El sexto sentido
A. I. Inteligencia Artificial
🌟🌟🌟🌟🌟
No debería haber visto “Inteligencia Artificial”. Me ha
jodido la tarde otra vez. Mira que lo sabía, eh, que lo sabía, que iba a acabar
llorando como una magdalena, a lágrima viva, sin consuelo posible hasta que llegara
el fútbol de la noche, que es el bálsamo de las congojas, la droga en una
pelota.
He vuelto a caer en la trampa de “Inteligencia Artificial”
porque ayer empecé a leer “La nueva mente del emperador”, el libro de Roger
Penrose, y en él se habla del gran enigma de los sentimientos. Eso que los
exaltados y las exaltadas llaman el “espíritu”. ¿Los sentimientos -se pregunta Penrose
-son solo información neuronal? ¿Algoritmos complejísimos que algún día se
podrán reproducir en dispositivos artificiales? ¿O están, por el contrario, ligados
indisolublemente a la química del carbono, al alma subatómica de los enlaces
covalentes?
De momento, el libro es un enigma, porque voy solo por el prólogo
y además es un relato crudo-matemático de narices. Y de pronto, enfrascado en
la lectura, me acordé del niño David, el robot prodigioso de Steven Spielberg que
había sido creado con la capacidad de amar a semejanza de los humanos, y quizá
de los perretes. Al niño David sólo tenías que decirle siete palabras muy
concretas mientras le acariciabas la nuca para que pasara de muñeco fabricado a
niño enamorado. Y en eso -permítanme el chiste- David es un poco como yo.
Hoy la tarde era plomiza, lluviosa, la última del puente desperdiciado.
No había compromisos que atender, ni visitas inesperadas en el portal, así que
caí en la tentación y puse el DVD en el reproductor. Error fatal. La película habla
de tantas cosas que un folio -ya muy menguado- no bastaría ni para enumerarlas.
“Inteligencia Artificial” no es sólo el libro de Penrose puesto en imágenes: la
disyuntiva de los robots y los humanos. La película habla del amor no
correspondido; de la inmortalidad inalcanzable; de la persecución de los sueños;
del tiempo implacable; de la química frágil; de los sustitutos inútiles...
El método Kominsky. Temporada 3.
En algún momento crucial que ahora no recuerdo- y que quizá
me pilló buscando una Coca-Cola en el frigorífico, o haciéndole una carantoña
al perrete- El metódo Kominsky pasó de ser una comedia mordaz y molona, con
diálogos que a veces daban ganas de anotar en el cuaderno para presumir luego
de ellos como si fueran propios, a un drama sobre los problemas de la tercera
edad que no necesita ser emitido en una plataforma de pago, o ser buscado como
un tesoro en los outlets de internet. Porque como esta tercera temporada de las
andanzas de Mr. Kominsky hay dos o tres truños cada día en las cadenas
generalistas, allí donde aún quedan huecos de programación entre los anuncios.
Es verdad que en El método Kominsky siguen saliendo
Michael Douglas y Kathleen Turner haciendo como una segunda parte imposible de La
guerra de los Rose, dado que los Rose, si mal no recuerdo, murieron en mitad
de su proceso de divorcio, tan jodido y amoral. Pongamos, entonces, que Douglas
y Turner están en la tercera parte de Tras el corazón verde, pero ya
retirados de la selva, claro, jubilados de la lianas y los tantarantanes, él reducido
a un soplido y ella inflada en una bocanada. Pero ni aún así, ni siquiera por
los viejos tiempos, ellos -¿elles?- consiguen remontar el vuelo de las tramas,
rodeados de personajes medio bobos o medio listos, a saber, planos y huecos, nada
incisivos en lo que dicen, o en lo que callan, como si hicieran una serie de no
sé, yo mismo, soltando vaguedades y tonterías sobre la vida, en la cola del pan.
De todos modos, tampoco descarto que mi súbito
distanciamiento con El método Kominsky no sea un asunto climático, un
desfallecimiento de la atención provocado por las altas temperaturas que estos días
azotan la meseta. No es lo mismo ver una serie en invierno, con la mantita, la
sopita, los chuzos de punta cayendo al otro lado de la ventana, que verla ahora
en verano, refrito, sudando, rascándote las picaduras de los mosquitos. Tanteándote
las agujetas del cuello, ahora que diez meses después te has lanzado de nuevo a
la piscina, moviendo los brazos al tuntún, descoordinado,
cagándote en todo, como un Moussambani cualquiera de los Juegos Olímpicos de La
Lorza.
Los exámenes
En Los exámenes, Eliza, que es una estudiante modélica con una beca ya apalabrada en Inglaterra, sufre un intento de violación justo el día antes de presentarse al examen de Selectividad, o de Reválida, o como llamen a esta encerrona académica en Rumanía. La agresión no llega a término, pero su brazo derecho, el de escribir, el de rellenar folios en el día más decisivo de su vida, queda maltrecho. Y el ánimo, por supuesto, en otro lugar, todavía aterrada y medio ida. Sin embargo, los profesores se ponen muy suyos y deciden no ablandarse ante las circunstancias extraordinarias. El aplazamiento no es posible, la escayola no es admitida por ser lugar propicio para escribir chuletas, y el tiempo permitido para terminar la prueba será el mismo para ella -que escribirá como una manca de Lepanto- que para los demás alumnos, que sobrevolarán los folios moviendo la pluma a la velocidad de un Shakespeare enamorado, como Joseph Fiennes en la película.