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Agente contrainteligente

🌟🌟🌟🌟

Caca, culo, pedo, pis... y semen. Así es el humor de Sacha Baron Cohen. Leche, cacao, avellanas y azúcar: nocilla. Una escatología muy completa y nutritiva. Y si luego mezclas los ingredientes con una sátira política que también es para mearse de la risa, o para cagarse por la pata abajo -incluso para correrse del gusto con un golpe de barriga- ya tienes una película tan divertida como “Agente contrainteligente”: la versión loca de Borat haciéndose pasar por 007.

Sacha Baron Cohen podría enviarnos el mismo mensaje social haciendo películas al estilo de su compatriota Ken Loach, cojonudas pero tristes, circunspectas y trágicas. Pero él prefiere camuflar la medicina en un excipiente más jovial y guarrindongo. Y en vez de por la boca, metérnosla por el culo, a manera de supositorio. Quiero decir que Sacha es un cerdo cavernícola solo en apariencia, porque por debajo hay un tipo muy serio que conoce los males del mundo y propone maneras inservibles pero muy divertidas de acabar con los hijos de puta.

Yo, al menos, que crecí en la barriada, en los bajos fondos de León, me mondo con sus muy marranas ocurrencias. Sucede, además, que el bueno de Sacha tiene una manera muy retorcida de estirar los chistes que él sabe más ofensivos para las beatas y las maestras de escuela. Y eso es oro puro... No solo les mete el dedo en el ojo y el pene en las meninges, sino que además los retuerce con una saña malévola. Es mi puto ídolo. Un genio. Un provocador maravilloso. 

Las maestras de mi colegio -las maestras del ancho mundo en general- se desmayarían viendo los gags más pervertidos de “Agente contrainteligente”. Vomitarían la cena, o quedarían traumatizadas, o lanzarían una campaña de quejas en internet. Me imagino sus reacciones en el sofá y mi carcajada se multiplica por dos o por cien. Gracias, de verdad, amigo Sacha.





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Scoop

🌟🌟🌟


Lo que le ocurre al personaje de Scarlett Johansson en Scoop es un conflicto clásico, de amígdala enfrentada a lóbulo temporal. El instinto y la razón; la emoción y el pensamiento. La jodienda y el cálculo. La neurología moderna habla mucho de todo esto... Los seres humanos -y las seras humanas, para que no se enfade doña Irene- sufrimos esta maldición del cerebro escindido, medio esquizofrénico, que sufre torzones continuos y vaivenes de mareo. Por eso la naturaleza, para remendar un poco su chapuza, fabricó el cerebro con un tejido esponjoso y medio elástico, para que no se rasgara en las contradicciones de la voluntad, que tiran de él como caballos desbocados en distintas direcciones.

En Scoop, la señorita Johansson sospecha que ese dandy tan guapo es un serial killer de tomo y lomo, y para demostrarlo, y estar lo más cerca posible de las pruebas del delito, no se le ocurre otra cosa que acostarse con él una noche de verano. La pasión y el peligro a cambio del prestigio profesional, del reconocimiento eterno de intrépida reportera. La adrenalina desbocada... Lo que no entraba en sus planes era enamorarse de quien podría asesinarla en cualquier momento. Scarlett se confiesa con su amiga, con el mago, consulta con varios psicólogos fuera de pantalla. No se entiende a sí misma. El peligro de morir no mete miedo en su libido desbordada, que puede con cualquier muro, con cualquier fortificación, como un tsunami que llegara arrasando con todo.

Un animal, en su situación, saldría huyendo como pájaro que corta el viento, pero los humanos, y las humanas, somos una complicación andante. Tenemos un cableado que da mil vueltas en la cabeza y a veces se enreda y cortocircuita. Al mismo tiempo que nos cagamos de miedo, nos puede la curiosidad; amamos y odiamos en oleadas de sentimientos que a veces no se anulan, sino que se superponen. Esta capa de corteza de cerebral extra, de la que tanto presumimos, es a la vez nuestra gloria y nuestra condena. Dolor y gloria, como en aquella película de Almodóvar.





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Deadwood. Temporada 2

🌟🌟🌟

Dice Pepe Colubi en su libro ¡Pechos fuera!, exégesis de las series de televisión que un día fueron y ahora son:

“William Hanna y Joseph Barbera parían series sin descanso y recortaban gastos con igual frenesí; para la posteridad han quedado esos fondos fijos que abarataban las secuencias de persecución”.

Colubi habla de Los Picapiedra, de El oso Yogui, de Pixie y Dixie, cartoons de carreras locas que repetían una y otra vez el mismo fondo para facilitar el trabajo de los animadores, y ahorrar de paso unos dólares a la productora. Pero yo, al leer esto, he pensado que Deadwood -la cacareada Deadwood, la mítica Deadwood- bien podría haber sido una producción Hannah & Barbera para adultos del siglo XXI. En esencia, Deadwood es una calle alargada que los mineros y los pistoleros, los comerciantes y las putas, recorren cuarenta veces al día para concretar negocios o abrirse las tripas de un disparo o de una puñalada. Ese fondo invariable de los barracones es tan monótono como aquellos que  pintaban en los dibujos animados. Jamás vemos las montañas, el valle, los cielos de Dakota del Norte, o Dakota del Sur, que no sé... 

Muy pocas veces se nos muestra el arroyo de donde se extraen las pepitas de oro, o los caminos por los que llega la civilización montada en diligencia. No existen los indios, los praderas, los otros pueblos del contorno. Sobre Deadwood de Arriba ya conocemos cada esquina y cada incidente, pero sobre Deadwood de Abajo, ese pueblo que seguramente está  más abajo en el valle, y que vive pacíficamente de la agricultura y de las vacas, nunca nos llega noticia.  Como si no existieran, los pobres. 

La serie -no hagan caso de la publicidad- es un tostón de mucho cuidado. Los guiones son el cruce cacofónico de docenas de amenazas cruzadas entre los personajes. Que si te mato, que si te rajo, que si te vendo; que si te robo, que si te follo, que si te pego... Deadwood está cayendo en la espiral de un culebrón de sobremesa sudamericano. Con grandes actores, eso sí, y enjundiosos diálogos, de vez en cuando. Sólo por eso permanezco aquí, en la barra del bar, bebiendo zarzaparrilla mientras asisto mudo al espectáculo, aguantando la balacera de bostezos que se me viene encima. 





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Deadwood. Temporada 1

🌟🌟🌟

Llego al octavo episodio de Deadwood desesperado y cariacontecido. Temo ser el único seriéfilo del mundillo que no sabe apreciar su complejidad ni su epopeya. No quisiera ser yo el forastero tontaina que sólo anduvo por Deadwood de paso, incompetente para hacer negocio donde otros se forraban. Insisto en los episodios con la fe ciega de un converso que quiere bautizarse en las frías aguas de las Black Hills. Pero noto que me estoy dejando algo muy importante en el camino polvoriento. Paseo entre las prostitutas y los mineros, entre los posaderos y los reverendos, y aunque escucho con atención todo lo que dicen, e incluso apunto ciertos diálogos en la libreta, no me llegan a interesar del todo sus asuntos. Y no es lógico. Deadwood debería ser el paraíso antropológico que tanto tiempo llevaba buscando mi misantropía. En ese pueblo caótico levantado con las maderas del quinto pino, el que no mata, roba; el que no miente, difama; el que no traiciona, espera mejor momento para hacerlo. Todo se hace y se deshace por el dinero, y por el orgullo. Como en la vida real, pero sin disimulos, a palo seco, en esa tierra sin ley que todavía espera al Gobierno de los Estados Unidos para poner orden e instalar una hamburguesería.

    Y sin embargo, aunque ellos son la demostración viviente de la malignidad humana, no me creo a estos cabronazos, ni a estas arpías. Ni siquiera a este tipo,  Al Swearengen, el dueño del puticlub principal al que Ian McShane eleva a la categoría de un Tony Soprano ancestral, de un Michael Corleone con mostacho decimonónico. No sé por qué, pero no logra provocar en mi ánimo los estremecimientos que otros espectadores juran haber sufrido... al oírle. 


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