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Maixabel

🌟🌟🌟🌟


Yo no perdonaría, desde luego. Ni olvidaría. Ni mucho menos me reuniría con su asesino. Por muchos años que hubieran pasado. Por mucho que el fulano se presentara arrepentido, y con la llorera desbordada. Por mucho que yo quisiera ser una buena persona, comprensiva y ecuménica. Yo no soy así. Yo soy un tipo muy básico, a medio camino del ideal evolutivo. Maixabel Lasa tiene toda mi simpatía, desde luego. Hay que tener mucho valor. Pero es como si ella perteneciera a una especie que no es la mía. Reconforta ver que no todo está perdido para los seres humanos.

Tampoco trataría de vengarme. Eso no. O no, al menos, pasado un tiempo prudencial, con la sangre ya templada y el ánimo medicado. Porque, además, ¿con qué demonios iba a vengarme yo de tal asesino? ¿A escupitajos? ¿Contratando a otro asesino a sueldo en la Deep Web? Vamos, hombre. Tengo grabado a fuego que la venganza sólo genera más venganza. La famosa espiral. El ciclo macabro de la vida que no se nos contaba en “El rey león” porque era para niños.

Yo lo que haría es... pasar. Cada uno a su vida. Cada mochuelo a su olivo. Uno con su dolor y otro con su remordimiento. Pero cada uno en su casa, y Dios en la de todos. Mi reconciliación sería anónima, no publicable. Un acto interior. Una mirada al sol del poniente mientras susurro: “Bueno, ya está. Hay que seguir...” Algo así. Puedo reconciliarme con el mundo, con los dioses, con el destino... Con la mala suerte. Pero no con las personas. Ni siquiera creo en la reconciliación cuando me engañan en el amor, así que como para creer en la reconciliación cuando me matan a la amada. Solo faltaría.

La película es cojonuda, pero no lloro en ningún momento. Nada que objetarle a Icíar Bollaín, que maneja una nitroglicerina sentimental muy peligrosa. Pero ella sabe lo que hace. Es una directora que rara vez te defrauda, listísima y eficaz. Pero ya digo que no lloro. El otro día le dije al amigo que ya solo lloro con las historias de desamor. Es lo que he vivido. Mi talón de Aquiles.



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La boda de Rosa

🌟🌟 


No sé qué pensaría Ana Botella de la boda de Rosa si viera la película. Pero no creo que la vea nunca, la verdad, porque Ana ya sólo ve las películas de José Luis Garci, tan relamidas y moralizantes. Garci tuvo su época de rojerío, es cierto, allá por la Transición, pero luego volvió al redil gracias a que José Mari, cuando le invitaba a la Moncloa, le leía la cartilla y le enseñaba de nuevo los Diez Mandamientos que venían en el Parvulito. Ana Botella nunca ve películas de rojos, ni de rojas, como las que rueda Icíar Bollaín, que lo mismo te denuncian un maltrato que una pobreza, una exclusión que un latrocinio.

 A doña Ana, que las manzanas se casaran con las manzanas ya le parecía el fin de la civilización occidental. Un día, muy cabreada, dijo ante un micrófono de 13 TV que lo próximo que aprobarían los comunistas serían las bodas de los dueños con sus perros, o con sus gatos, ni siquiera fruta con fruta, sino fruta con... a saber qué, y ahí se perdió, en la metáfora, la señora Botella, porque ya sabemos que ella, para la poesía, se maneja mucho mejor en el inglés de Walt Whitman. Así que no sé: le daría un soponcio, supongo, si viera a Rosa casarse consigo misma en una cala de Benicassim, rodeada de sus familiares incrédulos, que la toman por enajenada, o por demasiado estresada en su trabajo. ¿Cómo hacer una metáfora de la manzana que se casa... consigo misma? ¿Qué queda, después de esto? ¿Qué será lo próximo que profanen los bolivarianos en el poder?

Y dicho todo esto, la película de Icíar Bollaín es bienintencionada pero fallida. Bordea el ridículo en alguna escena. Sólo la presencia de Candela Peña, que es un animal cinematográfico, salva esta historia del estropicio absoluto. También es verdad que en esta casa siempre se ha querido mucho a Candela Peña. Cuando empezó, porque se parecía mucho a una pariente muy querida, como dos gotas de agua, en el fenotipo y en la gestualidad. Luego, porque se convirtió en una actriz de las que te hacen reír y llorar, estremecerte y enternecerte. Una rellenaplanos descomunal. Y ahora, porque cada dos semanas aparece en La Resistencia para participar en la cuchipanda de David Broncano y sus secuaces, regalándonos diez minutos de telegenia que son lo más bizarro y divertido de la programación actual. Vaya por ella, el esfuerzo de aguantar hasta el final La boda de Rosa.





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El sur

🌟🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi El sur, el padre misterioso que apenas hablaba, que apenas contaba nada sobre su pasado, era el mío: hermético, adusto, siempre trabajando…Nada que ver con el personaje de Omero Antonutti en la película, que es un padre cordial con Estrella,  su hija, aunque se le note que sólo se acuerda de ella cuando la ve. Que está presente en cuerpo pero no en espíritu, siempre descolocado, incómodo, pensando en la vida soñada que dejó allá lejos. En el sur…



    Ahora que ya han pasado tantos años, he vuelto a ver El sur y el padre misterioso que apenas habla, que apenas cuenta nada sobre su pasado, soy yo. Mi hijo, como Estrella, apenas sabe nada sobre mí. Nunca preguntó, como ella, y yo tampoco me ofrecí nunca a la pregunta. En el oficio de criar he sido más parecido a Omero que a mi padre, pero también he callado casi todo lo mío, por pudor, o por vergüenza. No hay nada que esconder, pero tampoco nada de lo que presumir: ninguna lección ejemplar, ninguna historia edificante. La vida entre libros, y las viejas glorias del Madrid, en los campos embarrados... Mi hijo -como casi todos los hijos del mundo en realidad- sólo me conoce en tiempo presente, desde que tuvo memoria y uso de razón. Qué sabe, casi nadie, de la vida que sus padres vivieron antes de tenerlo: sólo relatos incompletos, fotografías escogidas, insinuaciones y cortinas a medio descorrer…  Piezas sueltas de un puzle que sólo se completa en la imaginación.

    No sé… Pienso en mi padre mientras vuelvo a ver El sur y entiendo que él tampoco estaba presente del todo, como Omero Antonutti en la película. Como yo, también, que siempre tuve la mente en otro sitio, presente pero ausente, en mi caso soñando con la vida que dejé en el norte imaginario… La película de mis silencios sería El norte, y no El sur, porque en las tierras cálidas sólo viví dos años, y el calor me derritió la alegría. Y dejó los recuerdos como fotografías ajadas, expuestas al sol en un escaparate. Nunca he vivido más al norte de esta latitud actual, pero en el Norte, a orillas del mar, no sé por qué, con la lluvia en el rostro y las montañas a la espalda, siempre he sospechado que me dejé una vida distinta y más feliz.



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El olivo

🌟🌟

Las mujeres que entran en este blog -la mayoría de ellas por casualidad, o por curiosidad malsana- no dejan ningún comentario porque son muy educadas, o porque la indignación enreda sus dedos, pero yo sé que salen decepcionadas al ver que aquí se habla mucho de directores y muy poco de directoras. Y tienen razón, mis visitantas. El cine dirigido por mujeres, que ya es escaso en las pantallas, es todavía más escaso en estos escritos míos, que encuentran mayor complacencia en las películas donde un hombre se pone tras la cámara. Yo, lo confieso, me siento más cómodo con la visión masculina de la realidad, quizá porque soy hombre y padezco las mismas miopías oculares y las mismas estrecheces mentales. No soy yo, que diría Homer Simpson, sino el metabolismo de mi testosterona.

    Una de ellas es Sofía Coppola, la hija de don Francisco, que tiene una extraña habilidad para mezclar el clasicismo de su padre con el rollo acelerado de la modernidad. La otra, que es producto nacional, autora de grandes películas en el pasado, es Icíar Bollaín, una mujer tan inteligente y chisposa que da gusto escucharla o leerla cuando le hacen una entrevista. Cuando Icíar habla sobre cine, o cuando diserta sobre la vida, uno siente que esta mujer tiene las cosas muy claras, y muy correctas, y experimenta una envidia malsana por Paul Laverty, su compañero sentimental, que es un rojo peligroso que se ganaba la vida escribiendo guiones para Ken Loach, y que ahora también los escribe para la madre de sus retoños.

   Laverty es un tipo inteligente que ha comprendido que la guerra está perdida; que la izquierda ha sido derrotada en las decisiones importantes y que a los bolcheviques ya sólo nos queda la satisfacción de ganar alguna batalla simbólica, alguna reyerta sin importancia, como ésta que nos cuentan en El olivo, que casi no es victoria ni es ná. Un consuelo para tres pobres desgraciados, como mucho. Lo que no acabo de entender es que este matrimonio tan preclaro y combativo, que debería firmar obras maestras del cine protestante, se haya conformado con una película tan bienintencionada como blandengue. El olivo es ñoña, obvia, de una poesía muy cursi y desgastada. Un simbolismo ecologista de tercer curso de Primaria. Muy poca cosa, viniendo de quien venía.



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Mataharis

🌟🌟🌟🌟

Por la noche, en esta segunda película del ciclo que lleva por título Olvidos Imperdonables del Cine Español, rescato Mataharis, que llevaba meses pidiendo turno en la estantería. Y quedo, una vez más, prendado de la facilidad que tiene Icíar Bollaín para abordar historias tan complejas de un modo tan simple. Para lograr que sus actores y actrices siempre salgan impecables y creíbles; para que hablen como usted, o como yo, en el lenguaje de la calle, con acentos y expresiones que uno reconoce propios, o cercanos, y no esos envaramientos teatrales tan habituales en el cine patrio, donde los actores que interpretan a un carnicero de barrio y a su clienta marujona, pongamos por caso, declaman textos imposibles y engolan la voz de un modo ridículo.

Hoy es 24 de mayo. Consulto mis registros, que los tengo, aunque algo descuidados, y descubro, entristecido y preocupado, que sólo han pasado tres años desde la última vez que vi Mataharis En este suspiro de tiempo ya había olvidado una de sus historias principales, y de otra sólo conservaba el planteamiento inicial. ¿Cómo pueden sucederme estas cosas? ¿Dónde van a parar estos recortes de mi vida? ¿Qué oscuro proceso mental los lleva del aplauso a la papelera, de la emoción al olvido? ¿Qué dioses malévolos juegan así con mis recuerdos? ¿Cómo son capaces de robármelos antes mis propias narices? ¿Cómo pueden transportarlos a los sótanos de mi cabeza sin hacer un solo ruido? ¿Cómo transitan por mis carreteras interiores sin que ningún control los detenga, sin que ningún aduanero registre su paso? ¿Cómo lo hacen, estos habilidosísimos ladrones?



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