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Veneciafrenia

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En Venecia pasa justo lo contrario que en La Pedanía: allí los que dan po’l culo son los turistas, mientras que aquí los que dan po’l saco son los autóctonos, que no conocen el silencio en las calles ni las normas de urbanidad. Hablo así en general, claro. Si en las viñas del Señor hay de todo, aquí, en las viñas de La Pedanía, también vive gente que podría pasar perfectamente por nórdica o centroeuropea a poco que creciera unos centímetros decisivos.

 Si en “Veneciafrenia” hay un veneciano loco que se carga a los turistas que desembarcan de los cruceros, en una película que se titulase “Pedaniafrenia” -ahí dejo la idea- el asesino sería un peregrino que iría exterminando a todos los paletos que se encuentra por el Camino: al que pasa con el quad a toda hostia por una zona de limitación de velocidad; al que adelanta a los caminantes con una moto que lleva el tubo de escape recortado; al que tiene su finca hecha una pura cochambre de zarzales y basura; al que lleva el perro peligroso suelto y no hace ni ademán de sujetarlo cuando coincides; al que pega voces en la terraza del bar como si se le hubiera jodido el termostato de los tímpanos; al que tala los árboles que daban sombra porque le molestan las pelusas que sueltan en primavera; al que no deja pasar el cable de fibra óptica por la fachada de su casa y jode a todos los que viven más allá...  No sé: toda esa gente que hace de La Pedanía un rincón idílico cuando lo miras de lejos, pero una comuna de orates cuando te metes en su tráfago.

Si los turistas en Venecia son una peste, aquí los peregrinos son gentes silenciosas y respetuosas que tiran sus cosas a las papeleras y saludan siempre con una sonrisa. Gente de paso que no molesta para nada y da de comer a los bares que se encuentran en la ruta. Una nota multicolor en el paisaje rural de los viñedos. La conexión de La Pedanía con el resto del mundo. Yo ni les noto tras la doble ventana que me protege del mundo. Cuando bajo a la calle agradezco que sean ellos -y no los del tambor de hojalata- los que pasan frente a mi puerta haciendo chac, chac con sus bastones.





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Hermosa juventud



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Del mismo modo que la infancia no siempre es inocente, y la vejez no siempre es venerable -y la edad adulta, que es la que yo ahora transito, no siempre es responsable- la juventud, en contra del mito literario que la recuerda en sus poesías, muchas veces no es hermosa. Hermosa juventud es un título cargado de doble sentido, hiriente, incluso, como suelen ser las películas de Jaime Rosales. Porque Carlos y Natalia son, efectivamente, jóvenes y hermosos, pero la suma de los dos términos, tan prometedores, tan luminosos, no termina de funcionar en su mundo tan lejos del mago de Oz. Ellos tienen todo el futuro por delante, pero los nubarrones, de momento, sobre todo los económicos, llegan hasta el horizonte, y tienen pinta de ir siguiendo la curvatura de la Tierra a medida que ellos avanzan, entre trabajos precarios, sueldos de mierda, abusos de todo tipo…: la vida laboral de quien se crió en el arrabal y no tiene potencia en los motores para escapar de allí y aterrizar en otro planeta más amable y más justo.



    Mi abuela -de la que me acuerdo mucho en los últimos tiempos, y es una cosa que ya empieza a preocuparme- decía que los pobres teníamos la mala costumbre de reproducirnos no se sabía muy bien para qué: para tener hijos igual de pobres, y nietos atados a la misma noria del burro, decía ella. Mi abuela, claro, nació en la época medieval que aquí sólo terminó con la II República, y tenía una mentalidad muy parecida a la de los rusos de los novelones, fatalista, rendida al capricho de las costumbres.  Mis padres, sin embargo, que ya nacieron en un país perteneciente al siglo XX, sí creyeron en la promoción social del pobre, a golpe de estudio, de coderas, de noches en vela, de temas cantados ante un tribunal de oposiciones.  Yo formé parte de sus sueños, y de hecho, gracias a sus esfuerzos económicos, y a mis neuronas exprimidas, logré subir un pequeño escalón en la pirámide de la riqueza. Puedo, al menos, salir a cenar de vez en cuando, cosa que ellos ni soñaban cuando se quedaban en casa los sábados por la noche, viendo la tele.



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