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El jardinero fiel

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El jardinero es fiel, sí, y además muy guapo. Se parece mucho a Ralph Fiennes, el de las películas. Un tipo ideal para lucirlo en las fiestas de la embajada británica en Kenia, pero en verdad un funcionario de segunda al que sus superiores no dejan mirar los documentos confidenciales. Y aunque los viera: Justin Quayle cree en la bondad natural de las personas, en el evangelio colonial de los británicos, y no concibe que sus amigos, sus camaradas de la carrera diplomática, anden haciendo cosas muy feas con los negritos que supuestamente han venido a socorrer.

    Es por eso que su esposa, que es más lista que el hambre, y que anda husmeando en los asuntos turbios de la industria farmacéutica, prefiere no contarle lo que va descubriendo en sus viajes por la sabana: que los colegas de Quayle -tan civilizados, tan británicos que no perdonan un té a las cinco ni un partido de golf si el tiempo lo permite-, están probando un medicamento en cobayas humanas que resulta ser más perjudicial que la bacteria misma, y en lugar de rehacer la fórmula, y de retrasar los jugosos dividendos que las pastillas habrán de dar en bolsa, hacen como que en África no ha pasado nada y dan órdenes de triturar documentos, incinerar cadáveres y asesinar limpiamente a los tocapelotas subversivos que impiden el libre comercio y la ganancia lícita de beneficios.



    Los hombres como Justin Quayle suelen pasar por la vida sin enterarse de nada, tan felices en su mundo que nadie se atreve a perturbarles la paz que emana de sus cabezas, como aureolas de los santos. Sólo una desgracia mayúscula, una hostia del destino como aquellos tortazos que repartía Bud Spencer en las películas, será capaz de resintonizar las estructuras neuronales del jardinero fiel, como hacíamos de pequeños con los televisores. Después de la gran hostia, Justin Quayle comprenderá que se ha equivocado de patria y de vocación, cosa que el espectador de la película ya sabía mucho antes que él. Porque cuando conoces a una mujer como la Rachel Weisz de la película, ya no puede haber más geografía que su cuerpo, ni más ideología que su sonrisa.


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Los dos papas

🌟🌟🌟

Carlos Pumares, en su programa de radio, se reía mucho de El Padrino III porque el obispo que asesinaban en la película iba vestido de obispo a las tantas de la noche, en sus propias dependencias, con mitra y todo incrustada en la cabeza, que es como si Messi se fuera a dormir con la camiseta sudada del partido, o como si la Pedroche bajara a comprar el pan con el vestido exiguo de Nochevieja. Pumares tenía una carcajada zorruna, medio histérica, inimitable cuando se metía con alguien que le caía muy gordo o muy pesado. Una risa de hiena que se ha quedado en el Dropbox de mi memoria, y que hoy he recordado varias veces -treinta años después de aquellas madrugadas de estudiante- mientras veía Los dos papas en la noche del viernes sin planes ni tentaciones. Me he acordado mucho de Pumares porque el personaje de Joseph Ratzinger va vestido de Papa toda la película, lo mismo en las ceremonias que en los paseos, en las recepciones oficiales que en los güisquitos con los amigos, y tal insistencia monocromática, aunque quizá obedezca a un protocolo real que yo desconozco, queda como ridícula, como excesiva, en ese contexto de la Ciudad del Vaticano que ya de por sí parece un musical de Broadway, uno con decorados grandiosos y músicas de órgano donde un grupo de eunucos medievales se pelean por el poder y luego discuten sobre el sexo de los ángeles.




    Cuento esta chorrada de Carlos Pumares y del vestido omnipresente porque en realidad me produce fatiga, pereza infinita, hablar de cualquier película que retrate la figura de un Sumo Pontífice. Y ya no te digo nada si salen dos, y simultáneos además, en histórica tesitura. Para mí, que sólo fui católico durante un año -el que medió entre mi Primera Comunión y el descubrimiento de los deportes televisados el domingo por la mañana- el Papa es como un personaje imaginario, uno de Star Wars que dice ser infalible en sus decisiones y no tocarse jamás el pito en la cama. Un monje del planeta Tattoine que se presenta ante las audiencias como un caballero Jedi pero que luego, cuando se reúne con su curia, se alía con los lord Sith de la galaxia para seguir defendiendo las desigualdades y las opresiones.

    Me ha pillado de buen jerol, Los dos papas, porque además les tengo mucho cariño a estos dos actores que defienden la función, y he preferido tomarme un poco a chunga lo que cuentan y lo que confiesan -aunque no se me escapa la trascendencia real de estos asuntos palaciegos. Hoy he preferido salir por peteneras. No hacer escarnio. Yo también soy muy ecuménico cuando me pongo. Cuando se me disipan los malos humores.


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Ciudad de Dios

🌟🌟🌟🌟🌟

La Ciudad de Dios, en los arrabales de León, solo quedaba a un kilómetro de donde yo vivía. El barrio de Corea, la llamábamos, como llamábamos Barrio Chino al epicentro del puterío, que en realidad, en el León de provincias, era una calle cuesta arriba donde olía a meados de borrachos y dicen que decían que vivían las prostitutas.

    Del barrio de Corea -que luego descubrí que era la nomenclatura universal de cualquier barrio conflictivo- nos llegaban noticias de autobuses apedreados, de reyertas que acababan a navajazos. De chavales que jamás iban al colegio y andaban por las calles como estos de la película, a la buena de Ídem, navajilla del Torete en mano, o del Vaquilla, asaltando al pobre transeúnte que desconocía la naturaleza de las calles apartadas. Porque el barrio quedaba justo a los pies del complejo hospitalario, pero por la ladera equivocada, claro, y alguno que venía de los pueblos siempre acababa perdiéndose por allí, buscando un menú del día o un simple paseo que dispersara las miasmas de los enfermos.

    Recuerdo los coches de policía que pasaban silbando por nuestra avenida cada dos por tres, camino del bochinche o del altercado. “Ya están los del Barrio de Corea tocando los cojones...”, decía mi madre como quien dice ya llueve otra vez, o ya viene el panadero con la furgoneta. Yo me cruzaba con Zé Pequeno y compañía cuando bajaban a la ciudad por esa misma avenida, que era la única que los comunicaba con el resto de la civilización, todo zarzales y cardos al otro lado del mapa. Iban siempre en pandilla, sucios de mugre y de lamparones, con camisetas y pantalones que jamás lavaban con Micolor. No dejaban a nadie sin escrutar, sin provocar con alguna mirada o con alguna amenaza: qué miras, gilipollas, o sé dónde vives, gafotas, me cagüen tu puta madre, y baladronadas así,  que la verdad es que acojonaban mucho, pero que en realidad casi siempre quedaban en nada. 

    Supongo -o quiero creer- que fuera de su barrio, de su ecosistema gangsteril, iban tan acojonados como nosotros, cuando alguna vez, en arriesgadísima aventura, para hacernos los hombres, nos internábamos a horas muy solares por su favela, a husmear, a satisfacer la curiosidad, en apretada formación, con el culo apretado, y la contraseña en los labios, para salir corriendo en caso de tal, como aquellos legionarios romanos que hace dos mil años llegaron a nuestro territorio y decidieron acampar lejos de ese barrio tan famoso como peligroso. 



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