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Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto

🌟🌟🌟


“El que nace para ochavo no llega a cuarto”, decía mi abuela. Y me miraba con sus gafas de culo de vaso para indicarme que yo era precisamente un ochavo de futuro anónimo y falto de gloria.

Creo que ochavo tiene algo que ver con las monedas antiguas, las del imperio español que se perdió en Cuba y en Filipinas. Da igual. Es otra manera de decir que nadie hablará de nosotros- ni de nosotras- cuando hayamos muerto. Me niego a escribir nosotres... Nosotros, como Pilar Bardem y Victoria Abril en la película, somos los hijos de don Nadie y los parientes del tío Ninguno, que también lo decía mucho mi abuela. Somos los  parias de la tierra, los proletarios desunidos. Los que prostituimos la carne o el espíritu a cambio de un jornal o de una pensión. Porque todo es prostitución cuando hay que llegar a fin de mes. Si el personaje de Victoria Abril chupa pollas para cubrir los gastos de su marido enfermo, lo demás besamos culos cada mañana para que el día veintitantos llegue la nómina a nuestros hogares.

No: nadie hablará de nosotros, ni de nosotras, cuando hayamos muerto. Porque para entonces no habremos hecho nada para ganarnos la inmortalidad. Nos mencionarán los que nos conocieron en vida, pero cada vez menos, y casi siempre para mal. Qué hijoputa era, dirán, o que tacaña, o que pendona, o que calzonazos... Y luego, cuando se mueran, ya sí que nadie hablará de nosotros. Ni de nosotras. Ya seremos, del todo, seres anónimos, y todo la pasión y el esfuerzo se irán por el sumidero de los relojes. No quedará nada especial para dar que hablar. No haremos nada para ser preservados en las hemerotecas, en las videotecas, en las antologías de los siglos. Nada. Somos la mierda cantante y danzante del mundo, que decía Tyler Durden.

Pero no hay que hundirse por eso. Al revés: hay que conjurarse para disfrutar todavía más. Ya que solo ahora van a hablar de nosotros, y de nosotras, que hablen para bien,  y que nos amen porque les hemos amado y ayudado en el camino.





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Martín (Hache)

🌟🌟🌟🌟🌟 


“Martín (Hache)” son tres películas reunidas en una sola. La trilogía hispano-argentina que Aristarain nos ofreció en una pieza conmovedora. Tres historias distintas pero una sola verdadera, que es la relación de Federico Luppi con las personas que todavía le quieren a pesar de su carácter: el amigo, y la amante, y su hijo, Martín, el Hache.

La gente dice que me parezco mucho al personaje de Luppi porque yo también tengo la lengua muy larga cuando se trata de soltar misantropías. Que también soy muy dado a ponerme los auriculares, subir el volumen de la música y apearme del mundo cuando llega la próxima estación. Que como no nací en las latitudes australes no digo “al pedo”, ni “al carajo”, ni “boludo”, ni me da por elegir la concha de tu madre cuando me pongo a cagar con las metáforas. Pero vamos, que utilizo expresiones peninsulares que quieren decir exactamente lo mismo, a veces con la palabra y a veces arqueando las cejas. Da igual. La misantropía es un lenguaje bimodal y universal que todos reconocen, y que nos sirve, a nosotros, los luppinianos, para reconocernos.

Dicho esto, yo no soy Federico Luppi. Hay cosas, rasgos, perfumes lejanos... Una certeza compartida sobre la vida. Pero cualquier otro parecido con la realidad es pura coincidencia. Es curioso: la primera vez que vi “Martín (Hache)” yo todavía no era padre, ni tenía un amigo, ni tenía una amante. Tenía una esposa, que no es lo mismo, y amigos de segundo nivel llamados conocidos. Alejandro (Erre) tenía -3 años tiernísimos de esperanza, y mi mejor amigo todavía era un desconocido que habitaba en la ciudad ignota. Solo ahora que ya he vivido todo eso entiendo a carta cabal la película. Antes era un peliculón; ahora es una obra maestra. Da para hablar largo tendido con alguien a tu lado. Si lo sabré yo...

Hace veinticinco años tampoco sabía que se puede odiar y amar a la misma persona y volverte loco en la pelea. La relación de Luppi con Cecilia Roth se me escapaba, pero ahora ya no. Tampoco sabía que existen amores que son el contrapunto exacto a esa tortura: la paz en la tripa, la sinceridad en la cara, la mansedumbre del instinto alborozado.





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Las huellas borradas

🌟🌟🌟

Yo estuve una vez, de niño, en el viejo Riaño, que en Las huellas borradas llaman La Higuera porque quizá lo de “Riaño” queda muy montañés para un título, con las consonantes tan marcadas, que suenan a peñasco y a río que resuena. Riaño -y su demolición, y su desalojo, y su desaparición bajo las aguas- fue el “momento Andy Warhol” de  la provincia de León en los años 80, cuando aparecíamos un día sí y otro también en las portadas de los periódicos, y en las aperturas de los telediarios. “En Riaño, León, han vuelto a producirse enfrentamientos entre los vecinos que no quieren abandonar sus casas y la Guardia Civil, que ha tenido que hacer uso de pelotas de goma para proceder a los desahucios…”

    Cuando ya todo el mundo pensaba que el embalse no iba perpetrarse, y que la presa, construida y olvidada veinte años antes, iba a quedar como el símbolo hormigonero de otra España superada, se juntaron varios intereses agrícolas y unos cuantos territoriales y los riañeses, y las riañesas, tuvieron que cambiar sus casas de piedra, hidalgas y altaneras en el fondo del valle, por un piso con paredes de mierda y vistas a la carretera general unos pocos kilómetros más allá, por encima del nivel de las aguas que dejaron de fluir libremente y se hicieron lago y sepultura del pasado.



    Yo estuve una vez, digo, en Riaño, con mi padre, y con mi tío, que nos llevaba de excursión en su Seat 131 por los pueblos de la provincia. Mi tío era viajante de farmacia, y recorría los consultorios médicos promocionando los productos de su laboratorio. En agosto, cuando mi padre tenía vacaciones, nos recogía por la mañana temprano y nos llevaba a conocer los rincones de la montaña, o del páramo, según le tocara apechugar. Mientras él hacía sus negocios, y vendía sus aspirinas, y sus jarabes, mi padre y yo echábamos a caminar por las carreteras, o por los caminos, maravillados del paisaje, siempre atentos a encontrar un sitio donde pararnos a comer el bocadillo de chorizo, ante alguna montaña, o a la fresca, en alguna chopera. Nosotros nunca tuvimos coche en casa. Nunca fuimos de vacaciones, ni de excursión, ni de fin de semana. Por no tener, no teníamos ni pueblo. Durante algunos veranos, el coche de mi tío fue nuestro coche, y sus pueblos a visitar, como Riaño, nuestro pueblo.



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Tiempo de revancha

🌟🌟🌟

En las películas de Adolfo Aristarain, cuando aparece la empresa Tulsaco jodiendo la marrana, es que sus personajes –casi siempre Federico Luppi y su señora- están a punto de perder lo que tenían. O la empresa provoca su ruina cuando ya iban sacando la cabeza, o certifica que su vida pequeñoburguesa se ha terminado por culpa de la crisis mundial, o de la cíclica, o del corralito, que los argentinos, pobrecitos, las han sufrido de todos los colores en las últimas décadas.

    En Un lugar en el mundo, Tulsaco era la empresa que se cargaba el trabajo de aquellas gentes que hacían socialismo agropecuario en la Pampa; y en Lugares comunes, era la inmobiliaria que vendía la casa de Fernando y Lily para rubricar su caída a los infiernos de la clase depauperada. Este ingenioso ardid de usar el mismo logo para perpetrar latrocinios diferentes -¿o se trata, quizá, de un holding florentiniano que abarca mil actividades?- empezaba en Tiempo de revancha, en los páramos picapedreros donde Tulsaco era la empresa minera que fingía sacar cobre para atraer inversores, y que, para hacer un poco de paripé, y presentarse como una industria seria del sector, se cargaba un obrero de vez en cuando en explosiones muy poco controladas con condiciones mínimas de seguridad.

    Tulsaco es la encarnación del Mal empresarial. La SPECTRE de James Bond. La Federación de Comercio de la galaxia lejana. El juguete simbólico y vitriólico de Adolfo Aristarain, que tiene registrado ese nombre para que ninguna empresa verdadera pueda utilizarlo. Pero si Tulsaco representa a los gigantes malvados, Federico Luppi, en las películas, es el Quijote muy cuerdo que se enfrenta a ellos lanzado al galope. No sé si son las canas, o la voz, o la presencia, o la conjunción serena y a la vez desafiante de estos atributos, pero los personajes de Luppi hablan, o actúan –o se expresan a través de la lengua de signos, como en Tiempo de revancha- y uno queda prendado de su triste y  combativa figura, aunque sea de un modo no-sexual. No, al menos, en mi caso. Más bien de un modo bolchevique, tocacojones, idealista hasta casi la inocencia.


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Lugares comunes

🌟🌟🌟🌟

Yo la llamo "La trilogía de Federico Luppi sentando cátedra". El alter ego de Aristarain impartía sus lecciones en Un lugar en el mundo, luego en Martín Hache, y ya finalmente,  de vuelta a la Argentina rural, un poco en plan Fray Luis de León y su "Decíamos ayer...", en Lugares comunes, que es una película que parece muy terrenal, muy apegada a la crisis del corralito y al destierro de los intelectuales, pero que en realidad, desmenuzada, es una cinta de ciencia-ficción que vaga por universos muy ajenos a los derroteros de la humanidad. Porque tipos así, tan lúcidos como Fernando Robles, ya sólo se encuentran en civilizaciones más avanzadas que la terráquea. Y amores tan idílicos como el suyo por Liliana, ya sólo en las viejas leyendas turolenses o veronesas que son más mito que otra cosa. Amores de Pandora, más que de la Tierra.

    En esta trilogía de Adolfo Aristarain tan poco galáctica, que transcurre hace tan poco tiempo y en planetas hispanoargentinos tan poco lejanos, el personaje repetido de Federico Luppi viene a ser el mismo caballero Jedi que ha alcanzado la lucidez en los caminos de la Fuerza. Si le vistieras con el hábito monacal del viejo Ben Kenobi, y le pusieras a vivir en una cueva polvorienta del planeta Tatooine, el resultado dejaría boquiabierto al mismísimo George Lucas, que tal vez lamentaría no haber creado un caballero Jedi con acento porteño que predicara los milagros de los midiclorianos, y negociara acuerdos con la poderosa Federación de Comercio.

    El tipo canoso de verborrea hipnótca que recorre las tres películas de Aristarain es un rojo claudicado, perdedor de todas las batallas contra los lord Siths de la derecha. Un viejo derrotado de la Comuna de París que no renuncia a darle la brasa al interlocutor que le coja más a mano, lo mismo en el bar de la esquina que en la chacra de la Pampa, o en el piso a todo lujo de Madrid. Lo mismo al hijo joven que aún no sabe por dónde tirar, que al hijo ya crecidito que abandonó los ideales para tener dos coches y un chalet en la serranía. Lo mismo a la amante que lo encuentra fascinante pero algo pesado, que a la esposa arrobada que se pasaría un milenio de amor sentada a su lado, escuchando sus jaculatorias. Lo mismo al espectador que pasaba por alguna de sus películas por casualidad, y que ha decidido no insistir en el empeño, que a este devoto seguidor que ha aprovechado la dolorosa excusa de la muerte de Federico Luppi para volver a recordar este puñadito de sabidurías. Y de actuaciones suyas tan portentosas. Hasta siempre, flaco.


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Hombres armados

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Cuando Ernesto Guevara, médico de formación, y bolchevique de corazón, tuvo conocimiento de la miseria que asolaba a los parias de Latinoamérica, cogió el botiquín, el fusil, dos bocadillos de mortadela y se tiró a los montes para hacer la revolución que todavía echamos de menos. Lo demás es historia.

    El doctor Fuentes, que es el personaje principal de Hombres armados, ni siquiera tiene muy claro qué es lo que pasa en su país, aunque ya sea un médico veterano que peina canas y ninguna parezca el pelo de un tonto. En un país latinoamericano de cuyo nombre no es necesario acordarse -pues todos vienen a sufrir en esencia los mismos descalabros-  el doctor Fuentes tiene una consulta muy peripuesta en la capital, donde atiende a militarotes de muchas condecoraciones, y a sus señoras arregladas para la fiesta que nunca termina. El doctor sabe, o lee, o le cuentan en las consultas mientras ausculta pechos y martillea rótulas, que allá en las montañas, en las selvas impenetrables, "pasan cosas". Que las guerrillas de rojos y el ejército nacional se acechan, se persiguen, toman pueblos al asalto y luego vuelven a perderlos. Pero todo este ajetreo le suena muy lejano, casi de fogueo, asuntos de indios que nunca se integraron del todo en la cultura de los criollos.


    Tan iluso vive el doctor Fuentes rodeado de comodidades, agasajado por los matarifes de la patria a los que cura y consuela, que no dudará en enviar a sus mejores alumnos de la Facultad a esos pueblos remotos para que practiquen la medicina, y contribuyan al bienestar de los compatriotas todavía por civilizar. El doctor se siente muy orgulloso de estas "misiones médicas" que constituyen su legado, así que un buen día, liberado del trabajo y viudo de la mujer, decide coger el auto y visitar a sus exalumnos en los consultorios de la montaña. Lo que el doctor Fuentes se encuentra al llegar a ese mundo es aterrador y desolador. El ejército campa a sus anchas, los campesinos yacen muertos en zanjas improvisadas, y de sus muchachos y muchachas nadie tiene noticia. Alguien, finalmente, le cuenta que los médicos están muy mal vistos en el lugar porque si ayudan a los militares, se los cargan los guerrilleros, y si ayudan a los guerrilleros, se los cargan los militares. Así que el juramento hipocrático se vuelve una trampa mortal de la que es imposible escapar. 

    Ahí empieza, propiamente, Hombres armados, con el doctor Fuentes remontando los senderos para encontrar a sus alumnos del mismo modo que el capitán Willard remontó el río Nung para buscar al coronel Kurtz. Un viaje hacia el horror. 




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Últimos días de la víctima

🌟🌟🌟

Emperrado en la tarea de completar mis círculos imperfectos, veo -o más bien malveo- Últimos días de la víctima, una película  de Adolfo Aristarain. Y digo malveo porque la única copia que ofrece internet es una versión sacada de un VHS casero, con imagen borrosa y sonido lamentable. Millones de hispanohablantes aficionados al cine no han sido capaces, en años, de colgar en la red una versión más apañada. Y es extraño, porque por muy vieja que sea la película, se trata de Adolfo Aristarain, ya digo, y de Federico Luppi, dos pesos pesados a ambos lados del Atlántico. Así que uno, a pesar del cabreo, debe dar las gracias a este inspirado fulano -o fulana- que un buen día decidió que su cochambrosa grabación podía serle útil a alguien.

Últimos días de la víctima es un thriller patagónico que no consigue emular la atmósfera que sí crean sus primos californianos, aunque Luppi, como siempre, se deje el bigote en el intento. Pero debo de ser su único espectador defraudado, porque las opiniones en internet son todo loas y alabanzas. El que menos, la pone de magistral y de thriller modélico. ¡Su guión lo firmaría el mismísimo Borges, o el mismísimo Kafka!, claman los más entusiastas. Y yo, ante tal torrente de simpatía, me siento como un estúpido en mitad de la multitud, a solas con mi hosca opinión, que es la mía, faltaría más, pero en la que es evidente que algo no funciona. Algo me he perdido que los demás opinantes, todos de muy alta prosapia, sí han visto en Últimos días de la víctima: un tono, una alegoría, un magisterio. En las otras películas de Aristarain yo era uno más con la masa, que aplaudía casi unánime. Pero ahora vuelvo a ser el Jeremíah Johnson de las estribaciones cantábricas. Vuelvo a ser el cegarato de la platea, el despistado de lo artístico, el más estúpido de los espectadores. Tendría que volver a verla, para deshacer este equívoco. Repasarla con otra atención, con otra actitud, más sentado que tumbado, más despierto que somnoliento. 

Pero para verla de nuevo tendría que volver a descargarla, pues la he borrado del disco duro en un arrebato de decepción. Otra vez el tiempo infinito de la descarga, otra vez la imagen pésima y el sonido cochambroso…




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