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“En realidad mi gran sueño ha sido saber bailar bien. La película que cambió mi vida por completo se llamaba Flashdance. Era una película que trataba sólo de baile. ¡Saber bailar...! Y sin embargo, al final, me limito siempre a mirar. Que también es bonito, pero no es lo mismo”.
“En realidad mi gran sueño ha sido saber bailar bien. La película que cambió mi vida por completo se llamaba Flashdance. Era una película que trataba sólo de baile. ¡Saber bailar...! Y sin embargo, al final, me limito siempre a mirar. Que también es bonito, pero no es lo mismo”.
Esto reflexionaba Nanni Moretti en Caro Diario mientras conducía su moto por las calles de Roma. Envidioso y admirado, aparcaba su vehículo en las fiestas populares para contemplar a los jóvenes que bailaban los ritmos latinos o brasileños. Era la época de la lambada... A mí me pasa un poco lo mismo: también me quedo embobado en las fiestas, viendo a las gentes que mueven las caderas; también me quedo tonto en las películas musicales que a veces elijo para alcanzar la medianoche. Es una envidia que supongo común, a todos los que hemos nacido con dos pies izquierdos, con dos extremidades palmípedas, con dos tobillos estúpidos que malinterpretan las órdenes recibidas.
A chorus line es un musical que se sigue a ratos, a esfuerzos. Cuando los personajes bailan y brincan por el escenario, uno celebra la vida vicariamente, en contemplación distante del esfuerzo. Cuando se detienen para limpiarse el sudor y contar sus rollos personales, uno avanza a trancos con el mando a distancia para alcanzar el siguiente número musical. Y así, de oca en oca, de puente a puente, se llega hasta el famosérrimo número final, One, que he visto decenas de veces en los documentos, y en internet, nunca en su contexto, y que tiene un sonsonete que durante años no se me ha ido de la cabeza. Por ahí asoma ya el primer sombrero de copa de los muchos que vendrán después: “Tan, tararán, tararán...”