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El viajante

🌟🌟🌟

En los albores de este humilde blog, el cine iraní era un plato que se incluía con frecuencia en el menú. Uno, de aquella, quería entrar en la blogosfera con credenciales de cinéfilo, con caché de cultureta, a ver si las mujeres reconocían en mí un alma sensitiva, ecuménica, que se interesaba por cinematografías distintas a los americanos dándose de hostias, y a los españoles dándose voces. Mientras las mujeres iban desertando de mi escritura, aburridas y perplejas, por aquí pasaron las películas de Kiarostami, de Panahi, de un señor llamado Asghar Farhadi que tenía dos haches intercaladas que eran la pesadilla de mi ortografía.

    Con el ya fallecido Kiarostami me pasé siete pueblos riéndome de su cansinidad, de su afición por las cabras que mascaban hierbajos y los pastores que las contemplan como si el tiempo lo regalaran con los yogures. De Panahi, que era un director más ágil y más urbano, me quedé con algunas películas muy estimables que denunciaban el estado de su país: la subordinación de las mujeres, la teocracia de los ayatolás, el tráfico insoportable de Teherán... Otras películas suyas, en cambio, cayeron instantáneamente en el olvido. Y luego vino este señor de las haches intercaladas, Asghar, y Farhadi, del que estuve a punto de desistir en las primeras citas, con algún bostezo de más y algún entusiasmo de menos. Hasta que un buen día llegó Nader y Simin: una separación y con esa obra maestra, con ese peliculón que subió a los altares sin pasar por la beatificación, el hombre de la perilla se convirtió en un guest star habitual de mi repertorio. 




    Su última película se titula El viajante, y viene avalada una vez más por la crítica, y por otro Oscar de Hollywood, que esta vez vino rodeado de una ardiente polémica sobre si Donald Trump merecía más bien un desplante o un escupitajo. En El viajante, la verdad, nadie viaja hacia ningún lugar. No físicamente, al menos. De un piso a otro de Teherán como muy lejos, que son los escenarios de la desgracia y la posterior venganza del matrimonio Etesami. Ellos no son Nader y Simin, pero se les parecen mucho: jóvenes y cultos, urbanitas y modernos. Y también, para su desgracia, reos de un dilema moral de los que paralizan el raciocinio, y anima el debate entre los espectadores.



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A propósito de Elly

🌟🌟🌟

A propósito de Elly es la película de Asghar Farhadi inmediatamente anterior a Nader y Simin. La encaro con la intención de aprender sociologías sobre la clase media iraní que, barba arriba, chador abajo, tanto se parece a la pequeña burguesía de aquí. Los personajes de Asghar Farhadi no son los paletos habituales que saca Kiarostami en sus películas, ni los ciudadanos de a pie a los que Panahi sigue por las calles. Farhadi rueda películas -no documentales agrícolas, ni seguimientos voyeuristas. Este hombre, aunque sea una costumbre desusada en el cine iraní, se presenta en los rodajes con un guión escrito previamente, con sus diálogos, sus descripciones, sus atmósferas sugeridas. Un cineasta clásico, sistemático, ¡occidental!, al que van premiando en los festivales del ancho mundo casi a regañadientes. Porque sus películas son cojonudas, y te dejan la amargura de lo inconcluso, de la flaqueza humana enfrentada a la tragedia.

A Farhadi le fascinan estos treintañeros que van alcanzando la edad difícil de la no-protesta. Ya no son los jóvenes contestatarios que montaban el pollo en las universidades, clamando contra los ayatolás. Como todos los treintañeros del mundo, ahora viven pendientes de sus matrimonios, de sus hijos pequeños, de los pequeños períodos vacacionales que pasan a orillas del mar. De algún orgasmo  que  les devuelva de vez en cuando la alegría de vivir. La teocracia que en otras películas iraníes es blanco continuo de los dardos, aquí sólo es el horizonte fastidioso que no les impide disfrutar de la vida, ni privarse de ciertos lujos. Esta burguesía iraní se parece mucho a la burguesía española que transitó por el franquismo quejándose del régimen, sí, pero con la boquita pequeña, mientras salían de merendola con el Seiscientos, y cenaban opíparamente por Navidad. 

Ver una película de Farhadi es como asomarse a un Cuéntame cómo pasó ambientado en Irán, pero en los tiempos modernos, y con un pulso muy firme en el guión: nada de cursiladas, ni de concesiones estúpidas para que se sumen alegremente los niños, y los abueletes, a tararear la puta sintonía del Cola-Cao.




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Y la vida continúa

🌟🌟

Después de dos semanas de vacaciones yendo de acá para allá, regreso al Irán de nuestros futuros enemigos para retomar el conocimiento de su cultura milenaria, y a ser posible, de sus tácticas militares secretas. Ahora lo hago de la mano de Abbas Kiarostami, quien fuera maestro de Jafar Panahi en el oficio  de sacar la cámara a pasear. Y digo esto porque después de haber visto la primera hora de Y la vida continúa, antes de quedarme dormido en el sofá, intuyo que sus películas van a seguir los mismos derroteros, sólo que Kiarostami prefiere dar sus paseos por el mundo rural, y Panahi tiene querencia por el paisaje urbano de Teherán. 




La primera media hora de Y la vida continúa cuenta las andanzas automovilísticas de un padre y un hijo que buscan desesperadamente a otro chaval, un antiguo actor infantil que vive a tomar por el culo en las montañas, en un remoto pueblo llamado Koker, allá donde Cristo perdió el mechero. Un paraje, además, que ha quedado aislado de las rutas principales por culpa del terremoto brutal que asoló la región –a true life story- en el año 90.


-  ¿Vamos bien para Koker?
-  
-  ¿Vamos bien para Koker
-  No, mejor por allí...

Y así todo el rato, mientras atisbamos, a través de las ventanillas, la magnitud morrocotuda de la tragedia, en forma de pueblos derruidos, gentes llorosas en el arcén y enormes bloques de piedra caídos sobre la carretera.
En la segunda media hora, padre e hijo paran en un pueblo que no es todavía Koker a reponer fuerzas, a beber agua, a repreguntar otra vez el camino. El padre aprovecha el descanso para charlar con los vecinos y hacerse una idea de la devastación brutal del seísmo, mientras el hijo, que es un hiperactivo de tomo y lomo, además de un plasta y de un resabiado, va dando la murga a los parroquianos;

 Puya, ¿estás por ahí?
 Sí, papá, no te preocupes
  Puya, ¿estás bien?
 Que sí, papá...


No hay mucha acción, como se ve. Los paisajes son bonitos, eso sí, a veces como de una Almería recocida al sol, a veces como de las montañas redondeadas y verdes de Galicia. El Irán Profundo es verdaderamente un solaz para la mirada, que de otro modo se perdería en los detalles de este salón que me acoge, ya tantas veces visto. Más allá de las vestimentas y del idioma, no se ve una idiosincrasia  que a uno le haga pensar que está visitando otra civilización. Los iraníes del agro mueren y sobreviven al terremoto como lo haríamos los infieles occidentales sorprendidos en tal brete. Se lamentan y maldicen del mismo modo. Cuando se expresan ante la cámara, unos por verdadera fe y otros por miedo a los ayatolás, todos dicen confiar en las decisiones inexorables y justas del mismo dios al que ellos llaman Alá. En las antípodas de la guerra futura, sus lamentos y esperanzas nos resultan muy familiares.



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Offside

🌟🌟🌟

El quinto y último asalto en este combate que me enfrenta a Jafar Panahi es el más entretenido de todos. Offside no es su mejor película, pues Panahi, mejor, no tiene ninguna, pero sí es, desde luego,  la única con la que no he bostezado cada poco rato, maldiciendo mi suerte de cinéfilo aventurado.

Offside cuenta las desventuras de un grupo de chicas que, disfrazadas de chicos, pretenden acceder al Azadi Stadium para ver un partido de fútbol entre Irán y Bahrein. Cacheadas y detenidas en las puertas de acceso por los soldados, son conducidas a un redil improvisado en los exteriores, donde se escuchan los gritos de la grada entregada al espectáculo. Allí, en el redil, transcurre la mayor parte de la película, con enjundiosos diálogos entre las detenidas y sus guardianes que vienen a denunciar lo ridículo de la situación, y lo ridículo de la marginación femenina en general. Los soldados confraternizan con ellas, les narran el desarrollo del partido, les ayudan en sus necesidades fisiológicas. Se ve que en el fondo simpatizan con ellas, aunque no tengan el poder de dejarlas marchar. Panahi viene a decirnos, una vez más, que no es la convicción, sino el miedo a los ayatolás, lo que obliga a los hombres a mantener este apartheid vergonzoso.

Lo que no se entiende muy bien es que estas chicas, cuando la selección de Irán alcanza finalmente la victoria, ellas salten como locas de contentas, y entonen encendidos cánticos a la patria. Que es, no lo olvidemos, la misma patria que no les deja acceder a los partidos, y que las encierra entre cuatro vallas como al ganado perdido de algún terrateninete. La misma patria que les niega el derecho a viajar solas en los transportes públicos, que las ningunea y las margina como a portadoras de una enfermedad infecciosa. ¿Qué cariño le pueden tener estas mujeres a su país? ¿Por qué celebran una gesta deportiva que el mismo régimen convertirá en instrumento de propaganda, en justificante indirecto de su legislación medieval? No se entiende muy bien, la verdad. 

O sí, para, porque ahora recuerdo la exaltación patriótica que nos invadió a los españoles cuando ganamos el Mundial del 2010, gritando en las plazas de pueblos y ciudades que este país de ladrones electos, de estúpidos jaleados, de evasores consentidos, de curas hostiles, de periodistas vendidos, de golfos apandadores, era el mejor país del mundo. 

Ya lo cantaba, una vez más, Javier Krahe en Antípodas, letra a la que recurro constantemente porque soy un vago, y también porque ilustra mejor que nadie lo que voy contando sobre este Irán antipódico y próximamente enemigo:

Pero es fantástico, martes y miércoles,
jueves y sábados, lunes y vísperas,
dan espectáculo con el esférico,
y allí, al unísono, arman escándalo
y es como un bálsamo para sus ánimas.
En las antípodas todo es idéntico,
idéntico a lo autóctono.




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Sangre y oro

🌟🌟

El sueño irreductible me obliga a detener Sangre y oro en el minuto 42, justo cuando estos ladrones de poca monta rondaban por enésima vez la joyería que llevan clavada en el -pobladísimo- entrecejo. Y es que son muy aburridas, las películas de Jafar Panahi. Uno toma apuntes, aprende cosas, se va quedando con una imagen general de cómo viven o malviven los iraníes. Pero lo didáctico apenas sirve para sostener la atención. El ritmo es plúmbeo y cansino. Cuando las secuencias ya han terminado de contar lo suyo, Panahi las estira y las estira en minutos interminables que no aportan nada nuevo. En una sala de montaje, reducidas a su esencia, las películas de Panahi no pasarían de ser mediometrajes sin recorrido en los festivales, ni espacio en las colecciones exclusivas de los DVDs.  Se nota que están infladas, que se les pone mucho relleno, que no hay mucho que contar más allá de la anécdota central y de cuatro pinceladas del paisaje.


Ocurre, también, que uno se decepciona poco a poco con lo que va descubriendo sobre Irán. Más allá de las vestimentas, y de las marcas de los coches, una calle de Teherán no parece muy distinta de cualquier avenida occidental, con su tráfico, su polución, su gente pudiente en las cafeterías caras y sus pobres malvestidos afanándose en las aceras. Hasta repartidores de pizza tienen en Irán, cosa que uno pensaba prohibida y hasta castigada por la ley islámica.  En las antípodas todo es idéntico a lo autóctono, cantaba Javier Krahe hablando de Australia. Y también, por lo que se ve en estas películas, en Irán, la antípoda religiosa, y quien sabe si la bélica dentro de unos años. El armazón biológico del ser humano es el mismo en todas partes. Y luego están las películas, y las antenas parabólicas, para uniformar los gustos y las costumbres. Sólo las cinematografías inexistentes de países como Mozambique o Vanuatu nos mostrarían, quizá, paisajes humanos sorprendentes, sugestivos, que atrapasen el interés del espectador aunque la película exhalase el humo de las adormideras. Como éstas del bueno de Jafar.



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El círculo

🌟🌟

Aunque sea su película más aclamada, El círculo, que es la tercera película del iraní Jafar Panahi, es igual de aburrida que las dos anteriores. Imposible verla a según qué horas sin bostezar varias veces, sin mirar el reloj cada diez minutos, sin librar una dura batalla contra los músculos que sostienen el cuello y mantienen la vigilia.

Aquí Panahi no coge la cámara para perseguir a niñas caprichosas en historietas de moraleja infantil, sino a mujeres hechas y derechas que caminan a escondidas por las calles de Teherán. A veces huyen de la policía por delitos que en occidente también serían motivo de persecución. Pero otras veces, las más, tratan de evitar la multa o el calabozo por cosas como fumar en público, o viajar a solas en el autobús sin una autorización del padre, o del marido. Terribles pecados contra la moral y las costumbres, como se ve. Uno ya sabía de estas cosas antes de ver El círculo, pero una cosa es leerlas en los periódicos, o escucharlas en la radio, y otra muy distinta verlas en imágenes, en una película que en realidad es un docudrama filmado cámara en mano. Muy tremendo todo, y muy triste.

Sucede, curiosamente, en estas películas de Panahi, que los hombres de la calle, los que venden los billetes o conducen los taxis, son tipos amables que tratan a las mujeres con sumo respeto. Que las ayudan, incluso, los más valientes o civilizados, a esconder sus ridículos pseudodelitos contra la teocracia. Pero quizá no convenga engañarse. Es muy difícil distinguir quién las considera iguales en esencia y quién las trata con el cuidado reservado a los animales muy valiosos. También hay ganaderos que tratan a sus vacas como a reinas de los campos. Da un poco de asco, todo esto de Irán. 

Pero no debemos, tampoco, los occidentales, sentirnos muy superiores. Los sacerdotes de aquí y los sacerdotes de allá piensan cosas muy parecidas sobre las mujeres. Son religiones que comparten libros y tradiciones. Nuestra sociedad civil está hecha de un tejido muy frágil. Tenemos a muchos iraníes camuflados entre nosotros, esperando su oportunidad. Un nuevo gobierno y zas: ya están aquí otra vez, los ayatolás con alzacuello. Como hace cuarenta años. La victoria moral es, de momento, pírrica.




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El espejo

🌟🌟

El espejo, en un alarde de falta de imaginación, viene a ser la misma película de hace dos días, pero con una mínima variación. Si en El globo blanco una niña per´dia su dinero en una alcantarilla, y pedía la ayuda de los transeúntes para rescatarlo, ahora es otra niña quien se pierde camino de casa, al salir del colegio, y consume los noventa minutos de película preguntando direcciones, subiéndose a taxis y bajándose de autobuses. 

    Es en esto donde vemos la primera gran diferencia de la cultura iraní respecto a la nuestra. Allí no parece existir una policía uniformada que recoja a los niños perdidos y los lleve a comisaría para llamar a sus padres. A ningún habitante de Teherán se le ocurre esta solución, tan obvia para un espectador occidental. Quizá sean ciudadanos responsables que no delegan en nadie el deber de auxilio. Mejores que nosotros, por tanto, en ese aspecto cívico del comportamiento. Puede ocurrir, también, que en Irán sólo exista la policía secreta, vestida de paisano, y que se ocupe exclusivamente de asuntos trascendentales para el alma, como vigilar que las mujeres lleven bien puesto el hiyab, o que los hombres no profieran blasfemias mientras escuchan el partido de fútbol. Y parecen cumplir su labor con suma eficiencia: ante la cámara oculta de El espejo no se ve, ciertamente, un solo cabello de mujer agitado por el viento, ni a un solo hombre -cuando Irán marca un gol a la perversa Corea del Sur- que exprese su alegría cagándose en algo o mentando a la madre de alguien.




          Otra cosa que hemos aprendido en El espejo es que los iraníes, y las iraníes, cuando cruzan las calles atestadas de tráfico, lo hacen por cualquier sitio. Los pasos de cebra parecen estar de adorno. O quizá es que su uso ha sido condenado por la autoridad religiosa competente. Vaya usted a saber... El caso es que los habitantes de Teherán se juegan el tipo cada vez que cambian de acera. Suicida conducta que los irá diezmando poco a poco antes de entablar la batalla final contra nuestros ejércitos cruzados. También hemos constatado que las mujeres iraníes son tratadas como ganado en los transportes públicos. Como afroamericanos de los Estados del Sur antes de que Rosa Parks se plantara ante las autoridades. Pero este trasiego vergonzoso de mujeres, siendo lo más grave e indignante que uno ha visto en la película, ya era cosa sabida. Por eso la menciono al final, como un simple recordatorio.

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El globo blanco

🌟🌟🌟

Si el calendario maya está en lo cierto, dentro de dos meses y medio quedará clausurado este diario. El diario, y todo lo demás... He leído que ya se puede apostar dinero en internet sobre la gran hecatombe que acabará finalmente con esta humanidad degenerada. Una apuesta que nadie cobrará al día siguiente, por supuesto, y que sólo se hace por el placer de jugar.

Yo, para jugarme los jayeres,  me quedaría con la opinión de los politólogos más cenizos, que hablan de la inminente guerra de Occidente contra Irán, en un Armagedón petrolífero bendecido por ambos dioses monoteístas. Un pifostio que sacará los misiles a pasear y acabará, si no con la humanidad entera, si al menos con las civilizaciones organizadas. Un futuro a lo Mad Max, muerto arriba muerto abajo, con Mel Gibson ya viejuno conduciendo los coches destartalados por los parajes desérticos.

Se impone, por tanto, y con cierta premura, la celebración particular de un ciclo de cine iraní. Para ir conociendo la idiosincrasia del enemigo. Al final no serán los chinos -pueblo sin dioses coléricos- quienes destruyan el mundo en un arranque de orgullo religioso. Serán los persas, y los evangélicos de la América Profunda, quienes pulsen el botón rojo inspirados por el dedo vengador de los santos espíritus.

Así que inauguro este ciclo dedicado a la filmografía iraní -que presumo fértil en los sociológico, y mortal para el entretenimiento-,  con las películas de Jafar Panahi. De la primera, El globo blanco, no he podido extraer grandes aprendizajes sobre aquella civilización. La trama: una niña sale de su casa para comprar un pez de colores, pierde el billete en una alcantarilla y busca ayuda entre los transeúntes para recuperarlo. El globo blanco es el retrato minimalista de una simple anécdota. Apenas se ven las calles de Teherán, o salen adultos que digan algo importante, o yihadista. O quizá sí lo dicen, pero muy artísticamente, y muy subliminalmente, y yo no me he enterado. De hecho, busco en internet la opinión de algunos iraniólogos de guardia y descubro, sorprendido, lecturas profundísimas, de sociopolíticas para arriba, sobre el tío con boina que vendía el pez a la niña, o sobre el dueño de la tienda que bajaba la trapa con el gancho. Todo un submundo de pistas, de referencias, de claves. Y uno, como es sabido, no llega a tanto. 

Sólo me he quedado con la idea -por otra parte ya intuida- de que los niños de Irán, cuando quieren algo, pueden ser tan plastas y tan caprichosos como los niños de Occidente.





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