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Los energéticos

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El Ministerio de Igualdad prohibirá dentro de poco las películas de Pajares y Esteso. Lo decían hoy en "La Pedanía News", fuentes informadas. Y es porque cada dos por tres sale una teta gratuita, o un merluzo machirulo, y eso, que hace cuarenta años provocaba el cachondeo general, ahora es un influencia perversa para la muchachada. A las películas de Antonio Ozores and company les doy, como mucho, un par de legislaturas más. La Nueva Inquisición no va a prohibirlas con un decreto ley que salga publicado en el BOE -porque eso sería fascismo cultural y no está el horno para esos anacronismos- pero sí las arrumbarán de tal modo que ya será imposible encontrarlas y será como si nunca hubiesen existido. 

De todos modos, el artículo de La Pedanía News también afirmaba que es difícil que una película se muera del todo: siempre habrá alguien que posea una copia alegal para exhibirla ante sus amistades, o unos hackers de la hostia que las colgarán en la Deep Web para solaz de los nostálgicos. 

“Los energéticos”, por ejemplo, ahora mismo se puede encontrar en FlixOlé y en la mula de descargar, que son sus últimos reductos antes de saludar al público con una reverencia y pasar a la clandestinidad. Yo veía la película en el salón de mi casa y era como estar asistiendo a las últimas funciones de un burlesque picarón y muy desfasado, antes de que entren a gobernar los almorávides o los cardenales del Vaticano.

Basta con tener un dedo de frente para detectar los momentos chuscos que aparecen en “Los energéticos”. No hay que ser tan listo ni estar tan a la que salta como las santas inquisidoras. Pero gracias al segundo dedo sabemos leer entre líneas y adaptarnos al contexto. Y aprovechar para descojonarnos... Eso es lo que nunca entenderán las unicejas consagradas a Irene Savonarola: que puedes reírte con una parte del cerebro mientras otra piensa al mismo tiempo: “Hostia puta, hoy en día a Pajares y a Esteso les correríamos a gorrazos...”. 

Andrés Pajares, Fernando Esteso y los hermanos Ozores tampoco robaban ni mataban a nadie, que yo sepa. Simplemente, cada dos o tres chistes, metían uno más cercano al medievo que a estos tiempos ilustrados. Y aún así, algunos, joder... Es que los recuerdo y todavía me parto.





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Pajares & CIA

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En las estanterías, donde la videoteca, guardo dos películas perpetradas por Andrés Pajares y Fernando Esteso. No presumo de ellas, pero tampoco las oculto. Forman parte de mi educación sentimental, aunque no sean muy educativas que digamos. Pero son curriculum vitae de este cinéfilo provinciano. Y además son muy divertidas, qué narices. Una es “Los bingueros”, y la otra, “Yo hice a Roque III”. Son lo único que se puede rescatar de esta filmografía tan polémica y superada.. Las otras películas no las aguanto ni yo, y eso que tengo -creo- bastante sentido del humor, y que comprendo -creo- que las películas tienen un contexto histórico que quizá no las justifica, pero sí que las explica.

Digo esto -y es el punto central de cualquier tertulia que trate de Pajares y Esteso- porque sus películas son indudablemente zafias y cochinorrras. Machistas o machirulas. Las dos que yo guardo en mi casa son las más presentables ante las amistades. Las más refinadas dentro de la obviedad. En un par de escenas puedes hacer como que no has visto, como que no has escuchado, y seguir con la sonrisa tonta el resto de la función. “Centauros del desierto” va de un tipo racista que escupe cosas inadmisibles hoy en día y sin embargo es una obra maestra del western. “Los bingueros” y “Yo hice a Roque III” quizá no sean unas obras maestras de la comedia, pero creo que ustedes entienden por dónde voy.

Más allá de los argumentos puntuales, las películas de Pajares y Esteso siempre van de dos fulanos que quieren  hacerse millonarios y en la aventura se encuentran con muchas mujeres que se despelotan ante sus narices sin exigencias del guion. Una simplicidad de macho ibérico, de salidorro de la Transición. Lo curioso es que en aquella época estas películas eran para progres porque había adulterios y se veían tetas a gogó. Pero ahora sólo podrían reivindicarlas los votantes de VOX, que son muchos e influyentes. Yo las reivindico en lo que tienen de risa, de astracanada, de retrato de una época superada. Yo entiendo a las feministas que cargan contra ellas. Pero también quiero que ellas me entiendan a mí. 







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Sesión salvaje

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Para ver tetas en 2021 sólo necesitas una conexión a internet, y de eso ya tienen incluso en los valles perdidos del Noroeste: o sea, en cualquier lugar. Aquí mismo, en La Pedanía, que es como una reserva india de la comarca, como un poblado Amish que vive feliz con sus lechugas y sus misas de domingo, ya están poniendo incluso la fibra óptica -a ritmo de pedanía, claro, con mucha cachaza y mucho desfase- y las tetas, dentro de poco, a los que un día vinimos desplazados de la ciudad, nos llegarán a la velocidad de la luz y además en ultra high definition, nada más teclearlas en el buscador. Como dice el cura de la Parroquia -y no le falta razón- internet es un invento del Diablo.

Sin embargo, en 1975, para visitar el Paraíso de las Glándulas, había que ir de compras a Perpiñán si tenías la suerte de vivir cerca de la frontera francesa, y poseías un utilitario rocoso con el que transitar aquellas carreteras nacionales. Los demás anhelantes, en la Meseta, tenían que conformarse con el ajo y el agua de toda la vida: la imaginación, o la pornografía clandestinísima. Hasta que un buen día salió Arias Navarro por la tele, la censura tambaleó, y apareció el cine del destape para lubricar cuarenta años de engranajes oxidados. Reivindicar aquella movida de la Cantudo y otras estrellas despechugadas como si hubiera sido un fenómeno sociológico, está bien, y es de justicia. Reivindicarlo como un cine artístico, de qualité, como hacen estos nostálgicos en las entrevistas de Sesión salvaje, ya es otro cantar. Una patriótica exageración. Y lo mismo cuando reivindican el cine B de aquellos años, de gores asquerosos y lamentables, con argumentos -ya que estamos- de chichinabo. Y tres cuartos de lo mismo cuando ensalzan el chorizo western, o el cine de quinquis, como si esto hubiera sido, qué se yo, la Nouvelle Vague, o el cine americano de los setenta. Se les va la olla, decididamente, en la añoranza...

De nuestra serie B -que muchas veces era Z- sólo han sobrevivido las películas de Pajares y Esteso, con Mariano Ozores al guion, y al timón. De ellas también se habla en este documental, pero sólo un ratico: lo justo para recordar lo buenas que siguen siendo, tan descaradas, tan alejadas de la trascendencia que por eso finalmente trascendieron. Autoparódicas, y muy cachondas.




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Yo hice a Roque III

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Yo estuve una vez allí, en Madrid, en la Cuesta de los Ciegos, la que suben Andrés Pajares y Fernando Esteso en “Yo hice a Roque III”. Y perdí el amor de una mujer. 


Bueno, tanto como un amor no sé, porque ella tenía novio de nacimiento -tan guapetona y tan jovial-, pero yo a veces notaba que ella me miraba, como si tuviera monos en la cara. Por su sonrisa, tan tonta, yo deducía que debían de ser unos monos muy simpáticos, y que quizá, en otras circunstancias del amor, ella hubiese estudiado primatología como Jane Goodall para luego adentrarse en mi selva. Quién sabe: en el amor, como en el juego, hay muchos destinos no escritos, paralelos, multivérsicos...


Corría el año 95, yo vivía en Toledo, y en el colegio de Educación Especial todos éramos jóvenes recién aprobados, unos de Madrid, y otros de León, y otras, las más guapas, venidas de Asturias. Ella, mi Jane, era andaluza... Éramos la “crema y grasa” -como decía Benito- del magisterio nacional. Un crisol de culturas y de formas de ser. Uno de la pandilla era el logopeda, Santos, que se había criado en el Madrid profundo, el de la Movida, el de las referencias culturales y los garitos de moda, y todos los jueves nos llevaba de excursión, como los padres Agustinos, a conocer mundo y quitarnos el pelo de la dehesa. De Toledo a Madrid tardábamos una hora y cuarto escasa entre que llegábamos y aparcábamos, y luego, guiados por la sabiduría de Santos, hacíamos un rule primero cultural, luego gastronómico, y ya finalmente etílico, por los bares de Malasaña, que era donde él tenía su refugio y su noviazgo.


La primera vez Santos nos pidió propuestas concretas: ver esto, visitar aquello, fotografiarnos en tal lugar, y mientras en la pandilla salía el ramalazo cultureta del profesorado -que si la casa natal de Lope de Vega o que si el Museo Nacional del Macramé- yo, como un mandril, educado en lo peor de la filmografía nacional, propuse visitar las escaleras que subían Pajares y Esteso en Roque III. A Santos le hizo tanta gracia mi parida que allí nos llevó, al pie de la escalera, mientras los demás protestaban mi ocurrencia por lo bajini. 


Para mí aquello era como ser católico y estar a los pies del Calvario: un momento de euforia y de cercanía con los dioses, y así, en un arrebato de orangután, me dio por subir un tramo de escaleras mientras cantaba “The eye of the tiger...”, reencarnado en el Rocky Balboa de mi barrio. Nadie me siguió, claro. Al pie de los escalones, Santos se descojonaba; los demás se removían impacientes, ávidos de otra cultura; y ella, mi Jane, ya exGoodall del todo, miraba al suelo avergonzada... Nunca más volvió a dirigirme una sonrisa.






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Los bingueros

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Si Andrés Pajares y Fernando Esteso hubieran nacido, pongamos por caso, en Salt Lake City, hoy los tendríamos por unos comediantes excelsos, de época dorada, de retrospectiva continua. Pero nacieron en Madrid y en Zaragoza, que son dos secarrales ibéricos venidos a más. Y además tienen apellidos muy rústicos, de andar por casa. George Cukor dijo una vez que José Luis López Vázquez podría haber ganado tres Oscars si hubiera trabajado en Estados Unidos. Es probable. Nunca valoramos lo nuestro. Denigrar el cine de barrio es una pose que te da marchamo de moderno y liberal. Ligas más y todo. Pero yo, que me considero progresista, pero no progre, me niego a seguir esta maledicencia. Es obvio que las películas de Pajares y Esteso son casposas y rancias. Podríamos sacarles cien peros si nos pusiéramos a la labor de denigrarlas. Yo mismo, a veces, me siento sonrojar con algunos chistes, con algunos destapes improcedentes. Pero qué le vamos a hacer: éramos así. España era así. Sus cineastas también.

No voy a decir yo, como George Cukor, que Pajares y Esteso hubiesen aspirado alguna vez a ganar los Globos de Oro -bueno, Pajares quizá sí- pero joder, qué buenos eran. La de risas que les debo. Hay dos escenas en Los Bingueros que podría repetirlas hasta la tantas de la madrugada en el DVD, sin parar de reír, si mañana no hubiera que levantarse para ir a  trabajar. Porca miseria.... La primera cuando llegan al bingo de pardillos y Antonio Ozores que les explica el mecanismo de la ganancia. La segunda cuando ganan su primer bingo y ya se creen que todo el monte es orégano, verde como los billetes de mil de las antiguas pesetas.

Pero mañana hay que levantarse para ir a trabajar, ya digo, porque esto del juego ya sé yo sin probarlo que no es la solución para hacerse rico y dedicarse por entero a la novela, y a la bartola, y a la Bartola. Lo dice el personaje de Andrés Pajares al final de la película, cuando comprende que él y su compinche sólo están haciendo el panoli, y descuidando a sus mujeres:

-          Esto del bingo al final es como todos los juegos: sólo vale para el que tiene dinero y le importa un rábano perderlo.

Tendría que apuntárselo como slogan el pobre ministro Garzón, que ahí sigue, luchando contra los molinos de viento.




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Bud Spencer

A Bud Spencer -y a su inseparable compañero de peleas Terence Hill-  los conocí en los autobuses que de niño me llevaban a la playa, a Asturias, huyendo del agosto insufrible de la meseta. Eran viajes que organizaban los bares donde mi padre jugaba las partidas y discutía de fútbol con los parroquianos. Excursiones de filete empanado y mantel a cuadros que salían muy pronto por la mañana y regresaban muy tarde por la noche, para que las familias sin coche, sin recursos, sin otra manera de matar la canícula, también pudieran asomarse al mar y quemarse la piel como los que veraneaban.



    Por aquel entonces la autopista aún estaba en construcción, y el viaje entre León y Asturias, por el puerto de Pajares, llevaba más de dos horas si terminabas en Gijón, que era el destino más a mano. Y tres horas redondas, si te desviabas a cualquier villa de los alrededores a conocer mundo. Para amenizar el viaje, el señor conductor ponía una película para ir y otra para volver, siempre elegidas entre lo más virtuoso del videoclub: las comedias de Pajares y Esteso, las payasadas de Jaimito, las catetadas de Paco Martínez Soria... Y siempre, siempre, una película de Bud Spencer y Terence Hill liándose a mamporros con mafiosos de pacotilla y extorsionadores de tercera. Lo bueno de Bud Spencer es que si tenías la mala suerte de viajar muy alejado de los exiguos televisores, él era tan grande, y ocupaba tanta pantalla, que no te perdías ninguna de aquellas hostiazas que él soltaba con la mano abierta, zas, en un impacto tremebundo que era mitad con la palma y mitad con la muñeca, un arte marcial que ningún chino mandarino soñó con emular jamás.


    Pasaron los veranos. Nosotros dejamos de ir a las excursiones y Bud Spencer y Terence Hill dejaron de hacer películas juntos. De adolescente, con los colegas, le dimos a Stallone, a Spielberg, al porno, a los hermanos Marx, y un día, en un revista de cine, nos enteramos de que Terence Hill se apellidaba Girotti, y era más italiano que los espaguetis, y que Bud Spencer, el gordo entrañable de los mandobles, era otro italiano de carné llamado Carlo Pedersoli. Nos habían engañado, los muy tunantes, y de pronto aquellas hostias históricas ya nos parecían menos míticas por venir de dos tipos mediterráneos, y no de dos cafres nacidos en Iowa, o en Wisconsin. Qué poco sabíamos entonces de casi nada, y de casi nadie, en aquel mundo de enciclopedias que se desfasaban nada más comprarlas, sin Wikipedias y sin foros de cinéfilos. Y ni así, porque hoy mismo, que andamos todos de luto por la muerte de Pedersoli, muchos hemos descubierto, boquiabiertos, y un pelín avergonzados, que Bud Spencer fue nadador olímpico, químico de vocación, trotamundos incansable. Mucho más que un actor de segunda que hizo fortuna dando mamporros. Mira que escondía secretos, y milagros, aquella barba tupida que yo veneraba en mi infancia. Mucho más que aquella otra -algo más lampiña- que sonreía desde las portadas del catecismo, que multiplicaba panes y resucitaba muertos. Grandes logros, sin duda, pero que no tumbaban, ni de lejos, a tres fulanos de un solo sopapo, como sí hacía Bud Spencer, derribándolos como a bolos sin brazos ni piernas. 

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El currante

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En El currante, Andrés Pajares es un pluriempleado que trabaja veinticuatro horas al día. Lo mismo pone ladrillos en la obra que arregla retretes en las casas;  lo mismo repara coches en el taller que empalma cables en las oficinas. Es un parto bien aprovechado. En 1983 aún era posible encontrar tipos así, que se ganaban la vida haciendo de todo un poco, y la película, en ese sentido, se ha convertido en un documento histórico. Mi padre, sin ir más lejos, era un currante que por las mañanas tallaba muebles y por las tardes trabajaba en un cine. Los que por entonces hablaban del drama del paro no podían imaginar que sus hijos, treinta años después, las iban a pasar canutas para conseguir uno sólo de aquellos quehaceres.

          Manolo, que así se llama el personaje de Pajares, no necesita sus cuatro empleos para vivir, sino para pagarle el colegio a su hija, en un internado exclusivo de las afueras de Madrid donde se aprende a jugar al golf y a lanzar desprecios sobre el populacho. La chavala, que no parece muy espabilada, cree que su padre es un alto gerifalte de las finanzas, un tipo influyente que desayuna con los ministros y se toma unos vinos en La Zarzuela. Y Manolo, para no desengañarla, para no confesarle que en realidad es un obrero que vive con lo puesto en una pensión, todos los jueves, que es el día de visita, monta un paripé de cochazo y mayordomo, de restaurantes franceses y amigotes con influencias.

               Esta es, grosso modo, la trama de El currante, una película de Pajares y Esteso pero sin Fernando Esteso. Una gansada de Mariano Ozores que si la coges por el lado torcido sería de mucho criticar, y mucho ponerse irónico, pero que uno, amable con estas cuchipandas celtibéricas, se toma de buen grado y hasta celebra con dos o tres carcajadas. La película no hay por donde cogerla, ciertamente, pero uno se ríe mucho con Andrés Pajares porque es un comediante con gracia y desparpajo. También sale, cómo no, Antonio Ozores, que es un tipo alto con gafas y cara de lelo que me recuerda mucho al autor de estos escritos. 




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Todos al suelo

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Todos al suelo -que siendo del año 82 no es una parodia del golpe de Tejero, sino una versión muy libre de Tarde de perros- es una película de Pajares y Esteso, y eso, dicho así, predispone a la risa y al cachondeo. El problema es que Pajares y Esteso están diluidos, enredados en un reparto con demasiadas vedettes que reclaman su chiste y su minuto de gloria.

    Antonio Ozores, por ejemplo, ha pasado de secundario magistral en Los Bingueros, o en Yo hice a Roque III, a prima donna que siempre cuenta la misma gracia, y además tiene un asunto romántico con una prostituta de buen corazón. Lamentable, el intento lacrimógeno. O Juanito Navarro, que hace de abuelo salvafamilias al estilo de Paco Martínez Soria, y tiene un nietecico que sufre depresión porque sus padres van a divorciarse gracias a la ley implantada por los comunistas. O Paloma Hurtado, que grita y pone caras tontas, y siempre fue una comediante insoportable que jodía incluso el Un, dos, tres cuando salía junto a las hermanas.

    Los mismos Pajares y Esteso están como idos, como espesos, perdidos en una trama tardofranquista que les impide desarrollar su humor imbatible de trazo grueso. Sin señoritas desnudas y sin sarasas que los persigan, ellos se ciñen al guión como actores profesionales, pero ya sin chispa ni salero. Dicen cabrón, y culo, y coño, y hacen chistes sobre el divorcio y el adulterio, cosas así, para que se note que estamos en el año 82, y que los socialistas ya están asomando la patita electoral. Pero Todos al suelo, aunque quiera disimularlo, tiene un tufillo, un aire, una cosa como de Cine de Barrio que les encanta a nuestros abuelos de derechas, de toda la vida. En Todos al suelo trabajan Andrés Pajares y Fernando Esteso, sí, pero no es una película de Pajares y Esteso.




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