácido, de mandíbulas retráctiles, son prácticamente imbatibles, pero a diez metros, sin armamento portátil, sin coraza, lentos como osos, no serían enemigos ni para un cowboy habilidoso del Far West. Si le vinieran de uno en uno, claro, por la calle polvorienta, y no en tropel, como en la película, que a fin de cuentas es su baza ganadora.




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Avatar

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Avatar, en el fondo, despojada de lirismos y de arborescencias, solo es la historia de un pobre tullido -excombatiente de alguna guerra patriótica de los americanos-, al que ya no le hacen caso las mujeres de su pueblo, allá en Wisconsin. 

    Nuestro héroe, como un vecino que yo tengo, que se fue a las selvas del Caribe a encontrar el amor de su vida, se embarca en una misión espacial cuyo destino es Pandora, un planeta cuyas frondosidades se parecen mucho a las de Cuba, o a las de la República Dominicana. En Pandora, según cuentan los hombres que han regresado de allí, y según atestiguan los reportajes fotográficos del National Geographic, viven unas jatazas de mucha impresión, altísimas, atléticas, esbeltas, prácticamente desnudas en su hábitat natural. Antropomórficas hasta resultar casi atractivas. E inocentes, en grado sumo, porque ellas no conocen la maldad ni el engaño, y son como aquellas polinesias, melanesias y micronesias que recibían a la tripulación del capitán Cook con los brazos abiertos, y se prestaban al intercambio amoroso a cambio de unas baratijas fabricadas en Southampton.

    Las pandoreñas tienen muchos pros sexuales, pero también algunas contras evidentes. Está, en primer lugar, que tienen un rabo, ostensible, aunque éste, afortunadamente, les cuelgue por detrás y no por delante, lo que corta de raíz confusiones muy problemáticas, y chistes muy propicios del cuñado o del amigote. Tal rabo, por añadidura, es un apéndice muy sensible de las pandoreñas, prácticamente una terminal nerviosa que ellas utilizan para comunicarse con la naturaleza. Si se le pone un poco de imaginación humana al asunto, puede resultar un juguete sexual de primera categoría, en varios usos y circunstancias que Avatar, por ser una película para todos los públicos, prefiere obviar y mantener en secreto.

    El sol de Pandora, cuando cae sobre las pieles de sus criaturas, no las tiñe del color bronceado que resulta tan sexy para el homo sapiens, sino de un color azul-pitufo que a muchos hombres les da como repelús, como asco de sustancia química. Nuestro hombre, por fortuna, no padece de estos remilgos coloristas, que además le parecen colindantes con el racismo. Lo que le tiene más mosca es el asunto del idioma, porque las pandoreñas no dicen "mi amol", ni "mi amorsote", sólo palabras guturales que por supuesto no proceden del tronco indoeuropeo, sino de alguna civilización extraterrestre que llegó al planeta mucho antes que los humanos. Pero el lío del lenguaje tampoco va a detener las apetencias de nuestro héroe. Sigourney Weaver, antes de lanzarlo a la selva, ya le había enseñado el vocabulario básico del cortejo, y con eso es suficiente para que Neytiri, en una primera impresión, quede fascinada por el nuevo na'vi aparecido en la selva. Uno muy tímido, muy torpe, aunque encantador en grado sumo, que se comporta como si su cuerpo estuviera en un sitio y su mente en otro muy distinto...





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