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The Mandalorian. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟


Eddie y yo somos el Grogu y el Mando de La Pedanía. Yo soy grandote, y ancho de espadas, y también muy parco en palabras, mientras que Eddie es pequeñín, con las orejas también retráctiles y puntiagudas, y se deshace en cariños con todo el mundo que le saluda. 

Aunque Eddie vaya con su correa y no subido en un medio huevo, yo creo que nos parecemos mucho a los héroes de Star Wars cuando paseamos por la calle. De todos modos, aquí nadie sabe de la existencia del mandaloriano ni de su mascota. Ni siquiera saben que existe una galaxia lejana donde estas aventuras trepidantes sucedieron hace la hostia de años. Es posible que el camino de Santiago -que pasa por aquí- no tenga nada que ver con el Camino de Mandalore.

Eddie, mi pequeñín, no es tan listo como Grogu o como el maestro Yoda, que según la Star Wars Wiki -qué haría yo sin ella- pertenecen a una “especie tridáctil desconocida”, pero muy sintonizada con los derroteros de la Fuerza. Eddie es un perrete mestizo, proveniente de mil leches, que no recorre los caminos de la Fuerza sino los senderos que discurren entre viñedos y cerezos, donde él sigue los rastros y deja su impronta orgánica sin rastro de midiclorianos. La Fuerza, además, aunque él hubiera nacido con esos bichitos prodigiosos, no llega a estos pagos de La Pedanía, como no llega tampoco la fibra óptica porque tres garrulos con boina se oponen a que los cables pasen por sus fachadas. Puede que ese mismo rabo de la boina sea el que altere el espacio electromagnético para que la Fuerza salga rebotada e ilumine otras poblaciones aledañas.

Yo, por mi parte, solo llevo el casco cuando pedaleo con la bicicleta, y camino por ahí sin una armadura de Beskar que me proteja. Para aislarme de la atmósfera inclemente llevo ropas muy modestas, de andar por casa, compradas en las rebajas del Carrefour. Una vez tuve una novia que me vistió de arriba abajo -no en el Bershka, sino en el Springfield de al lado- porque decía que yo era pintón y no sé qué, y que así estaba más guapo, incluso más mandaloriano, cuando venía a visitarme. 




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Tropic Thunder

🌟🌟🌟🌟


Hace un par de semanas, T. no paraba de reírse mientras veíamos a Tom Cruise evangelizando a los hombres asustados en “Magnolia”. “Seduce and destroy...”. Luego, al final de la película, su personaje se quitaba la máscara de gilipollas y se desmoronaba ante la muerte de su padre. Porque Tom será muchas cosas -un cienciólogo risible, y un canijo vanidoso- pero cuando trabaja en una buena historia es un actor tan bueno como el que más. Un actor como la copa de un pino, o como la copa de una secuoya, allá en California.

T. no conocía esa versión tan... cachonda de Tom Cruise, tan deslenguada y procaz, como de poligonero buenorro. Incluso en su versión de Ligón Oficial del Reino, él siempre tuvo ese aire de niño bueno y repeinado, quizá un tanto picaruelo en su sonrisa de seductor. Peccata minuta si alguna señora soñaba con tenerlo de yerno y exponerlo con orgullo ante las amistades. Ellas, por supuesto, no sospechan que tras la sonrisilla de un hombre -de cualquier hombre- suele esconderse una imaginación pornoerótica de alto contenido emocional.

Ayer, no sé por qué, mientras paseaba con el perrete, recordé que había otra película en la que Tom Cruise se ponía a hacer el idiota con una gracia de truhan desacomplejado. Una idiotez todavía mayor que en “Magnolia”, supina, de premio Oscar de la Idiotez. La película era “Tropic Thunder” y de repente me entraron unas ganas terribles de verla. Es verano, hace calor, y el trópico parecía un buen lugar para relajar la mirada y aflojar la mandíbula con una risotada.

Y jodó, que si mi reí... Con un poco de culpabilidad, eso sí, porque la película es una tontería prona, o una tontería supina, que nunca he sabido distinguirlas. Una majadería. ¡Pero qué majadería! Actores de postín haciendo el majadero como auténticos profesionales: el Downey, y el McConaughey, y el Jack Black ese, que se cayó de chaval en la marmita de la majadería. Y Tom, majadereando como ninguno, sin perder ritmo ni comba.





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The Brink

🌟🌟🌟🌟

En su opúsculo Allegro ma non troppo, Carlo Cipolla propuso cinco leyes fundamentales sobre la estupidez humana que habría que cincelar sobre una piedra del monte Sinaí, o del monte que estuviera más a mano:
1. Que subestimamos el número de estúpidos que andan sueltos.
2. Que los estúpidos crecen en cualquier ecosistema humano sin diferenciar nobles ni plebeyos, géneros ni razas.
3. Que subestimamos el poder destructivo de los estúpidos.
4. Que los estúpidos, más que los malvados, son las personas más nocivas del tejido social.
5. Que una persona es estúpida si causa daño a otras personas y al mismo tiempo no obtiene ganancia personal alguna.


    Roberto y Kim Benabib son dos hermanos muy lúcidos y sarcásticos que han tomado buena nota de Cipolla para crear The Brink. Ellos -como Armando Ianucci en Veep- han intuido que la realidad cotidiana de nuestros gobernantes está más cercana al despropósito que a la eficacia, a la comedia absurda que al drama con pretensiones. Que los estúpidos -que son legión- también están infiltrados en los despachos, en los comités, en los parlamentos, en las altas esferas, y que, como asegura don Carlo, son elementos muy inquietos y destructivos. 

    House of cards o El ala oeste de la Casa Blanca nos muestran una realidad política donde todo es aplomo, cálculo, eficacia, lo mismo para hacer el bien que para perpetrar el mal. Y uno, que asiste al espectáculo modélico e irreprochable de su factura, en realidad nunca se las ha tomado demasiado en serio porque sospecha que por cada funcionario diligente hay otros cinco que no ven más allá de sus narices, corruptos o tontainas, irresolutos o metepatas. Sólo hay que abrir el periódico del día para comprobar que el número de estúpidos es el mismo en cualquier sección elegida al azar, lo mismo en nacional que en deportes, lo mismo en las críticas de cine que en las últimas novedades de la agricultura provincial. 




    The Brink se encarga, concretamente, de recordarnos que en los asuntos internacionales abundan los mandatarios ineficaces, psicópatas, impulsivos, corruptos, imbéciles, irracionales... Estúpidos que han sido elegidos en una democracia o que han tomado el poder armados con un kalashnikov. Igual que en la Sodoma condenada al fuego divino, en The Brink sólo hay un justo gracias al cual el mundo todavía no se ha ido al garete en un holocausto nuclear. Él es Walter Larson, el Secretario de Estado estadounidense, la única persona con dos luces y media en ese rebaño de gilipollas cegaratos. El problema es que Walter Larson vive obnubilado por las mujeres, y siempre hay una falda que se interpone en su labor; un escote que aplaza temporalmente la emisión de su juicio. Y el planeta, mientras tanto, pendiente de un hilo, y de un pene...


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Alta fidelidad

🌟🌟🌟🌟

En los tiempos analógicos, cuando uno sentía el amor a flor de piel, pero también la vergüenza de confesarlo, se puso muy de moda, para los tímidos de la pradera, para los románticos de la causa perdida, presentar las credenciales en forma de cinta de casete. "Te presto esta cinta para que la escuches. Son cuatro tonterías que me gustan. Ya me dirás qué te parece...", y uno, en aquella carcasa de plástico, simulando un acto trivial e inocente, entregaba su corazón abierto en una urna, para que la buena doctora supiera leer los sentimientos que allí sangraban y palpitaban.


  En aquellas casetes que comprábamos de TDK o de BASF para que el amor no sonara distorsionado, y no se perdieran los matices del arrobamiento, uno, que dejaba las cintas Continente para sus músicas particulares, grababa canciones que venían a expresar lo mismo que uno sentía, pero con palabras mejor escogidas, sin lenguas que se trabaran, con músicas molonas que atrapasen la atención. A fin de cuentas para eso se inventaron hace siglos los juglares y los poetas. Para explicarnos refinadamente. Uno se tomaba un respiro en la tarde de estudio, se sentaba frente al equipo de música con doble pletina, y pasaba horas escudriñándose a sí mismo en las letras del pop o del rock, buscando una descripción acertada, a ser posible que le dejara a uno en buen lugar, rellenito de virtudes. Uno dudaba, borraba, regrababa.., y al final, con las dos caras de treinta minutos apuradas casi hasta el final, el resultado jamás era satisfactorio del todo. Había tanto donde elegir, y eran tan confusos los propios sentimientos...


    Así es como anda, aunque ya treintañero talludito, el personaje de John Cusack en Alta fidelidad, que es una película de este siglo pero muy ochentera en realidad. Repantigado en el sofá, Cusack elige cinco canciones para el fracaso amoroso, cinco canciones para el amor correspondido y cinco canciones para confesarse ya del todo ante su amor de madurez. Siempre hay cinco canciones que nos ahorran el esfuerzo de un desahogo. La redacción farragosa de nuestra tribulación. Cinco canciones para describir el estado de ánimo de turno. Tengo que buscar, cuando termine este artículo, cinco canciones que describan esta sensación mortificante de sentirme un completo gilipollas, que me dura ya demasiado tiempo. Un fucking asshole, concretamente, como el bueno de Cusack en la película.


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Rebobine, por favor

🌟🌟🌟🌟

El videoclub del señor Fletcher, allá en el suburbio de Nueva Jersey, por donde Tony Soprano pasa cada mañana camino del basurero, es un negocio caduco, de cintas en VHS, cuando el común de los mortales ya disfruta la tecnología del DVD. E incluso del Blu-ray. 

    Pero el señor Fletcher, que es un romántico de los rayajos y del sonido distorsionado, ha decidido hundirse con el barco. Ausentado durante unos días, dejará el negocio en manos de dos anormales de tomo y lomo. Mike es un chico de inteligencia límite al que le cuesta llevar las cuentas del negocio, y Jerry, su amigo, un paranoico que duerme con un casco metálico para que el gobierno no hurgue en sus meninges. En un absurdo accidente, estos dos inútiles desmagnetizarán todas las cintas del videoclub, dejándolas en blanco. Ante las protestas de los clientes, y acojonados por la reacción del señor Fletcher, tendrán la genial idea de re-filmar ellos mismos las películas perdidas. La primera cinta que versionarán con cuatro cartones y dos espumillones será Los Cazafantasmas. Para su asombro, la clientela -que para salvaguarda del guion no parece muy exigente, ni muy espabilada- quedará entusiasmada con las chorradas y los cutreríos, y así, por obra y gracia de su caradura, y de la estulticia vecinal, Mike y Jerry se convertirán en los cineastas aclamados del barrio.


         Rebobine, por favor no es la película más redonda de Michel Gondry. Le falta Charlie Kaufman en el guion para limarle ternuras y añadirle maldades. Sin embargo, es una película que muchos cinéfilos guardamos con cariño en la estantería, porque en el fondo, más allá de las payasadas de Jack Black y de la frikada absoluta de los homenajes, Rebobine, por favor es un canto de amor al cine. Uno muy loco, y muy original, que nos arranca la sonrisa de viejos cinéfilos. Me gustaría tenerlos de vecinos, a Mike y a Jerry, tan imbéciles como adorables, para tomar con ellos unas cañas y hablar de cine hasta que se nos pasen las horas. 



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Bernie

🌟🌟🌟

Cuando supimos que los hermanos Coen habían ambientado No es país para viejos en Texas, nosotros, sus adoradores, celebramos por anticipado otro Fargo situado más al sur, allá donde los cactus y los secarrales. Un capítulo especial de Los Simpson con Cletus y su familia, ejerciendo de protagonistas. Los Coen, sin embargo, optaron por hacer una película negra, enredosa, muy alejada de las nieves de Minnesota. 

       Cuatro años después, Richard Linklater se trajo las cámaras a Texas para rodar Bernie, una tragicomedia que bien podrían haber firmado los Coen. El asesinato es una cosa muy seria, y más si se trata de un crimen real, perpetrado en la década de los noventa. Pero hay formas de abordarlo que siendo respetuosas te arrancan la sonrisa malvada, y hacen que su relato no sea un telefilm plano de Antena 3, con sus buenazos de mazapán y sus malosos de pacotilla. Con su intriga de músicas chirriantes y su verborrea judicial de abogados y fiscales. Linklater encomienda su suerte al formato mockumentary, tan de moda en estos tiempos, mezclando lo real con lo ficticio en una sopa indistinguible de comedia negra y realidad macabra. Los verdaderos protagonistas de Bernie no son sus actores principales, que lo bordan, sino las gentes del pueblo que aportan sus testimonios. Una especie de Texas Directo en el que nunca sabes si tratas con un actor o con una persona real. Gentes llanas, por decirlo respetuosamente, que opinan del crimen a su aire, sin prejuicios, pasándose las leyes por el forro del pantalón tejano. Un patio de verduleras donde se opina con las tripas, según la simpatía o la antipatía del personal. Casi un trocito de nuestra reseca España, como si no hubiésemos dejado el taxi con la Cope y el bar con la baraja. La maruja con la bolsa de la compra y el jubilado con el palillo entre los dientes. España y Texas, tan cerca y tan lejos. 






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