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La historia de Marie Heurtin

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Después de una semana entera dedicada a las travesuras de Quentin Tarantino y de Juanma Bajo Ulloa -con sus asesinos y sus drogatas, sus prostitutas y sus chuloputas- La historia de Marie Heurtin es como un retiro espiritual allá en el convento de Francia, donde no llegan los disparos de las submachines guns, ni las discusiones de los gángsters. Gracias al cine, que es la única máquina del tiempo conocida por los hombres, esta habitación que me cobija ha abandonado los barrios bajos de Los Ángeles y los puticlubs baratos de Euskal Herria para viajar -como aquella nave que llevaba a Carl Sagan en su periplo de Cosmos- a las cercanías de Poitiers, Francia, a finales del siglo XIX, donde unas monjas casadas con monsieur Jesús cuidan de su huerto, rezan antes de dormir y tratan de enseñar el lenguaje de signos a las niñas sordas que los padres desesperados les confían.

       Al principio de la película todo es paz y alegría en el convento, pero una mala tarde de las que tiene cualquiera, aparece Marie Heurtin acompañada de sus padres, dos granjeros demacrados que ya no saben qué hacer con la chavala. Marie es sorda, y ciega; va desgreñada, viste túnica llena de mierda y su única relación con los humanos es la patada y el gruñido. O el mordisco, o el escupitajo, o el arañazo en la cara, porque Marie es una niña salvaje que parece poseída por el demonio. La madre superiora, acojonada por la presencia del diablo, rechazará la petición de asilo político, pero sor Marguerite, que es la monja más abnegada o más descerebrada del convento –además de la más bella- aceptará el reto de convertir a la señorita Heurtin en una comunicativa mujer de provecho.


     Así empieza, propiamente, la película, que es un toma y daca muy parecido al que mantenían, rodando por los suelos, batallando en los comedores, chapoteando en las bañeras, la profesora Ana Sullivan y la niña Helen Keller, que también era ciega y sorda, primitiva y puñetera, y también, aunque no lo parezca, perteneciente al reino true story de las personas reales. El milagro de Ana Sullivan era una película más dura, menos poética, casi un documental de cómo encarrilar a una niña de tan extremas complejidades. La historia de Marie Heurtin, por el contrario, opta por los silencios espirituales, y por la comunión de las almas. Por las musiquillas de las altas esferas donde Jesús y la Virgen María agradecen complacidos los esfuerzos ímprobos de sor Marguerite. 

    
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