Mostrando entradas con la etiqueta Gus van Sant. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Gus van Sant. Mostrar todas las entradas

Mi nombre es Harvey Milk

🌟🌟🌟🌟

Hace unos cuantos meses, en una entrevista para la televisión que iba para rutinaria y terminó fabricando la bomba informativa -que decía el Butano-, Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, contó que de joven había tenido relaciones sentimentales con alguna mujer. Yo, que por una rara coincidencia no estaba viendo el fútbol, ni la película del día, asistí en directo a lo que parecía ser una polémica declaración que iba a traer cola en las cavernas más cavernícolas. Me dio la impresión, en ese mismo momento -o tal vez sólo lo imaginé- de que Ada Colau se había tirado un poco a la piscina; de que quizá se dejó llevar por las malas artes de su entrevistador y de pronto, como salida de un trance de debilidad, de desnudo del alma, se sonrojaba y se revolvía algo incómoda en su butaca. Quizá pensó que había ido demasiado lejos en el juego de las confesiones íntimas, o temió, de repente, haber perdido apoyos entre unos votantes que quizá no fueran unánimes en cuanto a la aceptación de su bisexualidad.


    A la mañana siguiente, que era domingo, día del Señor, la prensa conservadora -o sea, la prensa- se hizo eco de sus confesiones fuera del confesionario. Los francotiradores del ejército nacional le dijeron de todo, por supuesto, a la alcaldesa: que era una política ladina, tramposa, de maquiavélica para arriba, que había aprovechado un horario de máxima audiencia para conquistar un puñado de votos entre los maricones y los simpatizantes de la mariconería. Ellos, los hijos de puta, escribían que mientras España se rompía precisamente por la frontera de Cataluña, Ada Colau, en un acto de frivolidad, de exhibicionismo sentimental, nos contaba sus escarceos universitarios para conquistar las simpatías de la progresía. Una argucia electoral impropia de estos tiempos convulsos en los que el Imperio vuelve a resquebrajarse, y el patrimonio de los Borbones amenaza con reducirse. 

    Los columnistas de la nomenklatura hicieron el ridículo, como siempre, y abonaron los surcos del pensamiento con su mierda habitual. Pero ninguno se atrevió a poner en cuestión el derecho de la alcaldesa a ser bisexual. Nadie objetó que eso fuera impedimento para el desempeño de su cargo. Puede que alguno lo pensara, pero no se atrevió a escribirlo. Sólo cuatro desnortados como Ana Botella -la Anita Bryant del barrio de Salamanca- podrían aplaudir alguna parida carpetovetónica de ese tenor. Los tiempos de ostracismo que sufrió Harvey Milk ya (casi) han sido superados.


Leer más...

Tierra prometida

🌟🌟

La versión española de Tierra prometida tiene lugar en un secarral donde los ingenieros de Repsol encuentran, en el subsuelo, una reserva de gas natural de la hostia. A Villaliebres de la Sierra llegaría un Matt Damon moreno, repeinado de gomina, un gilipollas de Nuevas Generaciones que realiza sus primeros trabajos de ejecutivo agresivo en la España neoliberal. ¿Su misión?: convencer a cuatro paletos de vender sus garbanzales  a cambio de un buen fajo de millones, para que las perforadoras de la empresa hagan  fracking y encuentren las reservas energéticas que nos librarán de la servidumbre de los moros. 

Esta película que yo imagino duraría poco más de diez minutos, justo lo que tardarían los parroquianos del bar en sellar el acuerdo con el ejecutivo, él con sus manos callosas de jugar al pádel y ellos con las zarpas brutales de sostener el azadón. Tal vez Nemesio o Belarmino pusieran algún reparo a la transacción, allá en la mesa donde dormitan la siesta, pero el pueblo unido les haría callar rápidamente. ¿Quién no iba a cambiar el páramo, el tractor, la casa de adobe, por los millones muy frescos que ofrece el chico sonriente de las gafas de sol ? ¿A quién coño le iba a importar un riesgo medioambiental en Villaliebres de la Sierra, si en cincuenta kilómetros a la redonda apenas queda gente? Y apenas liebres, además. No habría caso, ni película como tal. Ningún espectador iba a sentir pena cuando un escape de gas arruinara un paisaje ya arruinado de por sí.


Tierra prometida, en cambio, la película de Gus van Sant, dura dos horas y pico porque los paletos a los que Matt Damon y su compañera tratan de convencer viven en un idílico pueblo de las montañas de Pensilvania. Un rincón encantador donde todo es verde y la gente es joven y animosa. En mi hipotética Villaliebres ya no hay colegio, ni campo de fútbol, ni consulta de atención primaria. Los mismos correligionarios del ejecutivo agresivo se encargaron de arruinarlos con los recortes. Vivían por encima de sus posibilidades, les aseguraron en la última campaña electoral. En el pueblo de Pensilvania, en cambio, tienen un centro comercial, un pabellón deportivo, un colegio recién pintado.  En la película americana, aunque sea aburrida de narices, uno toma partido por los que no quieren vender sus posesiones, y la tensión dramática te va llevando hasta el final aunque bosteces. Hay un edén en juego. En el remake hispánico, cuando lo hagan, nos va a importar un pimiento el desenlace. Pero a lo mejor nos reímos más, quién sabe.




Leer más...