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Nada

🌟🌟🌟🌟


“Nada” es una serie cojonuda. Mariano Cohn y Gastón Duprat nunca defraudan. O casi nunca. Escriben como nadie y destilan una mala uva muy selecta. Nada que objetar al papelazo de Luis Brandoni y a los secundarios que eso, que lo secundan. Alguno principalísimo como Robert de Niro. 

Pero la mejor serie sobre la nada sigue siendo “Seinfeld”, que es la mejor comedia de todos los tiempos. Tan absurda, tan genial, tan... malvada. Ya escribí una vez que sales de ver “Seinfeld” siendo peor persona, y eso, de algún modo, te llena de bienestar. Porque Jerry Seinfeld y sus amigos son eso: la nada, la inmadurez, el mariposeo, el caminar en círculos. Nada medio sensato brota de sus meninges, ni siquiera por azar -el fifty fifty de las decisiones- y verles es como estar asomado a la ventana, o tomando un café en el bar, o asistiendo boquiabierto a un claustro de profesores. O mirándote en el espejo.

La gente es “ansí”: la nada, el egoísmo, la vaciedad, el tocacojonismo sin fruto. La cortedad de miras. Al menos en este estrato de la sociedad, donde nada importante se decide y todo es limpiar o servir, o acarrear, o comparecer. Nada se inventa o se descubre por aquí. Todos somos prescindibles e intercambiables. Es eso: la nada.

“Nada”, sin embargo, la comedia de estos dos argentinos admirables, es una serie humanista, casi roussoniana: la del típico abuelo cascarrabias que en el fondo tiene un corazón de mazapán. Y que además es un crítico gastronómico de prestigio: un tipo importante en la sociedad bonaerense. El personaje de Brandoni no es un don nadie, y por ahí la serie ya desmiente su titular. “Nada”, al contrario que "Seinfeld", quiere dejar un mensaje en el espectador, una sonrisa, un buen rollo. Una esperanza de cambio en las personas. "No eres tú, pibe, sino la gente que te rodea". Si te dan amor y cariño puedes transformarte de crítico gruñón -¿la encarnación porteña del Anton Ego de “Ratatouille”?- en un abuelete conmovedor que se replantea su devenir. Pues bueno... Será que estamos en Disney +.





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El encargado

 🌟🌟🌟🌟

Eliseo, el encargado, es un hijo de puta. Pero es nuestro hijo de puta. En la lucha de clases él combate a nuestro lado, en el batallón latinoamericano. 

Es verdad que Eliseo es un truhan, un trapacero, un mentiroso compulsivo. Un personaje con un punto repulsivo e inquietante. La gente con ojos claros puede salirte por cualquier lado porque no hay una sola verdad estable en su mirada. Gollum, por ejemplo, al que Eliseo se da un aire en sus soliloquios desquiciados, tenía los ojos tan azules como el Río de la Plata.

Eliseo asesinaría a su madre con tal de salirse con la suya, que es, en este caso, conservar su puesto de trabajo. Pero nosotros estamos con él a pesar de sus tropelías. Él es nuestro hombre en Buenos Aires. Nos reímos mucho cuando putea a sus vecinos acaudalados; a esa gentuza que todos los días pasa por delante de su portería saludando con desdén, o sin saludar siquiera, camino de engañar a los incautos o de malpagar a sus empleados.

Eliseo es el encargado de mantenimiento del edificio: un parto bien aprovechado que lo mismo te abrillanta el suelo que te cambia una bombilla o te soluciona un problema de cucarachas. Eliseo es un hombre de verdad, no como yo, ni como esos pijos de mierda. Un currante que sabe hacer de todo pero cobra una miseria y vive en el altillo del edificio, como aquel mangante de la 13 Rue del Percebe.

Eliseo es tan inteligente que parece inconcebible que no haya amasado otra fortuna estafando a los bonaerenses.  Que no viva en uno de esos pisazos que él solo visita para hacer la chapuza correspondiente. T., que veía la serie a mi lado porque echa de menos aquellos acentos y porque Guillermo Francella le sulibeya los instintos, dice que seguramente le falta perseverancia en la maldad. Yo, por el contrario, pienso que Eliseo es feliz así, con lo poco que tiene, tan solitario en su azotea que se cree el amo del castillo. Para ser rico hace falta nacer en la estirpe o poner voluntad, y a Eliseo le basta con reírse de ellos a la puta cara, con esa jeta tan simpática como abofeteable. 





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Mi obra maestra


🌟🌟🌟🌟

Hoy quiero confesar -como cantaba Isabel Pantoja antes de coleccionar bolsas de basura- que alguna vez, desesperado por la ausencia de lectores, por la inoperancia de mi escritura, he pensado fingir mi propia muerte para que este blog -con la tontería del artista fallecido- coja vuelo y remonte sus estadísticas. Fabricarme una esquela falsa y elevarme al estatus de leyenda literaria. Como hizo en su día Francisco Paesa, el agente secreto. O como hace el pintor Nervi en Mi obra maestra, que tras anunciarse como muerto en las necrológicas de Buenos Aires, se exilia a las montañas del Jujuy -allá donde Jesús perdió el mechero en sus predicaciones- para añadir varios ceros al precio de sus cuadros. 

La idea es, desde luego, tentadora, pero inaplicable en mi caso, porque Renzo Nervi vive de su arte, y lo mismo le da pintar en el Jujuy que en las Chimbambas, mientras le llegue la furgoneta con el mate y las viandas. Pero yo soy un funcionario de la vida, un inútil de la escritura, y necesito servir a la Junta de Castilla y León presencialmente, impepinablemente, para cobrar los dineros que me sostienen. No puedo desaparecer del mapa así como así. No puedo borrarme de la faz de esta tierra. Tengo que comer, y que alimentar al cachorro, y al perrete. Pero ya me gustaría, ya, fingirme el muerto como en las piscinas del verano... Porque así, vivito y coleando, sólo me leen los cuatro gatos de siempre: los despistados de la vida, el amiguete de Mallorca, y los familiares que se asoman para escandalizarse con mi lenguaje, y con mis ocurrencias de misántropo. Damiselas, pocas; cinéfilos, ninguno. Les hablas del blog a los amigos y todos te dicen que qué bien, que qué chachi piruli, que les envíe el enlace por el whatsapp y que nada más llegar a casa ya se ponen y tal. Pero luego, al día siguiente, el chivato me dice que por allí no se ha asomado nadie, que todo era por quedar bien, civismo y simpatía, sonrisa tonta y desinterés mutuo.

Por aquí ya no se despistan, ay, ni aquellos pornógrafos que hace años recalaban en mi playa creyendo que había género, mandanguita de la buena, porque yo a veces escribía de tetas, y de culos, y hasta de pollas en vinagre. Hasta que un día comprendí que el blog me estaba quedando machirulo y revertiano. Yo mismo invitaba a los pornógrafos a salir de estos escritos, porque me da daba pena que se equivocaran continuamente de negociado, con las apreturas genitales que llevaban, los pobres…




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El secreto de sus ojos

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No mires a los ojos de la gente, me dan miedo, mienten siempre, cantaba Germán Coppini con aquella voz suya de trovador gallego. Y aunque la canción es cojonuda, y forma parte de mi repertorio sentimental, y a veces me descubro tarareándola tras un encuentro misántropo con la realidad, lo cierto es que su premisa argumental es falsa. Porque los ojos de la gente nunca mienten. Son las ventanas del alma, que dijo el poeta, y son tan sinceros, tan transparentes, que la evolución, siempre tan sabia, tuvo que desarrollar el lenguaje para que pudiéramos mentirnos con las palabras. Sólo los amantes enamorados, cuando el amor es todavía de verdad, se atreven a sondear esos abismos que nunca engañan. Todos los demás vamos y venimos con los ojos al cielo, al suelo, a los alrededores, buscando la mosca o la gaviota, porque cualquier conversación tiene algo de postureo, de mentira, de verdad no confesada, y no queremos que el otro nos descubra el juego atrapándonos la mirada. Ni nosotros, por decoro, muchas veces, descubrir el suyo.



    Termino de ver El secreto de sus ojos y no me queda muy claro, la verdad, a qué personaje pertenecen los ojos del título. Supongo que son los de Soledad Villamil, tan bonitos, tan expresivos, que viven enamorados del personaje de Ricardo Darín, pero no pueden entregarle su amor porque ella es una Menéndez-Hastings de toda la vida, destinada a casarse con otro portador de apellido compuesto, y no con un Expósito descendiente del tío nadie. No hay ningún secreto en ellos: sólo la tristeza del amor amargado, y amordazado. Tampoco hay ningún secreto en los ojos del señor Expósito, que aman a la Hastings con la fiereza y el candor de un gato doméstico. Los ojos del asesino son vacíos, de cristal negro, como los de un tiburón que sale a cazar, y sólo se vuelven humanos cuando ve el fútbol en la grada del estadio y se transfigura de pronto en alguien con sentimientos. O algo parecido. No hay secretos en los ojos del viudo, que oscilan entre la nostalgia del amor y la venganza calculada, ni en los ojos de la asesinada, la pobre, que se quedaron fijos, vidriosos, incapaces de fingir que estaban muertos. Y que, si una vez tuvieron secretos, éstos se fueron en el último suspiro. 

¿De quién son, los ojos del título?

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El hombre de tu vida

🌟🌟🌟

Si el castellano se inventó para insultar, el francés para seducir, y el inglés para ponerle nombre a los progresos científicos, el argentino fue creado, además de para ligar en las playas del Mediterráneo, para que los actores sudamericanos conquistaran el mercado español, y nos animaran a ver series y películas que de otro modo ignoraríamos. Las ficciones argentinas tienen el talento creador, el oficio dramático, pero no serían lo mismo si sus personajes no hablaran de esa manera, como sicilianos de Badajoz, o jienenses de Lombardía, que es un sonsonete que a los ibéricos nos encandila, o nos seduce, según el sexo de quien habla y de quien escucha. Y aunque los personajes estén soltando una pelotudez sin gracia, o una boludez sin trascendencia, en el idioma argentino siempre parece que dicen algo provechoso, lustroso, literario incluso, como si el castellano de aquí se nos hubiera quedado corto, y cateto, y escucháramos una evolución fascinante de nuestro propio idioma.


    El hombre de tu vida -que es una serie simpaticona cuando se viste de comedia y cursilona cuando se disfraza de romanticismo- es el último desembarco de lo argentino en España. Y como casi siempre, por ahí anda Juan José Campanella enredando, en este caso ejerciendo de creador, y de supervisor general, que es un cargo que yo jamás había visto en unos títulos de crédito. El puto jefe, vamos, que diríamos aquí. El hombre de tu vida, con sus grandes virtudes y sus veniales pecados, ha caído en gracia entre el personal. Tanto, que hasta un remake hemos querido hacerle para el prime time de La 1. Pero claro, en el remake ibérico los tipos hablan en castellano-manchego, y las mujeres en castellano-leonés, y aunque son dos hablas dignas de elogio, y de respeto, con mil años históricos que las sustentan y las respaldan, la serie ya no es la misma que vino de "achá", del otro lado del charco. Sin la melodía del habla, sin la retranca del acento, sin el acento rioplatense que exagera o recalca, que ensalza o desprecia, los diálogos se quedan crudos y sin salsa.




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El clan

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"La gente que se queda en su casa entretenida en sus cosas rara vez hace daño a nadie: lo trágico de la vida es que en casa la mayoría de la gente se aburre. Y como se aburren, proclaman que quedarse tranquilamente en casa es cosa de cobardes, de egoístas y de malos patriotas".

    Esta sabiduría la escribió hace algunos años Fernando Savater en su Diccionario Filosófico. Y aunque me jode darle la razón a este tonto útil de la derecha, tengo que reconocer que me acuerdo mucho de su aporte. Hoy mismo, sin ir más lejos, mientras veía la película argentina El clan... Cuando Arquímedes Puccio comprendió que la dictadura argentina había terminado, también debió de pensar: "¿Y ahora qué hago yo, aburrido en casa, sin comunistas a los que poder torturar o hacer desaparecer?" Don Arquímedes, que había trabajado fielmente para los militares, de pronto se vio viejo y prescindible. Le quedaban sus hijos, sí, y sus negocios, y la partidita de baraja o de dominó con los compadres. Poca cosa en comparación con la adrenalina del matarile, de la acción paramilitar que había construido una Argentina mejor para las clases pudientes. 

    Si ahora los rojos eran intocables, quedaban, al menos los empresarios con dinero: los tipos que para Arquímedes Puccio habían traicionado al país acojonándose ante la democracia, o apropiándose los dineros necesarios. Y así, sin leer a Fernando Savater, pero igualmente convencido de que quedarse en casa "es cosa  de cobardes, de egoístas y de malos patriotas", don Arquímedes formó una banda criminal con sus viejos camaradas, y con sus propios hijos, que cegados por el dinero o acojonados por su figura no supieron negarse a este negocio de secuestros y extorsiones.

    Es una película escalofriante, El clan. Lo peor del ser humano expuesto en una carnicería del alma: casquería de psicópatas, magro de megalómanos, filetes de avariciosos... Y la sangre, claro, la voz de la sangre, que todo lo justifica y todo lo perdona, hecha morcillas. 




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