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El planeta de los simios

🌟🌟🌟

Hostia, no sé... Si después de un viaje interestelar de 200 años aterrizara en un planeta donde los monos hablan en inglés, montan a caballo y persiguen a unas mujeres de nuestra especie en taparrabos, yo, desde luego, le daría una vuelta al asunto. O el viaje ha sido circular y he caído en el mismo sitio -pero en algún tiempo extraño del calendario- o resulta que una educadora de monos se fugó de la Tierra y ha creado un colegio Montessori en las inmediaciones de una estrella lejana, allá por la constelación de Orión. 

Por cierto: ¿y las estrellas en el cielo? A Cristóbal Colón, con sus astrolabios y su ciencia básica del siglo XV, no se le hubiera escapado lo que sí le escapa al astronauta Heston: que si miro al cielo nocturno y veo las mismas constelaciones que en la Tierra, son su estrella Polar, y su estrella Sirio, y su Venus brillante en el horizonte, tal vez, eh, sólo tal vez, exista la posibilidad de que el cohete hiciera pum p’arriba y luego pum p’abajo, como si lo hubiera lanzado la Agencia Astronáutica Española desde la base de Minglanillas. 

(Pero claro: quizá juego con ventaja porque en el año 2023 ya conocemos el final de la película y te anticipas a la ceguera científica de Charlton Heston. El Capitán a Posteriori es un cabrón intergaláctico que nos perturba el pensamiento).

Pero da igual: para revisitar "El planeta de los simios" no me importaba el qué, sino el cómo, la pura curiosidad de ver la película. Y la verdad, vergonzosa para mí, es que no le he encontrado ninguna mística ni clasicismo. Esto no tiene ni pies ni cabeza y además es cutre hasta el sonrojo. Las persecuciones en ese poblado de los Picapiedra son como de Chiquito de la Calzada perseguido por Lucas Grijander: “Noorl”, “quietorrr”, “cuidadín”, “te voy a hacer pupita”...

Te quedas, eso sí, con la esencia filosófica del asunto: que los monos, cuando nos suplanten, serán tan hijos de puta como nosotros, sádicos y pueriles. Y no solo eso: la corrupción de su almas será bendecida por unos curas inevitables que aspirarán no a ser cardenales primados, pero sí cardenales primates.





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Patton

🌟🌟🌟

Recuerdo haber visto Patton de niño, con diez o doce años, en un reestreno para la pantalla grande que entonces era práctica habitual. Había batallas, tanques, cañonazos, y el general Patton soltaba muchas veces la expresión “hijo de perra”. La fiesta absoluta para un niño de barrio.... Eran una fiesta, sí, las películas de guerra. Nunca nos perdíamos una cuando la daban en la tele, o cuando la ponían en el cine. Sobre todo si era de la II Guerra Mundial, que nos la sabíamos de cabo a rabo, desde las playas de Iwo-Jima hasta las playas de Dunquerque.

       Si caía un soldado alemán nos alegrábamos, porque ellos eran los malos, los jodidos teutones. Caían a decenas, en cada cañonazo, lanzados al aire como guiñapos por la fuerza tremebunda de la onda expansiva, portadora de la verdad y de la democracia. Los alemanes siempre se llamaban Otto, o Hans, o Karl, y merecían la suerte que les había deparado el destino, por estar en el lado equivocado de la trinchera. Sentíamos pena, en cambio, si el que moría era un soldado americano, porque era una muerte siempre injusta, agónica, en la última bala de los diez ametrallamientos que lo persiguieron, con música muy sentida mientras transmitía sus últimos deseos a los compañeros. Al final siempre lo enterraban en una fosa improvisada, con su fusil haciendo de cruz, y en la culata que sobresalía grababan Sam, o Bill, o Jim, el nombre invariablemente monosilábico del muchachote que se había ganado nuestra simpatía porque guardaba bajo el colchón la foto de su novia rubia en bikini.

       De niños teníamos estos sentimientos, sí, pero no íbamos al cine para conmovernos por el drama humano. Sabíamos que esas batallas no eran inventadas, que habían causado muertes reales en escenarios sangrientos del pasado. Pero era un conocimiento sin emoción, neutro, como el que se aprende en un libro de texto. A nosotros nos interasaba ver en acción a los Panzer, a los Stukas, a los Spitfire, a los lanzallamas que casi siempre llevaban los alemanes y que arrasaban con un montón de soldados aliados a la vez, en un churrascazo de mucho cuidado que nos dejaba muertos de envidia. Quién tuviera uno así, en el cole, para freír a unos cuantos capullos en su punto… Éramos unos pequeños psicópatas, unos pequeños cabronazos insensibles. Unos monstruos fascinados por la tecnología de la muerte.

       Hoy he vuelto a ver Patton. Es una película que se ha quedado vieja. Muy vieja. Ya no puede conmover a nadie, excepto a los carcamales que sueñan con pasados heroicos, y con marchas militares sobre Cataluña. Hoy en día, la glorificación de un militar es igual de ridícula que la glorificación de un político. O de un obispo. Ya sabemos quiénes son, los unos y los otros. Sabemos de sobra qué les anima, qué les reconcome, qué les mueve a la acción. Qué mierda esconden detrás de las grandes palabras y de los grandes gestos. No son trigo limpio. Nunca lo fueron. Patton, la película, con su amable retrato del generalote malhablado y campechano, ya es prehistoria del cine.




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