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Whiplash

🌟🌟🌟🌟

(Para Jacob, que me la recomendó, y ahora toca la batería en el cielo de los rockeros).

(Esta entranda fue escrita originalmente en enero del 2015).

     Andrew aspira a ser un batería de jazz memorable, recordado por los tiempos de los tiempos. El chico es talentoso, aplicado, obstinado hasta el desguace mental, y para conseguir su sueño, en la flor irrepetible de sus diecinueve años, renunciará a los amigos, a las fiestas, a las diversiones que no estén directamente relacionadas con el jazz. Dejará, incluso, con horchata en las venas, y témpanos en el corazón, a esa chica que bebe los vientos por él, y por la que todos hubiéramos bebido los vientos contrarios.

         Con la agenda limpia de amores y festejos, Andrew sobrepasará con creces las 10.000 horas de práctica que según Malcolm Gladwell son necesarias para que las gentes talentosas alcancen el dominio de su arte. Pero en su camino hacia la cima se topará con un maestro muy duro de roer, un verdadero hueso de las aulas musicales. Mr. Fletcher es como el padre de David Helfgott en Shine; como el sargento instructor de La chaqueta metálica; como la profesora Lydia que al principio de cada episodio de Fama golpeaba el suelo con el palo. "Lo vais a pagar con sudor...". 

    Fletcher es un tipo endemoniado que te grita a la cara, te escupe barbaridades, te arroja instrumentos a la cabeza... Que te humilla delante de los demás o te patea el culo cuando te adelantas en su fucking tempo. Pero que luego, en la soledad de los pasillos, en el refugio de su despacho, te coge por los hombros como un padrazo comprensivo y te asegura que todo lo hace por tu bien, para que no te duermas y saques a la luz el talento que llevas dentro. Un esquizofrénico de tres pares de cojones, o un maestro muy retorcido con librillo contrastado. 

    Yo también tuve profesores así en el BUP, en el COU, en los estudios universitarios, apretándome las clavijas quizá con menos excesos, tal vez con menos gritos, pero llegando hasta el fondo de tus miedos y talentos. Mr. Fletcher es el fantasma de nuestras escolaridades pasadas. Un hijo de puta que con el tiempo se irá volviendo casi un recuerdo entrañable.





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Being the Ricardos

🌟🌟🌟


He tardado varios minutos en entender de qué iba “Being the Ricardos”. Y no lo he hecho yo solo -que ya no estoy para esos triunfos- sino apoyándome en la Wikipedia con el ojo derecho, mientras con el ojo izquierdo seguía las evoluciones de los personajes. Y mientras leía -con el tercer ojo, en un ejercicio de malabarismo que ese sí, muchos quisieran- los subtítulos que respetaban la dicción original de Javier Bardem, por aquello de la nominación al Oscar y de formarme una opinión.

La película de Aaron Sorkin es un producto cultural muy poco exportable. Una cosa de americanos hecha para americanos. Y ni siquiera para todos, porque solo los ancianos pueden recordar aquel lío de Lucille Ball con el comunismo, y aquel lío de su marido con las prostitutas. Es como si aquí rodáramos una película sobre Dinio y Marujita Díaz... Bueno, no, que estos no tenían un show en directo. O no, al menos, uno programado semanalmente.  Mejor una película sobre Bárbara Rey y Ángel Cristo, que salían mucho por las teles en blanco y negro. Una película idiosincrática que estrenaríamos sin más explicaciones en Arkansas, o en Cincinnati, esperando que el público entendiera y atara cabos. O sea: un imposible cultural.

Porque además, al inicio de la película, hablan de una tal Desi que tú presumes un personaje femenino como aquella chica de “Verano azul”, pero que luego resulta ser Desiderio, Desiderio Arnaz, el marido de Lucille. Una Lucille Ball que también sale al principio de la película y no terminas de asumir que ella sea la protagonista del enredo, porque según la publicidad ella está interpretada por Nicole Kidman, y resulta que aquí la encarna una muñeca hinchable muy parecida a Nicole, sí, pero en verdad un ser inanimado diríase todo hecho de algodón, y de poliuretano.  

Es un despiste total, ya digo, hasta que te vas haciendo con los nombres, y con los jetos, y al final vas entendiendo que “Being the Ricardos” fue el precedente catódico del reality show de Alaska y Vaquerizo en la MTV: una puesta en escena de la propia vida matrimonial solo que con las censuras de la época: sin sexo, sin drogas y sin majaderías.



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El candidato

🌟🌟🌟🌟

Si dejamos volar la imaginación y hacemos un poco de política-ficción, Gary Hart, que según cuentan en El candidato era un tipo simpático y guapetón, con ciertas lecturas y chisposo ante la prensa, habría ganado las elecciones a George Bush padre en 1988, que era un carcamal de siniestro pasado como director de la CIA. Vicepresidente de Reagan en los tiempos de la avaricia, y de la gomina en el pelo de Gordon Gekko. 

Sin estas influencias acumuladas durante cuatro años de mandato, el Anticristo con cara de merluzo que Bárbara Bush trajo al mundo nunca hubiera pasado de ser gobernador de Texas, o senador de Tegucigalpa. Y Condoleezza, y Rumsfeld, y Cheney, y todos esos halcones de la guerra con sangre en la dentadura, jamás hubieran anidado en los tejados de la Casa Blanca, prestos a abatirse sobre cualquiera que quisiera joderles el negocio. 

Con la victoria electoral de Gary Hart en 1988, la historia de lo que llevamos de siglo XXI habría sido muy distinta -no digo que pacífica, ni de colorines- pero al menos las Torres Gemelas seguirían en pie para seguir saliendo en las películas, y nosotros, los españoles, nos hubiéramos ahorrado la vergüenza nacional de ver a Ánsar con los dos pies sobre la mesa de centro, fardando en mexicano. Pero Gary Hart, ay, ejercía el mismo poder de seducción sobre el electorado que sobre las chicas guapas, que se le arrimaban al terminar los mítines para ofrecer su colaboración entusiasta: de telefonistas, de pegacarteles, de lo que hiciera falta...  Y Gary no estaba hecho precisamente de piedra, sino más bien de una carne muy débil que ya había dormido muchas veces en el sofá cuando la señora Hart le pillaba con las manos en la masa, y la polla en el mazapán. 

    Quizá, quién sabe, Gary no se acostó realmente con Donna Rice, la chica excesivamente guapa que al decir de ambos sólo le cogía el teléfono, y le salivaba los sobres de propaganda. Pero llovía sobre mojado, y  nadie le creyó. En España, sin embargo, Gary Hart habría subido diez o quince puntos en las encuestas al saberse que se tiraba a una tía tan buena, aunque fuera en asunto extramarital. Aquí lo que se lleva no es el puritanismo, ni la integridad de los políticos -que ya damos por perdida de antemano, porque si no, para empezar, no se dedicarían a la política- sino la envidia cochina, y la palmada en la espalda en la barra del bar: “Jo, macho, qué suerte tienes, cómo te lo has montado…”




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Gracias por fumar

🌟🌟🌟🌟

Existen tres tipos de trabajos: los que mejoran el mundo, los que lo limpian y los que lo llenan de mierda. 
Los primeros son los que curan el cáncer, los que construyen puentes, los que hacen reír... Los que meten goles memorables o salvan ballenas en lanchas inestables que zarandean las olas. A mí me hubiera gustado trabajar en algo de esto, pero me faltó el talento, o me pudo la pereza. O daban fútbol por la tele. Me quedé en la segunda categoría, que es amplísima, y universal, donde estamos la mayoría de los currelas y los funcionarios, los autónomos y los esclavizados. Ni estropeamos el mundo ni lo mejoramos: sólo lo gestionamos, lo adecentamos, le quitamos el polvo. Cuidamos de personas, de cosas, de animales, atendemos al público. Barremos las calles o entregamos el pan. Servimos copas y limpiamos culos. Apagamos fuegos y archivamos documentos. Nadie se acordará de nosotros cuando hayamos muerto, como decía la otra película, pero al menos nadie podrá achacarnos nada. Lo hicimos como pudimos. 

    Conseguimos, al menos, no pasar al lado oscuro donde están los que ensucian el mundo con sus oficios de mierda. Los que viven de sembrar la desgracia ajena, la muerte y el dolor. La destrucción de la naturaleza y la aparición de enfermedades. Tipejos como Nick Naylor, el simpático rubiales a sueldo de las tabacaleras, que cobra una pasta gansa por salir en la tele defendiendo que fumar no es tan malo como lo pintan, y que al final es un acto de responsabilidad individual, no una extorsión del fabricante que figura en la cajetilla. Hay que tener una jeta como de aquí a Lima, claro, y unos escrúpulos extirpados en la mesa de operaciones. Y una sonrisa irresistible como la de Aaron Eckhart, que encanta a las serpientes y seduce a los incrédulos. Él sólo lo hace para pagar la hipoteca, claro, y lo demás se la suda.



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Ladykillers

🌟🌟🌟

Que dos mentes privilegiadas de la escritura cayeran en el pecado mortal de hacer un remake, nos hizo comprender que los hermanos Coen, cuando emprendieron la adaptación de Ladykillers, se habían tumbado a la bartola, o se habían quedado sin ideas. O que vieron una comicidad particular que podían trasladar al profundo sur americano, donde el río Mississippi riega los campos y a veces siembra las tontunas. 

    Al final les salió una película divertida, de las suyas menores, con mucho personaje estúpido que lleva pintado en la cara su destino funesto. Ladykillers no es una mala película, pero tampoco es magistral. Es un quiero y no puedo que deja las sonrisas a media asta. El quinteto de la muerte ya era una obra modélica, un clásico venerado. Nadie iba a superar la malevolencia de Alec Guinness o la cara de tonto que tenía Peter Sellers haciendo sus pinitos. Los remakes son para los cineastas sin recursos, para las productoras sin argumentos. Pero no para los hermanos Coen, que tanto habían demostrado, y tanto demostraron después.

    Sucede, además, que los Coen olvidaron una de las leyes fundamentales sobre la estupidez: que los estúpidos, amén de ser muy abundantes, muy pocas veces aparentan su condición. Viven camuflados en cualquier actividad humana, en cualquier clase social, en cualquier rincón de nuestra vida cotidiana. Puede ser el camarero que nos sirve el café o el jefe que nos espía por las esquinas; el contertulio con el que hablamos de fútbol o el doctor en Filosofía que diserta en la radio nocturna. O nosotros mismos, incluso, que vagamos en la ignorancia de nuestro yo más profundo. 

    Es en ese conflicto soterrado que mantenemos con los estúpidos, o que los inteligentes mantienen con nosotros, donde los Coen construyeron sus películas inmortales. Estúpidos que triunfan a pesar de todo, o que terminan pegándosela después de ponerlo todo patas arriba fueron Nicholas Cage en Arizona Baby; Tim Robbins en El gran salto; Willian H. Macy en Fargo. Pero en Ladykillers todos los personajes son imbéciles, y se comportan como tal, y además ponen caras de gilipollas todo el rato, y es como si uno estuviera viendo un sainete, una broma entre cuatro amigos que parecen algo tarados, y no la lucha secular entre los estúpidos y los inteligentes que lo mismo sirve para construir las grandes tragedias que las grandes comedias. Y Ladykillers, ay, no lo es.


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