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El gabinete de curiosidades: El murmullo

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- No existen los fantasmas. El que los ve es que quiere verlos, nada más. 

Eso es lo que le dice el amable casero a la ornitóloga obnubilada. Por no llamarle chalada le dice que bueno, que todo está en la mirada y en el deseo. Que del mismo modo que ella adivina figuras en las formaciones de los pájaros, así confunde también las sombras y los chirridos con los seres del pasado. 

Y es que los fantasmas son como los sueños: representaciones de un deseo profundo. O eso enseñaba el abuelo Sigmund en sus conferencias de Viena. La existencia de los fantasmas garantizaría que hay una vida -o al menos una existencia- después de la muerte. Y esa alucinación es demasiado golosa para que algunas mentes perturbadas o muy necesitadas la pasen por alto.

Los fantasmas solo son proyecciones de la mente. A veces no son más que la persistencia de un recuerdo. Como un olor que nos persigue o una canción que no nos abandona. Después de morir mi padre, yo regresaba a León de vez en cuando y a veces le “sorprendía” en su sillón habitual navegando en el teletexto de TVE, que era su conexión con el mundo antes de los tiempos de internet. Cuando se murió mi perrete, hace años, yo también le “veía” saludándome al volver del trabajo o enredando entre mis piernas a la hora de comer. Estas cosas son habituales y no hay de qué preocuparse. Las procesas y ya está. Pero en un estado alterado de la mente -una psicosis, una depresión, una melopea galopante- yo también los podría haber confundido con fantasmas, y haber montado todo un circo de aparatos para grabar psicofonías y celebrar sesiones de ouija a ver si algún espíritu se manifestaba.

De chaval, yo creía en los fantasmas como creía en la virginidad de María o en la divinidad de Butragueño. Puestos a enredar con los misterios ya no hay una tontería más grande que la otra. Pero cuando dejas de creer en la metafísica y te agarras a las moléculas con espíritu científico, los fantasmas se desvanecen como evaporados por el sol.


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El gabinete de curiosidades: La visita.

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Ya me empieza a cansar esta tontería del gabinete de curiosidades...  Da igual cómo empiecen los episodios: al final siempre sale un monstruo que se come a alguien o revienta a alguien o derrite al que pasaba por allí.

Cuarenta y cinco minutos son siempre para preparar la receta y cinco para que el monstruo salido del horno -de la mente calenturienta de Guillermo del Toro- arme la de Dios es Cristo, ahora que escribo esto por Navidad. Si Guillermo del Toro rodara una película sobre el nacimiento de Jesús, saldría un monstruo del pesebre para zamparse a María y José en una escena muy gore y luego regurgitar sus santos ropajes con un eructo descomunal. Es todo lo mismo.

Estos directores que Guillermo del Toro asegura que dirigen los episodios no existen. Son en verdad él mismo. Sus heterónimos. Fulana de Tal es él, y Mengano de Cual también. Si los buscas en internet aparecen con una foto que desmiente mi afirmación, pero estoy casi seguro que las páginas de consulta están amañadas para que además pensemos que Guillermo es un “descubridor de talentos”. Pues bueno... 

Salvo aquel episodio del pintor tenebroso -que es sin duda el mejor de esta serie- todas las historias son una pura guillermodeltorada que saca a un bicho asqueroso porque sí, por Decreto Ley: una especie de Vengador Tóxico soñado por Dalí al que la estupidez humana, o la arrogancia, o la simple candidez, liberan de una cárcel de siglos.

Este episodio -ya el penúltimo, menos mal- no empezaba del todo aburrido, con ese millonario que invita a gente muy inteligente a compartir una velada. Uno creía que les incitaba a beber whisky y a esnifar cocaína para abrir sus mentes ante un desafío intelectual de primera magnitud: la resolución de una ecuación fundamental o el secreto de Fátima por fin revelado a los gentiles. Tonto de mí... Por un momento me olvidé de que estaba en el gabinete de don Guillermo, bebiendo de su bar y chumando de sus reservas.


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El gabinete de curiosidades: Sueños en casa de la bruja

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Yo he dormido - al menos que recuerde- en dos casas embrujadas. Pero no recuerdo las cosas que allí soñé. No fueron pesadillas, eso seguro, porque por alguna extraña razón las pesadillas solo afloran en mi propia cama. Aquellas camas eran muy acogedoras, como diseñadas para mí, y yo caía como un tronco para soñar el vacío feliz de los tontoloides. Sucede que ambas mujeres me habían hechizado, y que yo, al principio, tampoco sabía que mis anfitrionas eran unas brujas -una diplomada en Brujería y otra licenciada en Malas Artes- y quizá por eso yo me confiaba al sueño sin temor. 

Quiero decir que conmigo no se podría haber rodado este episodio de “El gabinete de curiosidades”, que va de sueños terribles en casas embrujadas. Mis casas encantadas fueron en realidad encantadoras, y solo el último día se deshizo el hechizo para verlas como eran en realidad: cuevas inmundas donde las brujas tejían sus telarañas y se carcajeaban a mis espaldas. No me pasó como al amigo de Harry Potter en esta peripecia, que se metió en la casa de la bruja a sabiendas, buscando la experiencia mística que le permitiera contactar con el fantasma de su hermana fallecida.

Los fantasmas tienen muy mala prensa y no sé por qué. Supongo que son las cosas del cine, que siempre les presentan apareciendo por sorpresa, dando unos sustos morrocotudos. Los fantasmas, después de todo, si existieran, serían la garantía de que existe una vida después de la muerte. Un “algo” misterioso donde tu reflejo vaporoso aún tiene conciencia y se acuerda de las cosas. La prórroga de la vida... Sería fantastic, como cantaba Serrat, vivir un ratito más aunque fuera en forma de ectoplasma. Pero me da que no. Yo al menos no he visto ningún fantasma en mi vida. Y si alguien me dijera que los ve le tomaría por loco sin dudar. La culpa, desde luego, es de los curas, que me enseñaron tantas zarandajas espirituales que ya solo me aferro a la física y a la química para no soñar con imposibles.




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El gabinete de curiosidades: La apariencia

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La belleza interior la hemos inventado los que no podemos presumir de belleza exterior. Consiste en decir que somos más buenos que la gente que nos deslumbra con su físico envidiable. En asegurar, por si alguien quiere escucharnos, que somos más generosos que ellos, más galantes, más ilustrados. Con mejor sentido del humor. Superiores, en una palabra, a pesar de las apariencias.

Ante las virtudes evidentes de la anatomía, nosotros, los bellos interiores, oponemos las virtudes más escurridizas del espíritu. Y más aún: defendemos -o más bien defienden, porque yo abandoné ese barco hace tiempo, de tal modo que ya no soy bello ni por dentro ni por fuera- que la belleza interior es cultivable, producto del esfuerzo, mientras que la belleza exterior es una dádiva de la naturaleza, una potra descomunal sin mérito de su portador.

La belleza interior es, obviamente, un consuelo para tontos. Un sesgo cognitivo. Nadie en su sano juicio se considera un “feo interior”. También la gente guapa presume de tener cualidades en el alma. Una cosa no quita la otra. Cuando les entrevistan en la tele, ellos, los de la belleza exterior, también se declaran inquietos ante los hechos culturales y tan inteligentes como la purria que los envidia. Faltaría más.

En “La apariencia”, Stacey, que es una mujer poco agraciada, alcanza de pronto la alta sabiduría que los griegos dejaron por escrito hace dos mil años. Una vez le preguntaron a Aristóteles por qué se alababa a los bellos durante más tiempo y con mayor frecuencia y este contestó: “Esta pregunta sólo corresponde que la formule un ciego”. Stacey, impulsada por tamaña verdad, se dejará el dinero y la cordura en la compra de una crema milagrosa que promete cambios deslumbrantes. Ella sí cree en una segunda oportunidad para la belleza. Confía en la dermoestética. En las pamplinas de los anuncios. Lo que es, por supuesto, otro engaño descomunal.

Aristóteles solo quería decir que si buscabas alabanzas era mejor ser bello. Nos ha jodido. No que recibir alabanzas -alimentar el ego- fuera el objetivo primordial de la vida. Ni que para ello hubiera que sacrificar todo lo demás...




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El gabinete de curiosidades: La autopsia

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Yo tuve una vez relaciones psicosexuales con una mujer que creía en la existencia de los reptilianos. Los reptilianos son esos extraterrestres del planeta Lagartija que vienen a la Tierra de vez en cuando, se fabrican una piel sintética -o alquilan una piel natural- y echan a caminar por nuestro planeta dando el pego a los enamorados tontos y a los votantes de las democracias.

Ella, mi examante, traspasada por el rayo de la nostalgia, y también un poco por el rayo de la chotadura, me aseguraba que una vez se había acostado con un reptiliano en la capital del reino, en Madrid, que es donde suceden las cosas más extrañas y noticiables. Según ella fue una experiencia aterradora, pero solo al final, cuando tras el orgasmo intergaláctico descubrió en los ojos del maromo un brillo de sangre fría y muy poco sentimental. "Tuvo que ser la hostia el polvo aquel...", le decía yo siguiéndole la corriente. Pero ella -quién sabe si ella misma una reptiliana, a tenor de todo lo que vino después- callaba como guardándose un gran secreto erótico que recorre los mentideros de la galaxia.

Madrid -según asegura esa sociópata de Isabel Díaz Ayuso (¿otra reptiliana?)- es un paraíso emocional donde es casi imposible volver a cruzarte con tu ex pareja. Pero también es– y eso no lo dijo en aquel mitin de su partido- el lugar más propicio para tener encuentros indeseados con los extraterrestres. Qué iba a pintar un reptiliano, o un bichejo como este que aparece en “La autopsia”, en un sitio tan apartado como La Pedanía, a no ser que la nave espacial se averiara justo al sobrevolar estos parajes torcidos de Dios. Sería todo un espectáculo, ver a mis vecinos arracimados ante el OVNI escacharrado discutiendo si la culpa es del carburador o de la junta de la trócola, mientras el extraterrestre se escabulle entre las viñas esperando su oportunidad a la caída de la noche...


                                  


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El gabinete de curiosidades: Ratas de cementerio

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Yo sí creo, aunque vagamente, en la resurrección de la carne. Pero no la que explican los curas católicos, que es como una versión bíblica del “Thriller” de Michael Jackson: según él Apocalipsis, cuatro ángeles tocarán la canción con sus trompetas, Jesús descenderá sobre la Tierra envuelto en un halo de luz y los muertos saldrán bailando de sus tumbas a recibirle, procurando, eso sí, no menear demasiado el esqueleto por si se pierde algún hueso por el camino. Jesús hace milagros, pero quizá necesite todas las piezas para recomponer el rompecabezas. (Por cierto: ¿dirá unas palabras evangélicas y la carne retornará de la nada a envolver nuestra estructura? ¿Tendrá que tocarnos uno por uno, como en el sacramento del bautismo, o será una bendición urbi et orbi como las que hace el Papa desde el balcón?)

Da igual... No creo en esos cuentos infantiles que nos contaban en catequesis. Yo solo creo en la resurrección de la carne que podrían practicar unos extraterrestres del futuro. Como aquellos que llegaban a nuestro planeta al final de “Inteligencia Artificial”. Solo en ellos deposito mi escasa fe: llegan con sus platillos volantes, despliegan su equipamiento científico y nos reconstruyen uno a uno rastreando las briznas de ADN. Supongo que nos resucitarán desde el principio, empezando de nuevo como bebés en sus probetas. Pero qué son unos pocos años de crecimiento en comparación con la eternidad que supone esperar en el limbo. Nada.

Ellos, los extraterrestres de Steven Spielberg, son la única razón que explica que yo todavía no me haya decantado al 100% por la incineración. Puede que tengan una tecnología de la hostia, indistinguible de la magia, ¿pero serán capaces de reconstruirme a partir de unas cenizas que a saber dónde andarán cuando ellos aterricen? No sé si es más creíble esto o lo de Jesucristo. Soy un mar de dudas. Puede que ellos mismos sean el Mesías anunciado en los evangelios, pero profetizados de una manera muy rara y particular. Enterrarse te da una pequeña oportunidad de resurrección, pero si lo piensas bien -y más después de ver “Ratas de cementerio”- no deja de ser un asco de decisión.





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El gabinete de curiosidades: El trastero 36

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El día que yo la palme dejaré muy escasas pertenencias. Lo que más abultará será el sofá del salón, que es mío propio y no de alquiler. Y las estanterías del Ikea, que me imagino que alguien aprovechará si no terminan muy combadas. El resto cabe exactamente en 25 cajas de tamaño supermercado. De esas donde te traen la compra cuando andas enfermo o depresivo. Las tengo contadas. Son las que utilicé la última vez que me mudé, hará cosa de cuatro años. Unas pocas con ropa, dos o tres con enseres, una medio vacía con los recuerdos y el resto todo libros y películas. Los detritus del intelectual provinciano.

Y las cositas de Eddie, claro, si me sobreviviera: su canasto, y su transportín, y las mantitas donde duerme. Los dos cuencos y su pelotita de goma.

Mi legado material cabrá en una habitación de piso cutre y todavía sobrará espacio para moverse. Todo lo demás me lo llevaré a la tumba o al incinerador: serán los miles de recuerdos que conservaré si tengo mucha suerte y no me pilla la demencia. Marie Kondo estaría muy orgullosa de este minimalismo mío post mortuorio. Mis herederos no tendrán mucho que gestionar: las películas ya serán inservibles en la Era Digital 3.0 e irán directamente al reciclaje; y los libros terminarán en la Biblioteca Municipal de La Pedanía, donde nadie los leerá. Pero no me lamento. A mí plim, después de muerto. Como si quieren hacer una fogata con ellos para asar encima las castañas.

Quiero decir que ningún heredero mío, ninguna esposa, ninguna amante, alquilará un guardamuebles mientras piensa en qué hacer con mis cosas. Todo lo mío se decidirá en un santiamén, mientras se resuelve la finalización de mi alquiler. Guillermo del Toro no podría haber imaginado este cuento de terror. No hay material que dé para nada esotérico ni misterioso. Solo guardo un libro sobre fantasmas “reales” que me acompaña desde la adolescencia. Ya no creo en ellos, pero le tengo mucho cariño. Me recuerda que en otro tiempo yo sí creía -a mi modo- en estas cosas de los espíritus.





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El callejón de las almas perdidas

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“El callejón de las almas perdidas” es una metáfora muy válida para describir este valle de lágrimas que transitamos. Ea, pues, Señora, Abogada Nuestra, que rezábamos en el colegio... Pero hoy luce un sol primaveral al otro lado de la ventana, y así se quedará hasta que arrecie el viento sudsahariano que nos cocerá en nuestro propio jugo mientras caminamos.

Se me ocurren un par de directores que con semejante título podrían haber hecho un poema tristísimo y deprimente: el callejón rectilíneo, la mugre y la lluvia, la gente perdida que sale trastabillada o desenamorada de los locales...  Uno de esos directores, por cierto,  también es mexicano, González Iñárritu, que cuando se pone pesado es el cuate más plomizo al sur del Río Grande.  Pero Guillermo del Toro, su compatriota, no transita estos callejones misérrimos del espíritu. O los transita de otra manera. Del Toro siempre se las apaña para arrimar cualquier argumento a su sardina de lo bizarro, y le salen unas películas impecables en lo visual pero soporíferas en lo argumental. Nuestra credulidad tiene un límite, y nuestro sentido de la vergüenza ajena, a veces, también.

Lo que viene a contar “El callejón de las almas perdidas” es que el karma ya se hacía sentir en la América de la Gran Depresión mucho antes de que saltara del subcontinente indio a las modas del pensamiento. Según Del Toro, y según los karmistas, el que la hace la paga; y eso, estarán conmigo, es una completa ridiculez. Un argumento para niños. Disney + dirá lo que quiera, pero esta película sigue siendo cine familiar. Que se le vea el escote a Cate Blanchett o aparezca un cráneo machacado en el asfalto puede ser chocante, provocador, “adulto”, pero el argumento sigue siendo tan básico como las piruletas de nuestra infancia. El palito y el caramelo.

Hoy, por ejemplo, ha regresado el rey emérito a nuestro país. La vidorra y los yates. El karma...





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Mamá

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Me han vuelto a engañar con la enésima película de terror que iba a ser diferente. Esta vez ha sido Guillermo del Toro, el gordinflón que producía y publicitaba Mamá, el que ha dado falso testimonio ante el jurado de espectadores. Ahorita va a ser distinto, güey. La madre que lo parió... Estos tunantes nos pescan como truchas de escasa memoria y poco juicio. Saben que los cinéfilos somos ávidos, impacientes, que escuchamos cualquier adjetivo promisorio y nos tragamos el anzuelo hasta la laringe, aunque el gusano sea un sujeto sospechoso que ya nos sonaba de otras estafas. A las truchas nos puede el ansia, el hábito, el vacío estrecho de esta corriente monótona y fría. Este tal Andrés Muschietti que dirige Mamá es un cinéfago que ha regurgitado en la película los clichés mal digeridos de toda la vida. Los más acérrimos se conforman con esto, y dicen que no hay más cabras que ordeñar, ni más variantes que inventar. O lo tomas, o lo dejas. El pasillo que se recorre, la sombra que se desliza, la electricidad que se va, el armario que se abre, el bosque que se cierne, el científico que se inmola, el protagonista que no se entera... La misma tontería de siempre... Que da susto, sí, y que entretiene mucho, pero que también es, aunque parezca paradójico, una pérdida de tiempo lamentable. 




   
 
           Han tenido, además, estos latinos enamorados de las mujeres morenas, la desfachatez de volver negro el cabello fueguino de Jessica Chastain. Han querido afearla por exigencias del guión, para hacer de Mamá un relato más siniestro y oscuro.  Me la han convertido, a mi Jessica, en rockera gótica, en compatriota nacional, estos bellacos. Pero no han podido apagar su belleza radiante de californiana criada al sol. Su piel blanquísima relucía como nunca en contraste con ese pelo azabache y absurdo. No había oscuridad en los pasillos tenebrosos cuando Jessica vagaba por ellos. Ella, la heroína, parecía el blanco fantasma de un amor.

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