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La isla de Bergman

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Si yo tuviera mil millones de dólares también me iría a vivir a la isla de Farö, como Ingmar Bergman. Nos ha jodido. Y si allí no hubiera sitio, o no me dejaran desembarcar, porque los españoles tenemos una orden de alejamiento de estos lugares civilizados, buscaría otra isla muy parecida por el mar Báltico, también muy lejos de La Pedanía y de sus coches, de la canícula en verano y de los gritos en las terrazas. Me iría muy lejos de la estridencia, de la masificación, de la gente en general. Mis contactos sociales serían los pocos suecos y suecas que me proveyeran de lo necesario: el panadero, la cartera, el fontanero, la mujer de la farmacia... El tío que arregla la antena parabólica sobre todo. Good morning y tal.

Sin embargo, yo sé que T. no estaría a gusto en la isla de Bergman, ni en cualquier otra isla que el gobierno sueco -o el letón, me da lo mismo- nos indicara. Ella es de otros climas y prefiere otro tipo de aislamientos. Su misantropía es de grado 2, de las que no se tratan en psiquiatría, mientras que la mía es de grado 7, ya rayando lo anacoreta y lo perturbado. Pero para compensarla -como ya digo que seríamos multimillonarios- pasaríamos los inviernos boreales en la isla de Jamaica, donde ella sería feliz al ritmo del caribe. Mientras ella disfruta del sol y de la vida, yo viviré escondido debajo de una palmera hasta que mi “personal assistant” me llame del Báltico para decirme que las nieves ya se han retirado de la isla, y que está todo preparado para regresar: la casa de la hostia, con sus ventanales, y el jardín de florecillas, sin vecinos dando por el culo. Solo el rumor del mar y el silencio de los suecos, que ya se mueven únicamente en bicicleta, o en coche eléctrico, como fantasmas silenciosos de otro mundo.

La película en sí es un nadería. La podría haber rodado el mismo Bergman en uno de sus pestiños autorreflexivos. Al principio sale mucho la isla de Farö y yo fantaseo locamente con mi mudanza. Pero luego hay desamores, interiores, mezclas de realidad y de fantasía... Me pierdo un poco, la verdad. En el fondo es una paja mental inspirada en el gran maestro de los ermitaños. Alabado sea.





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El silencio

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Hace nada, cuando internet era una tecnología embrionaria, sólo trascendían las cinefilias que soltaban los críticos de la radio o de las revistas. O los de la tele, en Qué grande es el cine, donde los fumadores de Garci extraían una inagotable palabrería de películas insufribles sólo porque eran en blanco y negro, o porque se le veía el tobillo a una actriz francesa que les ponía mucho en la juventud. Los críticos de Garci vivían un rollo que no era el mío ni el de mi generación. Nosotros, que nos habíamos criado con una espada láser  en la mano y con un sombrero de Indiana Jones en la cabeza, nos dormíamos en las madrugadas de los lunes mientras ellos, como viejetes al calor de la hoguera, rememoraban las mil anécdotas de sus hazañas intelectuales en los círculos del arte y del ensayo: la fila de los mancos, los grises, el “Cuéntame”... Todo aquello.

Hace años nadie se hubiera atrrevido a criticar una película como El silencio. Existía una omertá intelectual que ahora se va resquebrajando poco a poco. Por entonces,  a Ingmar Bergman se le trataba de usted, y de excelentísimo señor, y si no entendías sus onanismos era un problema tuyo, no de él, que era un maestro del alma humana. Nadie se atrevía a denunciar que algunas películas no se entendían, que se estaban quedando viejas. Que a veces el maestro sueco dormía a las ovejas que pastaban en los alrededores. Nadie decía, razonadamente, que algunas películas seguían siendo impresionantes o bellísimas, como  Fresas Salvajes, o como El manantial de la doncella, pero que otras muchas -demasiadas- se habían tornado enrevesadas, incomprensibles, a veces ridículas en su metafísica.

Como El silencio, por ejemploaunque en ella se nos regale el rostro de Ingrid Thulin, y se nos vaya la mirada al cuerpo de Gunnel Lindblom. Aunque luego -¡en insólito atrevimiento del año 63!- se nos insinúe por lo bajini que estas dos suecorras practicaban el incesto calenturiento en sus años mozos, y que por eso se han quedado así de traumatizadas, y de silenciosas: la una fingiendo que se muere a chorros en la cama, y la otra vagando por las calles en busca de un maromo. Ni estas enjundias sexuales -a veces de una carnalidad explícita y sorprendente- le reprimen a uno el acto reflejo del bostezo. Me temo, maestro Kenobi, que nunca se me caerá el pelo de la dehesa.






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La vergüenza

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Me he quedado solo, y avergonzado, frente a La vergüenza de Ingmar Bergman. Avergonzado de mí mismo. Avergonzado de esta cinefilia impostada, de salón casero, de provincia alejada. Una cinefilia que sólo parece un invento para tirarme el rollo: una estrategia reproductiva disfrazada de gafas de pasta, y de estanterías con DVD. Una gran mentira, y una pérdida de tiempo. 

A veces no sé qué cojones hago por las noches, desplomado en mi sofá, programando películas que en el fondo no me interesan, o que me interesan lo justito. Lo mío -con matices, con el oropel justo para disfrazarlo de cultura- siempre fueron las risas chorras, las hostias como panes, las actrices de buen ver... Las persecuciones y los gángstes de Nueva York. Y las comedias de Azcona y Berlanga, claro. Tramas simplonas que mi cerebro pre-informático, con muy poquitos gigas de memoria, pueda entender sin grandes complicaciones.

La vergüenza -que a mí me ha parecido un truño, una kafkianada tan grande como la catedral de Praga, o de Estocolmo- resulta, para mi asombro, para mi humillación intelectual, que es materia de aclamación en los círculos cinéfilos: ¡un análisis magistral sobre el hombre y su pesar, la mujer y su carga, la humanidad y el vacío existencial! El drama modélico de un Ingmar Bergman en plena forma que nos regala otra genialidad, otra  disección profunda del alma humana. Pero sólo a quien tiene ojos para apreciarlo, claro, y oídos para comprenderlo. E inteligencia, para asimilarlo. Pues bueno. Cojonudo.

Así que aquí yazgo, medio listo y medio tonto, en el sofá incómodo y recalentado ya con los primeros calores. De nuevo en pantalones cortos, como un niño pequeño que echa de menos las explosiones y las persecuciones. Harto de Bergman. Harto de no comprenderle. Harto de vagar por la isla de Farö sin entender ni jota. Harto de la política nacional, de la marcha del Madrid, de la lentitud de la justicia... De este cansancio físico y mental que ya entrado mayo perturba mis ánimos.



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La teoría sueca del amor

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La teoría sueca del amor dice que la gente tiene que amarse libremente, sin dependencias económicas que introduzcan la sombra de una duda. Como en aquella película de Alfred Hitchcock... La teoría dice que las mujeres no pueden depender de sus maridos, ni los ancianos de sus hijos; ni los hijos, llegada la edad laboral, de sus padres. Así es como debe ser, por otra parte. Los socialdemócratas suecos estudiaron este asunto en los años 70 y crearon una sociedad próspera, de personas libres en lo económico, que ya sólo tenían que amarse si así lo elegían en su corazón. Una utopía de dineros y afectos que discurrían por carriles paralelos. Se acabó aquello de aguantar para comer; de fingir para cobijarte; de transigir para poder pagarte los estudios.     

    La idea no tiene ni un pero, por supuesto, pero seguramente no es original. Lo que pasa es que los suecos, como su mismo nombre indica, son suecos, y desarrollaron su ideal con tanta eficacia, y con tantos años de antelación, que salvo sus hermanos de la bandera vikinga, todos los demás países aún vienen tropezando por el camino. En el documental explican este proceso político a modo de introducción, y yo, desde mi humilde morada, vuelvo a pedir un referéndum junto a los catalanes de la estelada, para elegir libremente mi nacionalidad. El que quiera ser catalán, pues venga. Yo, por mi parte, insisto en ser sueco.

    El problema de la utopía sueca es que cuando uno, o una, ya libre de servilismos, decide libremente aguantar o no a otra persona, por lo general decide no aguantarla, porque todo el mundo ronca, o tiene manías, o le acaban saliendo pelos en sitios insospechados. Y así, al final, se va desarrollando una sociedad de personas que viven solas como islas. Ya lo predijo Michel Houellebecq en aquella novela... El mismísimo Ingmar Bergman, en cuanto pudo, se largó a vivir a una isla apartada para reconcentrarse en sus manías. Lo que pasa -y ahí es a donde quiero llegar-  es que Bergman estaba solo cuando le daba la gana, y cuando no, se traía a su nueva amante de Estocolmo para curar sus soledades. La sociedad sueca es una sociedad de solitarios, sí, pero unos son solitarios vocacionales y otros solitarios a su pesar. La gente guapa, por lo general, se puede permitir este lujo. Los demás no. También lo escribió Houellebecq en otra novela. Su teoría francesa del amor se parece mucho a la teoría de los suecos.





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Descubriendo a Bergman

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En el documental sueco Descubriendo a Bergman, la cámara inquisitiva nos enseña la filmoteca privada de don Ingmar, allá en su mansión de la isla de Farö, ahora que él ha muerto y que sus albaceas han roto el misterio que rodeaba el santuario. Varios cineastas del ancho mundo, que son invitados a curiosear entre sus pertenencias, se pasean por allí como si hollaran suelo sagrado. Como si las habitaciones fueran altares, y los libros y las películas, vestiduras de santos, o reliquias de Jerusalén. Inárritu, Haneke o John Landis se comportan como peregrinos en busca de las fuentes primordiales, del evangelio escrito en sueco que predicó la religión verdadera. Se muestran humildes y respetuosos, pecadores arrepentidos de hacer -según ellos, no yo- un cine de peor calidad. Landis es el primero que se aventura a pasar su dedo por el lomo de los VHS de la biblioteca, y queda sorprendido -y los espectadores con él- de las películas bizarras que el maestro guardaba en las estanterías junto a las obras maestras de rigor. Bien legibles, sin esconderse detrás de los trofeos o de las fotografías, se vislumbran engendros de terror de la Hammer, Los Cazafantasmas, películas inimaginables en la isla de Farö como Jungla de Cristal o Emmanuelle

Landis -y nosotros con él- sonríe como diciendo: “el que esté libre de pecado, que tire la primera carátula”.





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Gritos y susurros

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Hoy que me he levantado de buen humor, y que la vida me ha regalado un tiempo libre con el que no contaba, he decidido desperdiciarlo, alegremente, en ver otra película de Ingmar Bergman. Soy así de generoso con el sueco, y de cabezón. Así que comienzo a ver, sin excesiva fe, Gritos y susurros, que por fin es en color, y de los años 70. Y que ya no es, para mi bien, la sempiterna historia de un matrimonio perseguido por los fantasmas en la isla de Farö, con un marido neurótico al que siempre interpreta Max von Sydow, y una mujer lúcida y valiente que siempre lleva puestos los rasgos bellísimos de Liv Ullman. 


Recuerdo que vi Gritos y susurros hace muchos años, de chavalote, en un ciclo que sobre el cineasta sueco organizaba Caja Usura, allá en León. Recuerdo que los amigos salimos desconcertados de la proyección, educados como estábamos en las espadas láser, en los cuchillos de Rambo, en los chistes guarros de Porky’s... El choque frontal con el Bergman más tenebroso y mortuorio fue una experiencia desasosegante y única. Y algo de esa sorpresa regresó hoy en las primera escenas, con la agonía de la enferma, el caserón en la niebla, las habitaciones tapizadas de rojo... Un ambiente opresivo, tenebroso, amanerado al estilo inconfundible de Bergman. Pero luego -y era de esperar- el maestro se deja arrastrar por los manierismos del teatro, y lo que era una película de terror en la que sentías el miedo a la muerte casi soplándote al oído, con aliento helado y fétido, se transforma, mediado el metraje, en un melodrama victoriano sobre dos hermanas frígidas (y acaso incestuosas) que tienen a sus maridos masturbándose como monos, y una tercera hermana, enrollada con su sirvienta gordinflona, que por culpa de su sáfico vicio es la que apechuga con los dolores en la cama.

     Las actrices son tan perfectas, tan matemáticas, tan entregadas a lo suyo, que uno no puede dejar de pensar que son eso, actrices de tronío, interpretando el papel de su vida. Gritan con tal intensidad y susurran con tal maestría, que traspasan la bidimensionalidad de la pantalla para convertirse en mujeres de carne y hueso, como si estuvieran a tu lado desgarrándose por dentro, o susurrando sexualidades inconfesables. Y eso, que debería constar como un mérito mayúsculo, le saca a uno de la película, y le teletransporta al Teatro Principal de Estocolmo, que es muy bonito, y muy impactante,  un templo sagrado de la actuación, pero que ya no es cine, que ya no es magia, que ya no es el engañabobos que nos deja hipnotizados. En su búsqueda minuciosa de la perfección, Gritos y susurros se pasa de rosca y se queda en ejercicio de estilo, en fotografía de ensueño, en pequeños bostezos disimulados y bien repartidos.



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Vargtimmen

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Sonaba bien, Vargtimmen, la película de Ingmar Bergman que me tocaba ver en este sufrido y autoimpuesto ciclo. Sin tener ni idea de sueco, uno intuía resonancias vikingas, neblinosas, en esa palabra -Vargtimmen- consonántica y rasposa, que traducida al castellano, La hora del lobo, sonaba como un peligro acechante, como un miedo que se adensa, como una inquietud que se agazapa en los paisajes helados de los nórdicos.

Johan Borg y su esposa Alma viven un retiro -que suponemos temporal- en una apartada isla del (suponemos también) mar Báltico. Johan es un pintor que busca la inspiración, el respiro, el silencio de los humanos que le permita escuchar el susurro de las musas, tan vital y escurridizo. Su mujer, embarazada, le acompaña en la aventura con cara de resignación. Se ve que está muy enamorada de su hombre, y que el amor está por encima del fastidio cotidiano de no disponer de luz, ni de teléfono, ni de servicios médicos, allá en la isla remota a la que sólo llega una barquichuela a motor que les trae las provisiones y los enseres.

Los primeros días de retiro transcurren felices. Él pinta; ella cocina; ellos follan. Luce el sol, cantan los pájaros, y el manzano del huerto produce una cosecha histórica de frutos jugosos. La isla de Vargtimmen, en estos inicios de la película, es un jardín del Edén escandinavo que recuerda mucho al Paraíso que disfrutaron Adán y Eva en las tierras más cálidas de Mesopotamia, miles de años antes, hasta que apareció la serpiente enroscada en el árbol que todo lo jodió. Si en el Génesis todo se venía abajo en el capítulo 3, aquí, en Vargtimmen, Bergman -que viene a ser una serpiente maléfica que oscurece el discurso y confunde a sus personajes- lo jode todo a los veinte minutos de convivencia.

Mientras Johan vaga por la isla en busca de motivos pictóricos, Alma recibe la visita de una anciana que dice tener 216 años, y que le chiva el escondite secreto donde su marido, cada vez más taciturno y distante,  guarda un diario al parecer muy revelador y muy trágico. Uno tendría que haber dejado la película justo ahí, en plena aparición del espectro, porque el rollo de Bergman es una bola de nieve que empieza siendo un detalle y acaba convirtiéndose en una gigantesca desgracia que todo lo arrastra y todo lo ensucia.  Ha sucedido tantas veces... Pero uno, siempre tan responsable con su cinefilia, decide tirar para delante, y confiar en que esta vez escampará tras la tormenta. Craso error. La isla se puebla de seres extraños que uno ya no sabe si son vecinos majaretas o fantasmas convocados por la locura del pintor... Sin tele y sin cerveza, von Sydow pierde la cabeza...

Se vuelve imposible, para un espectador de mediana inteligencia como la mía, distinguir lo que es real o soñado en Vargtimmen, lo que es paranoia o peligro real. Lo que es narración o simbolismo, arte supremo o cultísima tomadura de pelo. Al final, uno se va a la cama con la impresión de haber visto otra vez la película de Kubrick, pero en blanco y negro, y con más suecos, y con más preguntas abandonadas en el aire...





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Los comulgantes

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Quien esto escribe dejó de escuchar la voz de Dios hace mucho tiempo. A los diez años tuve que elegir entre la misa dominical y el "Tiempo y marca" en el UHF, y no me lo pensé. Dios es redondo, y está hecho de cuero...

Así que entiendo muy bien esta crisis espiritual del pastor Tomas Ericsson. Porque uno, además, siempre ha sospechado que son muchos los sacerdotes descreídos por completo de su fe. Cuando estos pobres muchachos son ordenados en solemne sacramento, se les hace entrega de una caja que guarda el secreto de la Suprema Existencia, envuelto en mil celofanes de encíclicas y teologías. Pero tarde o temprano, los más dubitativos, los que sintieron la llamada de Dios una mañana tonta y nunca más volvieron a escucharla, les da por mirar dentro y no encuentran nada. 

Quién creería, además, viviendo en Estocolmo, o en Malmoe, en un dios adusto de barba blanca que nos vigila desde una nube, teniendo alrededor, en cualquier dirección que reposes la mirada, un ejército terrestre de hijas de Odín, y de hermanas de Thor, que se codean contigo en cada trámite de la vida, carnales y próximas, tan poco metafísicas que hasta puedes tocarlas y oler su perfume. 

El silencio de Dios entre los suecos es un hecho que damos ya por descontado. Lo importante de Los comulgantes no reside en este drama. Ni tampoco en ese gélido amorío que viven el pastor luterano y la maestra rural enamorada de él sin esperanzas. Nadie podrá sustituir a la fallecida esposa del predicador, que al parecer lo volvía loquito en la cama, y le tenía tan feliz que no necesitaba plantearse la existencia de su Creador.  Lo que me interesa de Los comulgantes es la tragedia cotidiana de quien se levanta todas las mañanas para ir a trabajar pero ya no cree realmente en su trabajo. De quien vive de predicar la palabra de Dios, o la palabra de la ciencia, y sin embargo hace ya tiempo que dejó de creerse sus propios discursos. Pienso en los sacerdotes sin fe, sí, pero también en los pedagogos que han comprendido el poder irrebatible de la genética; en los adivinos que han descubierto que lo suyo sólo son chiripas afortunadas; en los psiquiatras que han comprendido que sólo la exactitud de una medicación pueden curar a sus enfermos de la locura. Pienso en la miseria cotidiana de esta gente, escéptica del oficio, que una vez creyeron sustentado sobre firmes verdades, y que ahora fingen su convicción para seguir pagando las facturas, y llenando los platos de comida. 






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Como en un espejo

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Me he dormido dos veces viendo Como en un espejoTras despertarme del primer lapsus narrativo, he rebobinado el cuarto de hora perdido para descubrir que no me había perdido gran cosa, sólo uno de esos homenajes plastas que Bergman dedicaba al mundo del teatro. Tras despertarme del segundo lapsus, esta vez de diez minutos, he decidido tirar para adelante y encomendarme a la intuición para seguir la trama. No me ha hecho falta: Harriet Andersson seguía entrando y saliendo de la esquizofrenia mientras sus familiares, alrededor de ella, se preguntaban por la existencia de Dios y la problemática teológica del ser y la nada. Lo de siempre en el cineasta sueco, vamos, solo que esta vez más aburrido, más depurado, más alejado de un armazón dramático que sustente tanto intríngulis escolástico.



            Con Como en un espejo he terminado el pack de películas viejunas de Bergman ¿Qué he sacado, al final, de estos clásicos a los que he dedicado, entre pitos y flautas, semana y media de mis vacaciones? Menos de lo que esperaba, ciertamente. Sólo una película llevará pegado el post-it de obra maestra, Fresas salvajes. De algunas, incluída la celebérrima El séptimo sello, sólo me quedarán unas cuantas escenas impactantes, algún actor de tronío, y la belleza estocólmica de las mujeres que este tunante escandinavo elegía para los papeles. De otras películas, como esta pesadez de Como en un espejo, presiento que en apenas unos meses ya no me quedará nada, sólo una idea confusa sobre la trama que las animaba, tal vez ni siquiera el título exacto, que habré de consultar enfadado conmigo mismo en internet. Y no realmente porque sean malas películas, pero sí películas que en el fondo no me dicen nada, que en el mismo momento que estoy viéndolas ya confundo con otras similares. Películas que por mi distancia generacional, o por mi falta de sensibilidad artística, transitan por mi conciencia sin dejar poso, como sueños insípidos que al despertar se desvanecen sin que su pérdida importe gran cosa.

            Queda, también, la idea de que Bergman era un hombre de reflexiones profundas, pero muy alejadas de mis inquietudes personales, donde la cuestión sobre la existencia de Dios flota como una pregunta retórica y baladí. La idea, también, de que poseía un gusto exquisito por las mujeres, él, que según cuentan las crónicas, llenó de muescas varios revólveres metafóricos. Dios ha dejado de estar de moda, y las suecorras abarrotan nuestras playas y nuestras páginas de internet en lo que ya casi es un asunto cotidiano. 


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El manantial de la doncella

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Sigo viendo las viejas películas de Ingmar Bergman. Esta vez le ha tocado el turno a El manantial de la doncella,  película ya vista en algún tiempo lejano, pero de la que sólo recordaba a la doncella en si, tumbada sobre la hojarasca. Ocurre que muchas veces no recordamos los pormenores de una película y, sin embargo, algo en nuestro interior resuena con alegría o con desagrado cuando escuchamos su título, como si codificada en tales palabras se preservara la significancia de los fotogramas  que luego nuestro cerebro traspapela y olvida.
             (spoiler)
            Es una película bonita, El manantial de la doncella. Y brutal. La escena de la violación es de un sadismo insospechado en una película que tiene más de medio siglo de vida. Impresionan esos planos de la doncella ya cádaver, tendida en el bosque mientras comienzan a caer los copos de nieve, con el cuello torcido, los ojos entreabiertos, el blanco camisón alzado hasta los muslos. Hay una belleza terrorífica en esa imagen, como de cuento macabro de hadas. Cuesta quitarla de los ojos cuando la película ya ha terminado. Lo demás, seguramente, perdurará apenas unos meses en los armarios del recuerdo. Esto no. 




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Fresas salvajes

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Paso estos días de vacaciones en León, en la casa de mi niñez, revisitando las viejas películas de Ingmar Bergman. En mis años mozos las perseguía por cineclubs universitarios, por filmotecas patrocinadas por Caja Usura, por madrugadas interminables de La 2... Las tribulaciones, como se ve, de un cinéfilo de provincias que aún no disponía de Internet, alejado de los círculos culturales de las grandes urbes, donde amar el buen cine siempre ha sido un asunto más sencillo, casi servido en bandeja.

La película de hoy ha sido Fresas salvajes. Guardaba de ella un buen recuerdo, pero no esperaba, desde luego, una película tan próxima, tan cercana a mis postulados existenciales. Algunos diálogos, en especial los que pronuncia el hijísimo Evald, parecen sacados de mi propio repertorio filosófico, tan cercano, como se ve, a la mentalidad escandinava. Aunque será, más bien, que me apropié de las aseveraciones de Evald en un visionado anterior de la película, perdida ya en los años brumosos de mi formación, y que luego, una vez asimilado su contenido, el orgullo hizo pasar por mías tan juiciosas y preciosas reflexiones. Lo contrario sería una sorpresa, el surgimiento insospechado de un nuevo artista de talla internacional. Un camino abierto a la fama, al dinero, a las suecas hermosísimas… Alvaren Rodrirgarson, el intelectual, el hombre más envidiado de los fríos.

De Fresas salvajes me quedará, por encima de cualquier recuerdo, el sueño del anciano doctor Borg que transcurre en la facultad de medicina, cuando sueña que es examinado de nuevo y no es capaz de responder a cuestiones rutinarias para cualquier estudiante primerizo. Nunca he encontrado un sueño tan parecido a los míos, porque yo también sueño que regreso al colegio, o al instituto, y que he de examinarme otra vez de asignaturas ya aprobadas que ahora, confuso y lento de reflejos, suspendo, diluyendo en la incógnita todo el futuro real que vino a continuación. Son pesadillas que nunca había escuhado contar a nadie, pues vivo rodeado de gente que jamás sueña, o que sólo recuerda confusamente lo soñado. 




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