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Mejor... imposible

🌟🌟🌟🌟🌟

Los ladrillos que han construido mi cinefilia están hechos de dos creencias fundamentales: la primera que las personas somos egoístas y mezquinas; y la segunda, que además cambiamos poco con el tiempo. Que nacemos averiados y luego tenemos mal arreglo en los talleres de la educación, y de la vida.

    Repaso los títulos amontonados en mis estanterías y descubro una mayoría de personajes que responden a esta percepción misantrópica y deprimente. Una de dos: o viven en dramas que delatan nuestra naturaleza simiesca, o habitan comedias donde la estupidez sale a relucir en cada compromiso o en cada decisión.

    Pero aún queda un resquicio para la esperanza, porque tengo una aldea gala que resiste en un rincón de la estantería, y guerrilleros, infiltrados, que sobreviven entre los títulos decadentes. Quintacolumnistas del optimismo y del buen rollo. Sí, lo confieso: a veces padezco una crisis de fe, o sufro una locura transitoria, y en esos estados se me cuela una película de buenos sentimientos y esperanzas para el cambio. Películas donde yo, traicionándome, me emociono como un tonto y siento que la vida puede ser en verdad maravillosa, como gritaba el añorado Andrés Montes. En mis estanterías -quiero decir- también hay hueco para películas como “Mejor... imposible”, que me desarticulan el discurso, me disfrazan de discípulo de Jean Jacques, y me arrancan hasta una pequeña lagrimita cuando los amores se consuman.

    Después de ver “Mejor... imposible” me siento desafiado, criticado, estremecido hasta los cimientos. Salen los títulos de crédito y me pongo a pensar si no estaré profundamente equivocado: si las excepciones de mi cinefilia no tendrían que ser, a partir de ahora, las reglas inobjetables. Pero justo antes de conciliar el sueño, en el último rayo de lucidez, comprendo que esos dos personajes no van a acabar nada bien. En el fondo todo es una cuestión de montaje, de dónde colocas el corte final. Dos días antes y todo es maravilloso; dos días después y ya todo está arruinado. Lo de estos dos será una brisa de verano, un capricho de la antropología. Jack está demasiado loco, y Helen, tan resalada, está para otros merecimientos.


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La maldición del escorpión de jade

🌟🌟🌟🌟

Los hipnotistas famosos salen con mujeres guapas porque son famosos, o porque ganan mucho dinero, pero no porque sean hipnotistas. La hipnosis es una ciencia falsa y pasada de moda. Un truco de tipos con turbante, o de psicólogos con leontina, que deja asombrados a los niños en el circo, a los crédulos en las consultas, y a los yayos en los programas de la tele, que antes, cuando yo era niño, eran muy frecuentes los números de hipnosis en el prime time, y ahora ya nadie se atreve a programar esos asombros ridículos del siglo XIX.

    Si el hipnotismo funcionara, habría hostias, por estudiarlo en la universidad, con una nota de corte que me río yo de los ingenieros de telecomunicaciones, y todos los hipnotistas, televisivos o de feria de pueblo, saldrían con pibones de mareo como Charlize Theron en La maldición del escorpión de jade, sin ir más lejos. O como Helen Hunt, que no es tan explosiva, pero que jolín, ya quisiéramos todos, mujeres así, de mucho tronío, y de mucho merecimiento.



    Alguno dirá que el hipnotismo sí que funciona, pero que los hipnotistas son tipos honrados que no aplican su ciencia fuera de los escenarios. Porque entonces, arrastrados por la tentación, ya no es sólo que pudieran seducir a mujeres inalcanzables, con un sortilegio, o con una palabra mágica -Constantinopla, o Madagascar-, violando sus voluntades, sino que, además, nunca pagarían en los comercios, conseguirían los mejores empleos, y vencerían en todas las discusiones de los bares. Los hipnotistas serían los putos amos, los reyes del mambo, los depredadores sin depredador, si no tuvieran un fuerte sentido de la ética. Pero quién nos garantiza, ay, que todos los hipnotistas, de ser cierta su ciencia, iban a regirse por el mismo código deontológico. Nada más humano ni más tentador que una facción oscura, que una secta del mal, que fuera por ahí moviendo las manos como Obi Wan Kenobi en La guerra de las galaxias.

    Digo yo que si la hipnosis funcionara de verdad, un grupo de hipnotistas sin moral ya gobernaría el mundo desde sus azoteas, o desde sus palacios, ordeñándonos como a vacas que encima dan las gracias por su servidumbre.




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Náufrago


🌟🌟🌟🌟

He puesto Náufrago en el DVD para coger un poco de moral, y tomar notas, y ejemplo, ahora que el gobierno nos va a ampliar el confinamiento, y que esta casa ya empieza a coger el aire y la brisa de una isla desierta en  el continente. Quería recordar, viendo la película, que si Chuck Noland se pasó cuatro años en la isla del Pacífico sin televisión y sin teléfono, sin microondas y sin ordenador, y sobrevivió, y aprendó una lección, y además adelgazó todos los kilos que le sobraban, por qué no, Álvaro Rodríguez, que vive rodeado de comodidades, con un panadero que pasa todos los días a las 12 para traer el sustento básico sin tener que cazarlo, ni ponerlo al fuego, por qué no, digo, iba a soportar 6 semanas y las que vengan después con la sonrisa en la boca, y el espíritu no diré que alborozado, pero sí al menos sereno, imitando casi al de un nepalí en su montaña. Por qué no tomarse este accidente de la vida como eso: una aventura en la isla desierta, pero de mentirijillas, con tecnología, y colchón para dormir, y vecinos que comparten la arena y los cocoteros. Y un océano de tiempo disponible, en cualquier dirección en la que mires, sin que nadie venga a rescatarte por miedo a las patrulleras.



    Y lo cierto es que al levantarme -bueno, no exactamente al levantarme, sino tras ducharme, y asimilar el primer café- descubro con una punzada de optimismo que dispongo de 16 horas limpias por delante, confinadas pero libres, para hacer lo que quiera dentro de la ley: leer, y ver películas, y escribir chorradas, y llamar por teléfono, y cotorrear en las redes, y tomar aire en la calle aprovechando que Wilson, perdón, Eddie, mi perrete, es un sujeto paseable que entra dentro de la normativa. Pero luego, según avanza el día, uno se desinfla, y se pierde en bobadas, y lamenta el desperdicio de las horas para una vez que las tenía todas, glotonamente, como en un regalo inesperado de los dioses. Hay quien encuentra placer en el asesinato improductivo del tiempo, pero yo no. Cuanto más tiempo tengo, menos lo valoro, y es como si a uno le dijeran: "vas a vivir mil años", y se tira a la bartola, pensando que ya habrá vida suficiente para hacer cosas interesantes.


    Al final, ya ves tú, he terminado la película llorando, disparándome por la culata, porque lo del naufragio de Tom Hanks es casi lo de menos, y lo que verdaderamente duele es verle perder al amor de su vida, que le esperó sin olvidarle, pero que tampoco tenía tiempo que perder.



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Las sesiones

🌟🌟🌟

Al mundo hemos venido a follar. Esa es la tarea principal que la naturaleza nos encomendó. Follar. Esparcir nuestros genes por el mundo, y prorrogar nuestra muerte en la vida de los hijos. El deseo sexual es el programa básico que articula nuestro disco duro. Todo lo demás -la literatura y el arte, el fútbol y la baraja, la barbacoa del domingo o el café del mediodía- sólo son el pasatiempo, el matarratos, la preparación para la batalla o la tregua concedida por el instinto.

            Mi antropoide, como ya saben los viejos lectores, se llama Max, y vive en las cavernas húmedas de mi organismo, allá donde se confunden  las vísceras del comer con las vísceras del amor. Él viene y va constantemente, a cuatro patas, con el plátano en la mano, consultando la hora con impaciencia: "Bueno, empezamos o qué". Yo siento sus pasos, sus murmullos, su búsqueda incansable del tesoro, como un Gollum que viviera de okupa por mis adentros.  A todos los hombres, desde que entramos en la adolescencia, se nos encomienda el cuidado de un mono simpático y rijoso traído de África. Nadie me advirtió de esto en su momento, ni me puso sobre la pista, pero una mañana de mis doce años, al despertar, igual que Gregorio Samsa descubrió a su escarabajo, yo descubrí a mi antropoide compartiendo la almohada llena de pelos, saludándome con una sonrisa picarona. "Bueno, empezamos o qué". 

            Mark O'Brien, el personaje real de Las sesiones, fue un periodista y poeta aquejado de poliomielitis. Confinado a la camilla y al pulmón de acero, consiguió que la Universidad de Berkeley aceptara su solicitud de cursar estudios presenciales. Mark sentó un precedente legal que muchos discapacitados aprovecharon después. No contento con esa hazaña, a la edad de treinta y ocho años decidió dejar de ser virgen, y pasando por encima de los mandamientos de su propia religión, contrató a una terapeuta sexual para celebrar la caricias y el coito, en pecaminoso y enrevesado acto de joderío. Mark O'Brien, como todo hijo de vecino, también llevaba un antropoide en las entrañas que le preguntaba todos los días por la hora. "Bueno, empezamos o qué". Uno muy frustrado y revoltoso, que vivía encerrado en un organismo paralizado. Un antropoide que un día gritó basta y se hizo con las riendas de la voluntad. Cuando se trataba de sexo, era el antropoide de Mark el que hablaba por su boca, y para los antropoides no existe el infierno, ni los santos, ni los diez mandamientos que se dieron a sí mismos los antiguos. Sólo la hembra, la rama, el fruto jugoso que se deshace en la boca.


 - ¿Por qué la llamas polla y no pene?
- "Pene" suena a verdura insípida. "Polla" suena a lo que es.




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