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Vacaciones en Roma

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A los hombres en general no les pone mucho Audrey Hepburn. A mí sí. Ellos prefieren curvas, excesos, mondongos... Yo, en cambio, prefiero sutilezas, esbelteces, radiografías divinas de los suspiros.  No estoy hablando del encanto de Audrey, de su dulzura, de sus aires de princesa -y más aquí, que hace de princesa del país Ignoto. No. Lo que yo digo es que ella me pone, me excita, me gusta cantidad. Es ese cuerpo de bailarina truncada, y ese cuello longilíneo, y ese rostro que cuando sonríe te nubla la vista y cuando llora te devasta el corazón. No quisiera escribir que Audrey está muy buena porque me parece un piropo vulgar y fuera de sitio. Pero lo está.  

Pero tranquilas, y tranquilos, que no me sobo en el sofá mientras la contemplo. Mi deseo por Audrey, aun siendo sexual, muy sexual, pertenece a una sexualidad sublimada, ¿Amor, incluso? Puede que sí. Pero yo estoy con Woody Allen cuando dice que el amor más limpio también tiene que ser el más sucio. No sé... Habrá que convocar un concilio vaticano para discutir estas sutilezas de la metafísica.

En “Vacaciones en Roma” hay unos cuantos fotogramas en los que Audrey se rompe de guapa, de ángel adorable pero carnal. Por un momento, antes de lanzarme a la escritura, temí estar cometiendo un delito al componer estos versos, pero internet -ese invento del diablo que quizá enreda con las fechas para la condenación de mi alma- me aclara que Audrey ya pasaba de los veinte cuando encarnó a la princesa Ana. En la vida ficticia podría ser mi hija, pero en la vida real podría ser mi abuela.

Para que se produzca el romance de la película se dan dos circunstancias: que la princesa se escapa del palacio y que es tan guapa que sólo un hombre como Gregory Peck se siente capaz de enamorarla. Creo que una vez quisieron hacer un remake con nuestras princesas de Borbón -las antiguas, digo, la Elena y la Cristina- y los guionistas no pudieron pasar de la primera página. ¿A quién iba a enamorar la primera, con su cara de..., y la segunda, con su altivez de...? Puede que con la infanta Leonor, que es la de ahora, se lo estén repensando. ¿Ya ha cumplido los 18...? Espera que lo miro.





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Horizontes de grandeza

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Horizontes de grandeza es lo que yo tenía cuando retomé el sueño de escribir hará un par de años. El confinamiento hizo que los juntaletras nos creyéramos escritores solo porque ya teníamos tiempo para sentarnos ante el ordenador. “Yo lo que no tengo es tiempo, pero cosas que contar, buf, una jartá...”, se decía mucho en los círculos provincianos, antes de la pandemia. 

Mis horizontes de grandeza -que llegaron a ser tan vastos como el rancho de los Tirrell- ahora vuelven a ser los senderos de mi pueblo. Y es bueno que así sea, porque tras la experiencia he regresado a la vida tranquila de La Pedanía: la escritura de estas gilipolleces, y las lecturas en el soto, y los paseos con Eddie por los alrededores. El tiempo que ya no dedicaré a dar giras promocionales ni a quitarme a las mujeres de encima, lo aprovecharé para seguir las finales de la NBA, y el snooker, y las eliminatorias últimas de la Champions League, donde mi equipo, el Real Madrid, no tiene horizontes de grandeza, sino que ya es grande de por sí, y grande de cojones además. 

Si aquel chino no se hubiera comido el bocata de pangolín -ahora dicen que fue un filete de murciélago- yo no hubiera tenido tiempo para escribir esos recuerdos del Mundial 82 que ya no interesan ni a la generación que los vivió. Ni tampoco hubiera escrito ese anecdotario impublicable de mi paso por las aplicaciones del amor, una aventura que me dejó ilusiones rotas, sonrisas irónicas y certezas muy soberanas sobre lo ruines, mentirosos, simplones, básicamente neuróticos, que somos los seres humanos. Ellos y ellas por igual, querida Irene. Y elles. 

Anteayer, antes de ir a la feria del Libro a dármelas de escritor con libro publicado, cartel promocional y bolígrafo en ristre para firmar autógrafos -al final solo picaron tres conocidos que se vieron comprometidos- yo estaba en el salón de mi casa viendo, precisamente, “Horizontes de grandeza”, que es un película de paisajes muy bonitos y música que no se me va del tarareo, pero que es larga como un día sin pan, o como un rancho de los americanos, que hacen así con el brazo para enseñarte la extensión de sus posesiones y se te achinan los ojos como a aquel tragaldabas imprudente y puñetero. 




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La Profecía

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Entre nosotros habitan los creyentes (la mayoría), los ateos (la minoría) y los satánicos (lo mejor de cada casa). Pero esta división no abarca todas las opciones doctrinales. También hay personas que sostienen extraños híbridos en materia de fe, como una tía que yo tenía, que creía en la Virgen María sin creer en Dios, cosa que en la Edad Media hubiera movilizado a todo un concilio de obispos y teólogos. También tengo un primo, no muy centrado el pobre, que se caga en Dios y en los curas durante todo el año, clamando porque algún valiente vuelva a quemarles las iglesias y los envíe al destierro como hizo Carlos III con los jesuitas, y luego, cuando llega la Semana Santa, se viste de papón para desfilar orgulloso por las calles de la capital porque dice que los ropajes le sientan muy bien, y que él está con el folklore y con las fiestas populares.

    Y luego estábamos nosotros, los adolescentes rebeldes del colegio, que hartos de tanta monserga inconcebible, de tanta fábula de milagos, dejamos de creer en Dios mucho antes de desengañarnos del Diablo, lo que nos dejó durante años en una tierra filosófica harto confusa. Y terrorífica. No es que fuéramos satánicos ni nada por el estilo: nosotros no íbamos a los cementerios de León a sacrificar gallos, ni volteábamos los crucifijos de la capilla cuando ningún profesor nos vigilaba. Más bien nos cagábamos de miedo con estas cosas cuando las veíamos en las películas, y nos cagábamos, además, más que nadie, porque al no creer en el reverso luminoso de la Fuerza, no teníamos un antídoto espiritual que oponer a tanta maldad.

    Fue por aquella época de sinsentido teológico cuando descubrimos, en el videoclub de la esquina, La Profecía. No sé cuántas veces llegamos a alquilarla, fascinados y morbosos, porque allí, en las andanzas paternales de Gregory Peck, se afirmaban los dogmas de nuestra extraña religión: que el diablo campaba a sus anchas por los laberintos del mundo, invulnerable y puñetero, y que tarde o temprano aparecería sobre un monte para declarar el fin de los tiempos, y el inicio de su Reich.  De haber visto La profecía en una pantalla de cine no sé cómo la hubiéramos superado, pero como la alquilábamos los cuatro amigos, y la veíamos en el salón de casa despatarrados por los sofás, nos echábamos unas risas que eran muy liberadoras. Luego poníamos la porno que alquilábamos sin tener la edad legal, y pensábamos que si los curas eran los encargados de condenar todo aquello, tal vez un reinado de las Tinieblas no estaría tan mal después de todo. Si el Anticristo iba a permitir, y hasta fomentar, la participación de los muchachos en aquellas orgías tan excitantes, bienvenido fuera. Las sonrisa diabólica de Damien, al final de la película, también encerraba hermosas promesas.



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Matar a un ruiseñor

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Atticus Finch, en el imaginario común, ha quedado como el padre que todos desearíamos haber tenido cuando éramos hijos, y el padre que todos aspirábamos a ser, cuando los hijos ya eran los nuestros y ejercíamos el oficio. Nos sigue maravillando su rectitud moral, su severidad razonada, su capacidad de encarar las circunstancias con el gesto de un estoico y la paciencia de un sabio. Pero qué tarde, ay, ahora que ya hemos colgado las botas y los hijos campan a su aire, con lo poco que hemos sabido transmitirles. Comparados con Atticus Finch, que todo lo explica con verbo certero y flema británica, sin descomponer nunca el rostro ni la voz, nosotros, los padres de mi ecosistema, que hemos nacido en una época más vehemente y más atropellada, nos hemos comportado como auténticos verduleros de la pedagogía, como verdaderos exaltados del magisterio. Todo lo hemos enseñado a voces, a gritos, a tacos, con amplios gestos de regocijo o de lamento, como italianos exagerados en una comedia de Alberto Sordi. Las comparaciones son odiosas, sí, y en ésta con el gran Atticus - o con lo que hizo de él el gran Gregory Peck- salimos la mayoría trasquilados.



    Y eso que Atticus Finch, para los estándares modernos, contaminados ya para siempre del caso Madeleine, es un padre bastante dejado, incluso irresponsable según algunos talibanes. Es cierto que los chavales de Atticus, cuando él ha de trabajar en el juzgado, quedan a cargo de la criada Calpurnia. Pero Calpurnia, aunque tiene nombre de patricia romana, es una mucama que se pasa el día haciendo comidas sin olla exprés, y poniendo coladas sin lavadora automática, y no tiene tiempo para patrullar a la vivaracha Scout y a su hermano Jem, que libres del Gran Hermano ocupan los días enteros en la calle, yendo de acá para allá con sus fantasías. Eran otros tiempos, por supuesto, los años treinta, pero no muy distintos de los que yo mismo viví. Nosotros, en el arrabal de León, también nos criamos libres en las calles . Nosotros también teníamos nuestras casas malditas, nuestros tontos del barrio, nuestros hombres del saco. Nuestros lugares secretos y nuestros atávicos temores. Quinquis y gitanos incluso, de los que huíamos de lunes a jueves y con los que jugábamos las pachangas de viernes a domingo. La infancia de Harper Lee no fue muy distinta de la nuestra, y quizá por eso entendemos y justificamos la pachorra sólo teórica de Atticus Finch. Nuestros padres, para nada irresponsables, eran un poco como él, y nada en su labor nos sorprende ni nos escandaliza. 



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